Deseo de ser un forajido

«¿Cómo podemos pensar hoy en la legalidad mientras asistimos cada día a masacres y violaciones masivas de las leyes internacionales sin que sus responsables apenas sufran represalias?», se pregunta José Ovejero en su diario. La entrada Deseo de ser un forajido se publicó primero en lamarea.com.

May 8, 2025 - 13:57
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Deseo de ser un forajido

4 de mayo

En sus Ensoñaciones del paseante solitario, Rousseau escribió una idea a la que merece la pena darle vueltas: «Nunca pensé que la libertad del hombre consistiera en hacer lo que desea, sino en no hacer lo que no desea». Claro que ambas concepciones de la libertad no son excluyentes y, de hecho, deben ir juntas, pero, como la libertad absoluta no es posible en ninguna sociedad, sí es importante saber en cuál de ellas se hace hincapié. El respeto a la libertad ajena parece más garantizado en la segunda versión; en la primera nos acercamos más al anarcocapitalismo en el que el deseo del individuo tiene primacía sobre el bienestar de los demás.

Hace años una mujer muy joven me dijo –no recuerdo del contexto más que estaba cenando con un grupo de personas en Senegal, a donde fui como intérprete voluntario para Amnistía Internacional–: «Ah, hacerse mayor es esto: saber lo que quieres». En aquel momento perdí la oportunidad de responderle que no, que hacerse mayor, en el mejor de los casos, es saber lo que no quieres y no hacerlo.

Tres mil personas han acampado en Mont-Roig, entre ellas muchos agricultores, para protestar por la construcción de una fábrica coreana de componentes para baterías eléctricas que consumirá ingentes cantidades de agua. Greenpeace ha lanzado una campaña para impedir que se instale un nuevo Guggenheim en la reserva natural de Urdaibai. Decenas de vecinos se reúnen en Viso del Marqués para protestar por las alambradas y las zanjas que impiden el paso por caminos de titularidad pública, en parajes dedicados a la caza y a olivares (de uso privado).

Cada semana leo noticias como estas, en las que, a pesar de las características peculiares de cada lugar y situación, tienen en común el menosprecio a los intereses públicos y el apoyo a los de empresas privadas.

Anoche, Edurne y yo participamos en el club de lectura de Vino a por letras, una librería de Getafe, que llevan Cristina y Silvia con un entusiasmo impresionante. Durante la conversación, sale el tema del uso de la violencia y de cómo, en cada época, se cuestiona siempre la violencia de quien se rebela contra una situación injusta, y no la de quien impone esta. Las instituciones –estatales, eclesiásticas, militares, policiales– tienden a condenar la primera y justificar la segunda. O, cuando también condenan esta, suelen usar el argumento de que toda acción para resolverla debe realizarse dentro de la ley. Afirmación que soslaya el problema de que a menudo la ley es injusta y tiene de entrada un sesgo que favorece al poder.

También porque las leyes se cambian e interpretan a conveniencia desde las distintas instancias del poder: por ejemplo, para la construcción del nuevo Guggenheim se modifican las normativas de protección medioambiental que podrían impedir su construcción; los ayuntamientos rebajan la protección de edificios y barrios si les conviene apoyar una iniciativa inmobiliaria; se redactan leyes ad hoc para reprimir protestas ciudadanas.

Teresa, una mujer mayor participante en el club de lectura, recordaba que las luchas obreras de su juventud se realizaron desde fuera de la legalidad –«del sistema»– y que solo así fueron posible importantes avances. Siempre me viene a la cabeza Esperanza Aguirre diciendo a los movimientos de protesta salidos del 15-M que se organizasen políticamente y actuasen dentro de las normas, mientras su partido retorcía e infringía todas las leyes habidas y por haber. El marco de la ley, ese corsé que solo se aplica de verdad a los indefensos, mientras que los grupos poderosos abusan de él, pagan a prestigiosos abogados para defender lo indefendible, se ayudan entre sí, con la complicidad de jueces y policías, para salir indemnes de sus chanchullos.

Además, ¿cómo podemos pensar hoy en la legalidad mientras asistimos cada día a masacres y violaciones masivas de las leyes internacionales sin que sus responsables apenas sufran represalias?

¿Y cuál es la alternativa?, podría decirme alguien. Con la ley de la jungla las injusticias serían aún mayores; aunque muchas leyes sean injustas o se usen de forma injusta, son el único marco protector que tenemos. Y si justificamos la desobediencia civil, hay que tener en cuenta que quienes están mejor situados para aplicarla son precisamente los poderosos. Los escraches que pretendían avergonzar a los políticos más desalmados acabaron por aplicarse con mayor eficacia –y disfrutando de mayor tolerancia– a quienes pretendían sacudir el statu quo.

¿Cuál es la alternativa? Y yo qué sé cuál es la alternativa. Pero recuerdo ahora la frase de Emil Cioran, quien decía que había que «evitar a toda costa que quienes tienen buena conciencia vivan y mueran en paz».

8 de mayo

En un autobús a las seis de la mañana en Salamanca. Hace un rato, en la estación, un hombre sentado en un banco, probablemente una persona sin hogar, me recuerda a otro que vimos Edurne y yo en el metro de París. Viajaba en nuestro vagón y despedía un olor tan brutal que quien iba subiéndose inmediatamente hacía un gesto de repugnancia y se apresuraba a llegar al extremo opuesto. Algunos se reían. A Edurne se le saltaban las lágrimas, imaginando –sintiendo– cómo sería la vida de aquel hombre, ese estado terrorífico de la soledad absoluta. Y cómo habría llegado ahí.

A veces se nos olvida que todos podríamos ser ese hombre. Lo digo sin sentimentalismo ni –aunque odio esta palabra– buenismo. A veces bastaría un pequeño quiebro en nuestras vidas, un desarreglo en nuestra manera de estar en el mundo, para empujarnos por una pendiente que nos llevaría a lugares insospechados. A menudo pensamos no ya que merecemos lo que tenemos –hemos trabajado y luchado tanto– sino también que tenemos menos de lo que merecemos. Y desde luego que nunca podríamos estar en la situación de aquel hombre.

(A mí a veces, no sé por qué, me asalta la fantasía de ser precisamente un hombre como ese. De haber perdido pie, roto cualquier contacto y cualquier vínculo. Desde mi vida protegida, esa fantasía tiene algo tranquilizador: dejar de correr, de esforzarme, de pretender. Pero sí, sé que es una fantasía que deja de lado la devastación interior que va de la mano con la situación).

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