Gauguin, un espíritu salvaje: desgracias, penurias económicas y una vida promiscua que lo enfrentó con la justicia
El pintor, que tuvo una atribulada amistad con Van Gogh, se quitó la vida un día como hoy, antes de cumplir 55 años, en las Islas Marquesas donde está su tumba

“La pintura es una forma de escapar de la realidad”, solía decir Paul Gauguin, y su vida fue una constante evasión de un mundo que lo oprimía, del que solo podía huir con sus pinceles. Para él, la vida era demasiado corta para no seguir sus propios sueños… y, sin embargo, fue él mismo quien puso fin a sus días con una sobredosis de morfina, un 8 de mayo de 1903, poco antes de cumplir 55 años.
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Gauguin hablaba perfectamente castellano, lengua que había aprendido durante su infancia en Perú. Era pariente de Pío Tristán, el general español amigo de Manuel Belgrano, a quien éste último había derrotado en Salta. En un gesto de magnanimidad propia del creador de nuestra bandera, Tristán fue liberado junto a sus soldados, bajo el juramento de no tomar las armas contra los criollos (promesa que no todos cumplieron). El general realista era tío de la abuela de Gauguin, Flora Tristán, una célebre luchadora por los derechos de la mujer, que algunos señalaban como hija natural de Simón Bolívar (dato discutido pero asiduamente citado).
De joven, Paul estudió en la escuela naval y durante tres años surcó los mares hasta que volvió a París, donde comenzó a trabajar como agente de bolsa. Casado, padre de cinco hijos y con un buen pasar, todo hacía pensar que sería otro burgués adinerado en la Francia de fines del siglo XIX, que solo desataba su vena artística los fines de semana pintando junto a Camille Pissarro.
Cuando las bolsas del mundo colapsaron en 1882, llegó a un abrupto final su carrera en el mundo de las finanzas. Aunque por un tiempo intentó recuperar su posición económica, la veta artística triunfó.
Su esposa e hijos se fueron a vivir a Dinamarca, mientras Gauguin corría tras sus sueños, inmerso en la bohemia parisina. Allí conoció a los impresionistas y grupos relacionados, mientras buscaba su propio estilo.
Es por todos conocida la tortuosa relación con Van Gogh, aunque existen distintas versiones del episodio que terminó con la oreja cercenada del holandés y la huida de Gauguin.
No todos saben que, tras ese episodio, Van Gogh y Gauguin mantuvieron una relación epistolar, y el holandés expresó en más de una oportunidad su admiración por la obra de Gauguin, quien también cultivó una amistad con Edgar Degas.
Este alababa el estilo provocador del joven artista. Su admiración no solo se limitó a defender su obra, sino que también la promovió entre los marchands más importantes de París.
A pesar de este reconocimiento, nada lo retenía a Gauguin en Europa, cuyos aires le resultaban cada día más irrespirables. Viajó a Panamá y a Martinica; vivió en una choza donde pintaba obras con los colores estridentes del Caribe.
Volvió a Francia y, hacia 1890, subastó sus pinturas a fin de juntar fondos para establecerse en Tahití, huyendo –según sus propias palabras– de “todo lo que es artificial y convencional”.
En Papeete, vivió entre los nativos y retrató a sus mujeres en obras como Cerca del Mar y Oriana María. De estos años datan las pinturas más notables del artista, que coincidieron con el comienzo de su declinación física, producto de la sífilis que hacía estragos en su cuerpo.
Volvió a París convertido en un personaje exótico que usaba prendas polinesias y exponía los cuadros que había pintado en Tahití. Van Gogh, al verlos, quedó extasiado: “Estas obras están pintadas con su sexo”, dijo.
Los conflictos con sus colegas y los constantes reclamos económicos de su exesposa lo empujaron a volver a la Polinesia, donde se involucró en la política local, al tiempo que su salud se deterioraba tan rápidamente como su economía.
Tras llegar a un nuevo acuerdo con su marchand en París, decidió cumplir su sueño de vivir en las Islas Marquesas, más precisamente en Atuona, en la isla de Hiva’Oa. Allí construyó su Casa del Placer, con un dintel tallado en madera que decía: “Enamorados, seréis felices”. Y quizás lo fue… por un tiempo.
Su convivencia con adolescentes provocó la recriminación del obispo local, a quien Gauguin trató de hipócrita y promiscuo. No solo se enemistó con el representante de la Iglesia, sino que encabezó reclamos contra los impuestos coloniales, que se rehusaba a pagar.
Sus problemas no terminaban allí: las úlceras en sus piernas, que no cicatrizaban, le causaban dolores insoportables y lo empujaron hacia la morfina.
Entonces comenzó a escribir sus memorias, llamadas Antes y después, donde reflexionaba sobre su ajetreada existencia : “Nadie es bueno, nadie es malo… Es tan pequeña la vida del hombre, y aún hay tiempo para lograr grandes cosas”.
Las denuncias de corrupción a las autoridades que Gauguin publicaba en los diarios locales le valieron un juicio por difamación. Fue condenado a pagar 500 francos y a tres meses de prisión.
El 8 de mayo de 1903, su cuerpo fue encontrado sin vida. Una sobredosis de morfina le ocasionó un trastorno cardíaco. Días antes, le había escrito a su amigo Daniel de Monfreid una carta relatando sus desgracias, las penurias económicas, el enfrentamiento con la justicia y lo que creía su final ineludible: “Toda mi vida se dirá que estoy condenado a ver, levantarme y volver a tropezar, aunque toda mi vieja energía se cae cada día, estas preocupaciones me están matando”.
Su cuerpo fue sepultado al día siguiente en el pequeño cementerio católico de Atuona, donde aún descansa entre la selva y el mar.