George Clooney: el eterno galán de la pantalla, que hoy también es fenómeno en Broadway
Un relato en primera persona sobre el suceso en el teatro neoyorquino de Good Night and Good Luck, la obra que protagoniza, que ya estableció un nuevo récord de taquilla en esa plaza
NUEVA YORK.- “¡¡¡Es tan pintón…!!!”. En una reciente visita a Buenos Aires, fui con mi familia a ver Druk, en la calle Corrientes. Cuando el protagonista, Pablo Echarri, salió a escena, mi mamá —mamá, la Dama de Hielo: adorable, sí, pero impecable, imperturbable, siempre con suave sonrisa pero jamás dada a un exabrupto o a algo que pudiese incomodar a los demás— no pudo contenerse.
En pleno teatro, se le escapó dicho comentario/suspiro en voz alta. Mi hija y yo nos miramos horrorizadas. Pero la entendíamos. Cuando desde el diario me pidieron, días atrás, que fuera a ver Good Night and Good Luck, la obra que con $3.78 millones en su primera semana estableció un nuevo récord de taquilla para obras que no son musicales en Broadway y está protagonizada por George Clooney, imaginé que me pasaría algo similar.
Soy Generación X, crecí con E.R. Emergencias en la tele y nunca entendí cómo los pacientes no morían del corazón (aunque hubieran entrado por una uña encarnada) apenas el Dr. Ross los miraba fijo y les tomaba el pulso. Y cuando entre mis amigas se debatía el eterno “George Clooney vs. Brad Pitt”, con la misma pasión con la que los fans del tenis discutían Federer vs. Nadal, yo siempre fui, para ambos casos, del equipo de los morochos sensuales y ligeramente peligrosos.
En carne y hueso
Desde sus inicios, Clooney no tocaba las tablas. La última vez había sido en 1986, en la obra Vicious, donde interpretó a un proxeneta y traficante de drogas con tanto realismo que esto le permitió conseguir un agente y, como dicen aquí, “todo lo demás es historia”. Así que ni yo ni casi nadie, salvo políticos, celebridades, y supongo que vecinos de su famoso palacete a orillas del Lago de Como, tenía experiencia directa sobre lo que generaba verlo en vivo, en carne y hueso.
La expectativa mataba al auditorio. Era, en su mayoría, femenino, bien vestido. A mis 51 años, yo era (o lucía, según fantaseo) de las más jóvenes. Que hubiera tantas entradas para la platea y los palcos en el rango de los 800 dólares dejaba claro el perfil del público.
Por los comentarios en la fila, era evidente que había poco turista nacional o internacional, pero sí muchos neoyorquinos (sobre todo neoyorquinas) muy pudientes y muy bienpensantes, que votan al ala más progresista del Partido Demócrata, básicamente, el grupo para el cual Clooney es un santo patrón. Y el santo patrón, espléndido, estaba por salir a escena.
Estética años 50
La obra comienza con una cantante que interpreta estándares de jazz que funcionan como un coro griego que va comentando, o anticipando, la acción. Luego ella aparece entre escenas, otorgando una capa adicional de significado y emoción a la narrativa con temas que reflejan y amplifican los temas de la obra, como la integridad periodística y la lucha contra la censura. Su presencia en el escenario, ambientado como un estudio de grabación de CBS, establece el tono de los años 50 y subraya la tensión entre el arte y la política.
Y, de pronto, aparece. Él; George. Solo, en el escenario. Pero, aunque estuve muy atenta, nadie suspiró. Nadie lanzó un comentario admirativo en voz alta. No solo porque el público era serio (de una encuesta informal que hice a la salida, ninguno había visto un musical que no fuese Hamilton en la última década), sino porque en la piel de Edward R. Murrow, Clooney no estaba irreconocible, pero sí... bastante feo. No por las arrugas marcadas —que, de hecho, le suman gravitas, perfectas para encarnar al periodista que desafió con entereza y dignidad la caza de brujas del macartismo—, ni por el exceso de “bronceado de Lago de Como”, como le gusta burlarse a cierta prensa conservadora. Lo que fallaba era el pelo. Un foco lo iluminaba cruelmente: negro azabache, teñido, engominado, con una raya al costado tan violenta como poco sentadora. Una de esas luces frías de oficina que hacen todo peor. Bien por Clooney, por su falta de vanidad. Pero el momento “mi mamá frente a Echarri” estuvo totalmente ausente. Y el pelo, como era de esperarse, llevó mares de tinta.
Durante la promoción de la obra, Clooney confesó en varias entrevistas que sus hijos no paraban de burlarse de él por la cabeza teñida que debía usar para interpretar a Edward R. Murrow: “Dicen que parezco una versión deprimente de Elvis”, comentó con humor en el programa de Jimmy Kimmel. La prensa no se quedó atrás: artículos en medios como The Hollywood Reporter y Variety se preguntaban por qué, a diferencia de otros actores del elenco, él no optaba por una peluca. Algunos, con más malicia, llegaron a decir que parecía salido de un episodio perdido de Mad Men ambientado en Transilvania. Y mientras uno se distraía con eso —porque de tan comentado el pelo distraía—, el argumento empezaba a hacer su trabajo. O a volver a hacerlo.
El poder de los medios
Good Night and Good Luck está basada en la película homónima de 2005 nominada al Oscar, con guion de Clooney y Grant Heslov. La historia se centra en cómo Murrow, junto a su equipo en la CBS, desafía públicamente al senador Joseph McCarthy y sus métodos de persecución política bajo la excusa de combatir el comunismo. A través de emisiones televisivas sobrias y bien documentadas, Murrow expone las tácticas de miedo, difamación y falta de debido proceso que caracterizaron la llamada “caza de brujas”. La película, en blanco y negro, es también una meditación sobre el rol del periodismo, el poder de los medios, y la necesidad de valentía ética frente al autoritarismo. El título proviene de la frase con la que Murrow cerraba sus emisiones: “Good night, and good luck”. La gran diferencia es que, en el film, Clooney tenía un rol secundario. Pero, en Broadway, difícil pensar que alguien pague 800 dólares para verlo hacer otra cosa que no sea el papel principal. Y, efectivamente, eso es lo que hace. Para algunos críticos, quizá demasiado.
Los actores que interpretan a los demás periodistas de CBS —incluso cuando tienen líneas o están en primer plano— no terminan de construir personajes con matices. Son muy buenos actores, pero casi todos parecen estar ahí para orbitar en torno a Clooney/Murrow como satélites que aportan contexto pero no tienen gravedad propia. Lo que se transmite es una redacción heroica, combativa, de hombres inteligentes y decentes que hacen lo correcto. Pero también bastante uniforme, en lo estético (magnífico, pero todo igual) y en lo emocional.
La mayor lástima es lo que ocurre con el único personaje femenino con desarrollo propio: Shirley Wershba, interpretada por Ilana Glazer. Su historia es pequeña, pero potencialmente muy poderosa. Sin embargo, queda desdibujada, y no por falta de talento ya que Glazer logra dotar de alma a cada una de sus pocas escenas. Pero su arco dramático —la dificultad de mantener una carrera cuando se es mujer, se está casada y se avecinan recortes en la empresa— aparece como una anécdota lateral, un pie de página en la gran historia de hombres enfrentando al poder de otros hombres.
Shirley tiene un conflicto profundo, que maneja con una mezcla de ironía y ternura que conmueve. En un momento los editores les comunican que uno de los dos —ella o su marido, también periodista— deberá irse, y que “si están pensando en formar una familia, quizá este sea el momento”. El marido la mira inmediatamente compungido, porque asume –como todos—que es ella la que marcha para el hogar. Pero Shirley, en cambio, lo chicanea con un guiño: “¡Cómo van a extrañarte todos acá!“, le dice, y la frase funciona como una daga envuelta en celofán. No sabemos si es sarcasmo, humor, resignación o un pequeño grito de guerra. Pero queremos más. Y eso nunca ocurre. Porque la historia sigue siendo del hombre que se planta. De los compañeros que lo apoyan. De los jefes que dudan. De los senadores que acusan. Todo eso está extraordinariamente bien contado. Está extraordinariamente bien actuado. Pero no deja de ser una historia en la cual las mujeres miran desde un rincón, con suerte aportando alguna línea inteligente.
Se puede argumentar que es una obra “de época” y que entonces la situación era así. Pero el punto central que hacen, y que se siente mucho más fuerte que en la película de 2005 es que mucho de lo malo que retratan del pasado está ahora presente. Para que no haya dudas, cada vez que alguna línea puede ser interpretada como una crítica a la actualidad, hay que dejar pasar un momento para que la gente deje de aplaudir o -en el caso de la proyección de una polémica imagen de Elon Musk- de abuchear. La diferencia es que, en lo que acontece a la situación de las mujeres -mujeres periodistas-, no parece haber un interés mayor por explorar si se mantienen los paralelos.
Pantallas
Hay unas “ellas”, en cambio, que sí son claves en la historia, auténticas protagonistas. Son las pantallas. Parecería que hoy en día no hay obra que no las utilice como elemento central. Días atrás fui al Met a ver La flauta mágica, donde el uso de pantallas para la ópera fue fascinante y creativo. Incluso en la mencionada obra de Echarri en Buenos Aires, la pantalla se integran de manera efectiva. En Good Night, and Good Luck, durante largos minutos, se proyectan videos de McCarthy e imágenes de archivo, lo cual, si bien aporta contexto histórico, termina por restar intimidad a la puesta en escena.
Ver a Clooney al fondo, reducido a una cara en la pantalla, tiene sentido porque es como si uno fuera el televidente de entonces, que lo ve desde el living de su casa. Pero hace que uno se pregunte si, volviendo a los 800 dólares que puede costar una entrada, no sería mejor tener al protagonista más cerca del proscenio, hablándole directamente al público. Sobre todo, porque el tema principal es que tener a Clooney de carne y hueso en Broadway es tan único. Por supuesto que la prensa conservadora fue escéptica respecto a las motivaciones de Clooney para regresar al teatro, sugiriendo que podría ser una estrategia para revitalizar su carrera en lugar de una elección artística genuina. Mucha gente que detesta a Donald Trump ve en la nota de opinión que Clooney publicó en The New York Times en 2004 diciendo que Biden había perdido sus facultades, la culpa del desastre electoral de los demócratas. Dentro de su propio partido, Clooney sabía antes de salir con el proyecto que había gente que lo miraba con resquemor, y este contacto directo puede ser una forma de sentir un baño de multitudes que ya no parecía tan garantizado.
Cuando termina la obra, si uno se queda pacientemente esperando a la salida de actores, aparece Clooney, y como un caballero firma lo que sea y hasta se saca selfies sin ningún gesto de superioridad. Emerge de bambalinas con gorrita de béisbol, así que no se le ve el pelo azabache violento, y la magia se recompone. Por su actuación en Good Night…, acaba de ser nominado a un Premio Tony al mejor actor protagónico. Pero el film, que en los EE.UU. puede verse en varias plataformas de streaming, no solo fue aclamado por la crítica y el público sino que recibió seis nominaciones al Oscar. Sigue siendo un producto superior con el que es duro competir. Y es difícil dejar de pensar que, con 800 dólares, uno aquí se compra una tele enorme entera.