Gracias, Teresa
El corazón roto se me reparó solo, sin necesidad de manuales tipo “cómoenfrentartealavidasiteduele” y pronto volví a mis preocupaciones vitales: el acné y cómo estirar la paga semanal para que me llegara para el paquete de tabaco del sábado. El amor de verdad me llegó mucho después, ese por el que todavía me pellizco a... Leer más La entrada Gracias, Teresa aparece primero en Zenda.

La primera vez que me enamoré no fue verdad. Seguro que no para ella, que me debió de ver como un rollete más de casi verano que no llegaría al invierno. Volví de su portal con las mariposicas en el estómago y una cara de alelado de la que aún hoy me avergüenzo. Un tonto abisal que canturreaba canciones de la edad de oro del pop español de vuelta a casa mientras dudaba de a quién de la cuadrilla contárselo primero. Lamentablemente para mí, y afortunadamente para ella, la novia fugaz se dio a la ídem para caer en los brazos de otro compañero de colegio. No me aguantó ni un par de discotecas. Cómo hacerlo si no bebo y tampoco bailo, porque tengo claro que un hombre debe ser consciente de sus limitaciones.
El amor de verdad me llegó mucho después, ese por el que todavía me pellizco a diario. Tenía 22 años y ocurrió en Cádiz, y desde entonces han pasado 32.
Vi caminar a Teresa por la plaza San Francisco y, aunque ella no se lo crea, me enamoré en ese preciso momento. Porque nadie camina como lo hace mi mujer. Ella dice que me vio primero. No es verdad. Cosas de la física. Teresa entró primero en la plaza. Yo lo hice por otra desembocadura y un pelín detrás. Llegamos con apenas unos minutos de diferencia a Ceballos 1, sede del Diario de Cádiz, donde, bendita fortuna, los dos empezábamos el verano del 92 como becarios.
Así que esos andares terminaron aposentados en la misma sección y durante aquel verano bebí los vientos por la que hoy es mi mujer. Tan seguro estaba de que lo acabaría siendo que un día, haciendo gala de una seguridad ignota hasta entonces, me acerqué hasta su teclado. “¿Teresa?”. “Sí, dime”. “Vas a ser la madre de mis hijos”. Y me volví a mi ordenador, tratando de hacer legible un teletipo sobre un ataque con helicópteros a un hospital de Somalia. Aquellos veranos, porque al año siguiente repetimos destino, fueron los dos mejores de mi vida. Tres años después nos casamos y al siguiente nació Guzmán.
Desde entonces puedo decir que soy un hombre afortunado porque ella es el sostén de nuestra familia, la clave de bóveda que hace que capeemos todos los temporales con la certeza de que siempre acabaremos al abrigo de su puerto. No ha sido fácil, no desde luego para ella, que ha tenido que pugnar con un marido volcado en el trabajo mientras ella lidiaba con el suyo y con la casa a una edad donde nadie te enseña a ser padre, pero ella demostró ya que era una excelente madre.
Nuestra época es la de una mujer que se sacaba la leche en el zaguán de la tienda, que dejaba al crío al cuidado intermitente de los abuelos y que lloraba a lágrima viva cuando, ya con el primero arrancando a andar y el segundo queriendo saltar de la cuna, tenía que despedirse de ellos para viajar por el mundo. Un mes fuera de casa y un parche en el alma porque, es para toda la vida, que la primera vez que Bosco pronunció la palabra mágica mamá estaba en Shanghai, o París, o Milán.. qué sé yo.
No sé si fuimos buenos padres, si alguna cosa deberíamos haberla hecho de otra manera, pero nunca consultamos manuales de esos que ahora están tan de moda. Fuimos haciendo camino con la esperanza de no errar en demasía. Acaso aprendimos algo que nos grabamos a fuego. Una frase en el tablón del colegio donde iban los críos. Una recomendación que seguimos con fe de conversos: “No es el tiempo que le dediques, sino la atención”.
Así que estar con los hijos se puede estar poco, pero el tiempo que sea, que lo sea completo, sin trampas, al cien por cien. De ahí vinieron las llamadas al trabajo a escondidas, levantarme a hurtadillas para atender esos “cinco minutitos eternos” y la sensación perenne de que no atendía al trabajo sino que huía de casa. Hasta que Teresa se plantó, con el crío en brazos y me hizo despertar de mi inconsciencia. No recuerdo exactamente lo que dijo pero sí cómo me miró, con esa forma de decirlo todo, concretamente que la estaba decepcionando, mucho, de forma que si quería que aquello funcionara tenía que hacerlo como familia, no actuar como si los hijos fueran suyos y para mí un intermitente entretenimiento.
Teresa me enseñó a ser padre, como antes a ser, creo, mejor persona. Lo que soy, o todo lo bueno que pueda tener, se lo debo íntegramente a ella. Me ha corregido, perdonado, enseñado, guiado, consolado, animado, aupado, frenado pero sobre todas las cosas es allí, a su regazo, donde necesito ir cuando no entiendo nada, cuando me puede la rabia, el miedo o la desesperanza. Esa zona de confort en la que ante cualquier revés de la vida perra ella acaricia el lomo y suelta: “Pronto nos reiremos”. Creo que ahí reside la tecla de la felicidad: tener la esperanza de que rato bueno que pasa no vuelve, pero vendrán otros si nos esforzamos por atraerlos, y no, como suelo hacer, nos rebozamos en la desdicha aventando la dicha, rehuyendo ese estado de felicidad que solo se logra cuando eres capaz de disfrutar de lo que tienes. Ella sabe cómo hacerlo y cómo lograr que el cenizo de su marido sea consciente, desde que hace 32 años la vio cruzar la Plaza San Francisco, de que es un tipo afortunado.
Muchísimas felicidades, Teresa, faro que guía todos mis barcos.
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