La noche de la basura: cuando el costumbrismo ya no es costumbre
Crítica de la obra La noche de la basura, de Beto Gianola. Con Rodolsfo Ranni y Graciela Pal.

Libro: Beto Gianola. Adaptación: Aníbal Litvin y Rodolfo Ranni. Dirección: R. Ranni. Intérpretes: Graciela Pal y Rodolfo Ranni. Vestuario: Débora Teplitzki. Luces: Leo Muñoz. Coordinación general de producción: Nelson Santacruz. Producción general: Giuliano Bacchi. Sala: Metropolitan (Corrientes 1343). Funciones: viernes, a las 20.15. Duración: 75 minutos. Nuestra opinión: regular.
Escrita por el actor Beto Gianola, desde su estreno en 1977, La noche de la basura fue llevada a escena muchas veces, con distintas parejas de intérpretes. La primera fue Carlos Carella y Myriam de Urquijo, dirigidos por Ernesto Bianco. También su autor la protagonizó, acompañado por Aída Luz primero y por Iris Alonso después, además de dirigirla hasta su muerte en 1981. Pero la convocatoria de este título continuó -por ejemplo, con Ricardo Lavié y Noemí Laserre- con cierta periodicidad, más o menos como sucede con El gran deschave, de Sergio De Cecco y Armando Chulak, una obra de la misma época (1975) sobre lo no dicho y escondido durante la vida matrimonial.
Esta vez la obra vuelve con dos figuras muy conocidas y queridas por el público como Graciela Pal y Rodolfo Ranni, quien ya la había hecho hace doce años con Ana Acosta y dirección de Carlos Evaristo, rol que en esta ocasión asume el actor, además de la adaptación junto con Aníbal Litvin. El plan trazado es cumplir unas pocas funciones en calle Corrientes para después salir de gira por el país, apropiada idea para esta “muy trasladable” obra de dos personajes y escenografía sin mayores dificultades: una cama matrimonial, dos mesitas de luz con teléfono fijo, mesa y dos sillas y un biombo. El fondo negro, la iluminación plana (solo cambia una vez, cuando la luz cae en cada uno para crear clima de monólogo interior, ambos muy breves) corroboran, incluso acrecientan, el desasosiego que generan, a pesar suyo tal vez, estos personajes infelices. Y valga el “tal vez” porque la intención -declarada por el mismo Ranni- es provocar comicidad, un objetivo que puede complicarse cuando los códigos sociales, los lugares comunes, las referencias cambiaron, en especial en los últimos veinte años.
María, ama de casa, y José, carpintero, tienen un único hijo, Oscar, que acaba de casarse. Entramos a esta situación en el momento en que los padres regresan de la fiesta de casamiento de “Oscarcito” y comienzan a comentar detalles de la gran ceremonia pagada por la adinerada familia de la novia, mientras se cambian de ropa: José se pone el pijama sentado en la cama mientras la virginal María lo hace detrás del biombo. Desvelados y a la espera de que el hijo llame por teléfono para avisar que el avión había llegado sin inconvenientes, el matrimonio mantiene una larga y accidentada conversación en la que, por primera vez en decenas de años, sacarán a la luz opiniones y sentimientos guardados.
“Nunca hablamos de nosotros”, dice José. Sin dar detalles, los trapitos sucios ventilados, los reproches, las frustraciones y la insatisfacción vital señalan sin titubeos a la sexualidad, los cuernos, el dinero. El modelo matrimonial tradicional que esta pareja representa fue el mayoritario durante mucho tiempo y, por supuesto, en aquellos años 70, cuando la obra se estrenó. Mostrar ese otro lado, aún entre risas y con un final conciliador, tenía un poder revelador que la Historia (léase la acción de las mujeres) ya ha desactivado.
La noche de la basura requiere una adaptación más profunda que incrustar un celular entre los personajes. Al no estar integrado, no hace más que poner blanco sobre negro su carácter extemporáneo entre el álbum de fotos papel, el biombo y la poco convincente información que tienen sobre ellos. Y, en cualquier caso, si después de tanto tiempo, por fin, se sinceran, los cuerpos de estos personajes no están al límite. Pal y Ranni tienen todo el profesionalismo como para sostener esta obra pero sus gestos y movimientos no acompañan, no dicen, la tensión de las palabras que se confiesan: María lloriquea (la vemos con su pañuelito) y José levanta un poco la voz pero no explotan, como si el hastío ya se los hubiera devorado. Y el, tal vez, bienintencionado final de los setenta hoy huele a derrota más que a esperanza.