Quince minutos para domarlos a todos: lo que aprendí de un burócrata victoriano sobre productividad

Hay quien busca la productividad en aplicaciones de diseño escandinavo, hay quien la rastrea en cuadernos de papel y hay quien espera encontrarla en métodos basados en pitidos y alertas. Anthony Trollope la encontró en un reloj de bolsillo. Era funcionario de correos en la Inglaterra victoriana. Antes de fichar, entre las 5:30 y las 8:30 de la mañana, escribía 250 palabras cada quince minutos. Sin excusas. Sin inspiración. Y así, libro a libro, llegaron más de cuarenta novelas. Su método, que James Clear rescató en una de sus guías sobre hábitos y fricción, muestra una paradoja: que en la era de la automatización y los flujos asincrónicos, lo que más necesitamos quizá sea algo tan simple como un intervalo fijo, medible, corto y exigente. Disciplina indirecta. Trollope no perseguía musas, las reemplazaba por un sistema. En Xataka Una millennial, un gen X y una gen Z cambiaron sus smartphones por "dumb phones": sólo uno de ellos disfrutó la experiencia El gran enemigo de los grandes proyectos no es la falta de talento, sino la dilación indefinida. Postergar, procastinar. Empezar a escribir un libro parece una tarea tan tediosa que muchos prefieren planificarlo eternamente. Trollope redujo la escala hasta que dejó de ser abrumadora. Un cuarto de hora. Doscientas cincuenta palabras. Nada más. Nada menos. Cuando terminaba una novela, no descansaba ni lo celebraba: giraba la hoja y empezaba la siguiente en el mismo bloque. Como si entendiera que la continuidad es más poderosa que la motivación. Y que el músculo del hábito se entrena con ritmo, no con intensidad. Hay que decir que Trollope no tenía que sufrir la tiranía de las notificaciones y distracciones de hoy (Slack, mails, mensajería...), pero pese a esa ventaja, cultivó la monogamia atencional: una cosa a la vez y sin mirar el reloj salvo para obedecerlo. El cronómetro como cómplice, no como tirano. Un anticipo del trabajo profundo. Cuatro bloques diarios son más de cien al mes. Y quince minutos por bloque no son nada, hasta que lo son todo. Da para escribir unas 30.000 palabras mensuales cuando se coge el ritmo. Y cada bloque empieza con una victoria tangible, de fácil alcance. En lugar de esperar al momento perfecto (que jamás llega), iba añadiendo una página más al castillo. Trollope practicaba trabajo profundo sin llamarlo así, y sin convertirlo en un ritual. Era menos monje zen y más obrero de la palabra. Y nos recuerda que lo importante no es escribir mucho, sino escribir siempre. Que el tiempo no se encuentra, se divide. Y que, quizás, lo único que separa al amateur del profesional es la capacidad de dividir un Everest en una sucesión de peldaños de quince minutos. En Xataka | No necesitamos más métodos de productividad. Necesitamos volver a tener un propósito Imagen destacada | Xataka - La noticia Quince minutos para domarlos a todos: lo que aprendí de un burócrata victoriano sobre productividad fue publicada originalmente en Xataka por Javier Lacort .

May 4, 2025 - 10:07
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Quince minutos para domarlos a todos: lo que aprendí de un burócrata victoriano sobre productividad

Quince minutos para domarlos a todos: lo que aprendí de un burócrata victoriano sobre productividad

Hay quien busca la productividad en aplicaciones de diseño escandinavo, hay quien la rastrea en cuadernos de papel y hay quien espera encontrarla en métodos basados en pitidos y alertas. Anthony Trollope la encontró en un reloj de bolsillo.

Era funcionario de correos en la Inglaterra victoriana. Antes de fichar, entre las 5:30 y las 8:30 de la mañana, escribía 250 palabras cada quince minutos. Sin excusas. Sin inspiración. Y así, libro a libro, llegaron más de cuarenta novelas.

Su método, que James Clear rescató en una de sus guías sobre hábitos y fricción, muestra una paradoja: que en la era de la automatización y los flujos asincrónicos, lo que más necesitamos quizá sea algo tan simple como un intervalo fijo, medible, corto y exigente. Disciplina indirecta.

Trollope no perseguía musas, las reemplazaba por un sistema.

El gran enemigo de los grandes proyectos no es la falta de talento, sino la dilación indefinida. Postergar, procastinar. Empezar a escribir un libro parece una tarea tan tediosa que muchos prefieren planificarlo eternamente. Trollope redujo la escala hasta que dejó de ser abrumadora. Un cuarto de hora. Doscientas cincuenta palabras. Nada más. Nada menos.

Cuando terminaba una novela, no descansaba ni lo celebraba: giraba la hoja y empezaba la siguiente en el mismo bloque. Como si entendiera que la continuidad es más poderosa que la motivación. Y que el músculo del hábito se entrena con ritmo, no con intensidad.

Hay que decir que Trollope no tenía que sufrir la tiranía de las notificaciones y distracciones de hoy (Slack, mails, mensajería...), pero pese a esa ventaja, cultivó la monogamia atencional: una cosa a la vez y sin mirar el reloj salvo para obedecerlo. El cronómetro como cómplice, no como tirano. Un anticipo del trabajo profundo.

Cuatro bloques diarios son más de cien al mes. Y quince minutos por bloque no son nada, hasta que lo son todo. Da para escribir unas 30.000 palabras mensuales cuando se coge el ritmo. Y cada bloque empieza con una victoria tangible, de fácil alcance. En lugar de esperar al momento perfecto (que jamás llega), iba añadiendo una página más al castillo.

Trollope practicaba trabajo profundo sin llamarlo así, y sin convertirlo en un ritual. Era menos monje zen y más obrero de la palabra. Y nos recuerda que lo importante no es escribir mucho, sino escribir siempre. Que el tiempo no se encuentra, se divide. Y que, quizás, lo único que separa al amateur del profesional es la capacidad de dividir un Everest en una sucesión de peldaños de quince minutos.

En Xataka | No necesitamos más métodos de productividad. Necesitamos volver a tener un propósito

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