La tiranía del premio: Cuando el reconocimiento se vuelve un show corporativo

La multiplicación de todo tipo de distinciones termina devaluando su valor y se explica por una cuestión de ego

May 3, 2025 - 11:16
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La tiranía del premio: Cuando el reconocimiento se vuelve un show corporativo

Entrar en LinkedIn es como entrar a una fiesta interminable de egos con banda sonora triunfal. Alguien siempre ganó algo. Otro fue nominado. Una empresa fue reconocida. Hay premios para todo lo que uno pueda imaginar: mejor lugar para trabajar, mejor empresa de determinado sector, mejor líder, mejor CEO sub-35 de la Patagonia norte. También mejor gerente de góndola, mejor supervisor de mate cocido o influencer corporativo revelación en sustentabilidad. Una inflación de premios que, como toda inflación, devalúa su valor. Cuando todo se premia, nada se celebra de verdad.

Esta columna es muy creativa y, ya que hay tanto reconocimiento, quisiéramos generar algunos propios y, por qué no, ridículos: “Mejor líder digital en el sector avícola”, “Top 5 influencers corporativos de packaging ecológico” o “Mejor CFO de empresas con menos de 17 empleados y plantas en altura”. ¿Lo siguiente? Galardón al empleado que más rápido responde mails de domingo o al jefe que logra más reuniones inútiles por semana.

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Lo más preocupante no es solo la frivolidad, sino el modo en que estos premios muchas veces se obtienen: a través de procesos opacos, rankings por suscripción o lobbies sutiles. Nadie lo menciona en los posteos, pero todos lo murmuran en los pasillos. Un caso pintoresco: una empresa que desembarcó en un país andino fue premiada como el segundo mejor lugar para trabajar del país... ¡en su primer año de operaciones! ¿Milagro empresarial? ¿Genialidad cultural? ¿O una hábil movida de marketing?

Hoy parecería que nada vale si no viene con un trofeo al lado. Muchos premios no celebran impacto, sino egos necesitados de visibilidad. No reconocen procesos sostenidos, sino campañas de posicionamiento. No honran culturas, sino departamentos de comunicación aceitados. El premio se volvió un fin en sí mismo, no una consecuencia.

La banalización avanza

La banalización alcanza niveles alarmantes. Algunas encuestas internas —de las que derivan rankings— se hacen justo después del bono anual o la fiesta de fin de año. ¿Quién no va a decir que es el mejor lugar del mundo para trabajar con el pan dulce todavía en la panza? Pero esa felicidad corporativa dura hasta que se acaban las vacaciones o llega la próxima evaluación de desempeño. Ahí, vuelve la verdad: líderes mediocres, clima tenso, nulo desarrollo.

Y mientras tanto, en las fotos institucionales, se celebra con sonrisas impostadas. Recursos Humanos levanta el trofeo como si fuera la Copa del Mundo. Como si el clima laboral dependiera solo de ellos, cuando en muchas empresas son parte del problema y no de la solución.

Detrás de cada premio, hay un pequeño ecosistema de operadores profesionales: agencias, consultoras, asesores en branding personal. Se contrata estrategia, lobby y redacción de postulaciones. Todo para asegurar que la empresa o el ejecutivo no se quede afuera del podio. Luego, se actúa sorpresa cuando llega el reconocimiento, como quien se emociona por recibir la pizza que pidió media hora antes.

Esto ha generado una cultura en la que si no tenés una medalla, no existís. Una lógica tóxica de visibilidad y validación constante. CEO sin ranking es CEO sin identidad. La tiranía del premio reemplaza el esfuerzo real por la ansiedad de la visibilidad. Las medallas terminan pesando como cadenas.

¿Y por qué necesitamos tanto reconocimiento? ¿Por qué el ego exige trofeos en lugar de legado?

Desde la generación Y en adelante, fuimos invadidos por la necesidad de feedback permanente y logros inmediatos. Carl Honoré, en su libro Bajo presión, explica cómo nuestro enfoque sobre los hijos está produciendo una generación más obesa, más ansiosa, más deprimida y más medicada que cualquier otra. Padres helicópteros que giran en torno a sus hijos evitando cualquier frustración, generando una dependencia emocional al logro constante.

Y estos hijos crecieron. Y entraron a las organizaciones. Y ahí los líderes helicópteros intentan contener su ansiedad con reconocimiento permanente. Es la respuesta organizacional a una generación insatisfecha. El premio se volvió un ansiolítico institucional.

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Nuevas funciones

No es casualidad que proliferen también las figuras de “Gerente de Felicidad” o departamentos de “Employee Experience” cuyo KPI parece ser cuántos festejos logran organizar por año. Celebrar no está mal, pero si todo se celebra, el sentido se diluye. Pasamos de construir culturas organizacionales robustas a diseñar decorados emocionales.

Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio, advierte que vivimos inmersos en una cultura del rendimiento que ya no impone disciplina desde afuera, sino autoexigencia desde adentro. “Hoy uno se explota a sí mismo creyendo que se está realizando”, dice Han. Los premios funcionan entonces como espejismos de realización. Como pequeñas dosis de aprobación que enmascaran la fatiga, el burnout, la desconexión real.

La pregunta que deberíamos hacernos no es cuántos premios tiene una empresa, sino cuánta verdad hay en su cultura. Cuánto espacio hay para la crítica honesta, para la construcción paciente, para el error sin castigo, para el logro sin fuegos artificiales. Premiar menos, pero premiar mejor. Reconocer lo sustantivo, no lo ruidoso. Y, sobre todo, no convertirnos en esclavos de la mirada ajena.

No todo lo que brilla es oro. Y no todo premio es reconocimiento. A veces, es apenas un reflejo de lo vacíos que nos sentimos.