Nuestra cómoda lejanía del este
Ni Ucrania ni Occidente pueden asumir que una invasión se convierta en fuente de derecho internacional.

La fotografía de Donald Trump y Volodimir Zelenski, sentados frente a frente en la basílica de San Pedro, dio la vuelta al mundo en un segundo. Parecía la imagen de un sacerdote confesor con un pecador que pide consuelo e indulgencia. Incluso, misericordia. Ocurría en los minutos previos al funeral por el papa Francisco, y no podía haberse producido esa breve reunión en un momento más adecuado, si de lo que se trataba era de implorar la paz en Ucrania.
El propio Papa fallecido hizo esa petición por la paz desde que Rusia invadió Ucrania, pero centrando su petición en la ausencia de guerra, mucho más que en la necesaria exigencia de una paz justa. Y no habrá paz justa si Putin se queda con lo que ha robado a sangre y fuego, y consigue que Estados Unidos se lo conceda. Por desgracia, ese parece ser el plan de Donald Trump, que pide (exige) a Zelenski que reconozca formalmente que la península de Crimea –ocupada por Putin en 2014– es territorio ruso y que asuma con naturalidad la pérdida de todos los territorios del este de Ucrania que están bajo el control del Ejército ruso.
Si aceptamos que el mundo es como es y no como nos gustaría que fuera, es una evidencia que, a día de hoy, no resulta creíble la opción de que Ucrania pueda recuperar las regiones invadidas. Pero la realpolitik solo obliga a aceptar la realidad, no a firmarla en un documento. Explicado con otras palabras: se puede pedir a Zelenski que acepte un alto el fuego que detenga los combates en la línea del frente existente en este momento, pero ni Ucrania ni Occidente pueden asumir que, bien entrado el siglo XXI, una invasión propia de la primera mitad del siglo XX se convierta en fuente de derecho internacional y permita cambiar las fronteras.
A la espera de saber cómo se sustancian estos debates, en Finlandia han saltado las alarmas. Tiene más de mil kilómetros de frontera con Rusia, y Putin ha dado orden de ampliar sus bases militares en esa zona, para destinar allí a decenas de miles de soldados en los próximos años.
La república báltica de Lituania ha decidido fortificar su frontera con Bielorrusia, en la zona que linda con el conocido como corredor de Suwalki, una estrecha franja de cien kilómetros que aísla al exclave ruso de Kaliningrado, y que es considerado por la OTAN como su talón de Aquiles, ante la latente amenaza rusa. Polonia lo avisa desde hace años, con un éxito limitado.
Otra república báltica, Estonia, vive atemorizada ante la posibilidad de ver un día a los tanques del Kremlin atravesar su frontera norte, zona con un amplio sector de población de origen ruso.
Algunos, en el extremo oeste de Europa, prefieren mirar con comodidad para otro lado, porque estamos lejos.