Un viejo transistor Sanyo y un reencuentro: crónica de un apagón
Por escasos cinco minutos, Pablo se libró ayer de quedarse atrapado en el ascensor de su edificio. Llegó al segundo piso y, poco después, se produjo el apagón . Estuvo incomunicado casi doce horas. Su móvil no tenía señal, pero recordó que, en una repisa del salón, estaba el viejo transistor de su abuelo . Un Sanyo que, al acumular varias caídas, ya no funcionaba muy bien pero, tras un cambio de pilas y constantes juegos de antena, le permitió seguir la última hora a través de las ondas. Primero, como muchos, pensó que la afectación se limitaba a su edificio. Decidió entonces asomarse por la ventana, y comprobó que los semáforos tampoco funcionaban. Tras los primeros minutos de desconcierto, consultó su teléfono. «Sin servicio», rezaba la pantalla. Fue entonces cuando el viejo transistor vino a su cabeza. Las primeras informaciones eran confusas, sobre todo, porque desde las administraciones hubo otro apagón, el de no comparecer hasta pasadas varias horas y remitir a los «canales oficiales» cuando la población no tenía acceso a ellos. En el caso de Cataluña , además, las tres primeras intervenciones se limitaron a una comparecencia de la consejera de Interior, que no aceptó preguntas. En su primera salida a la calle tras la caída generalizada del suministro, Pablo acudió a un colmado cercano. « Pilas, radios y velas , ya no quedaba nada», recuerda ahora. Fue uno de los afortunados que consiguió hacerse con algunas de las últimas, aunque de las más pequeñas, porque ya no había otras. Su segunda escapada fue a una tienda de alimentación, no sin antes dejar una nota para su mujer, Alba. «Bajo al supermercado, ahora vuelvo», rezaba. Así, fue plasmando cada movimiento en una libreta, con rotulador azul, por si ella volvía, para que supiese que todo estaba bien. No consiguieron comunicarse en todo el día, hasta que se reencontraron en casa diez horas después de su último mensaje. Lo hicieron con un abrazo y alguna que otra lágrima. Él estaba tranquilo, ella, no tanto. Pablo tenía ya las velas encendidas, y le enseñó el acopio de conservas que pudo hacer: de bonito del norte a unas apetitosas alcachofas. También pan. Su jornada acabó con una cena a la luz de las velas, pegados al transistor Sanyo . El suministro no volvió a su piso, en el barrio barcelonés de Sants, hasta pasadas las dos de la madrugada.
Por escasos cinco minutos, Pablo se libró ayer de quedarse atrapado en el ascensor de su edificio. Llegó al segundo piso y, poco después, se produjo el apagón . Estuvo incomunicado casi doce horas. Su móvil no tenía señal, pero recordó que, en una repisa del salón, estaba el viejo transistor de su abuelo . Un Sanyo que, al acumular varias caídas, ya no funcionaba muy bien pero, tras un cambio de pilas y constantes juegos de antena, le permitió seguir la última hora a través de las ondas. Primero, como muchos, pensó que la afectación se limitaba a su edificio. Decidió entonces asomarse por la ventana, y comprobó que los semáforos tampoco funcionaban. Tras los primeros minutos de desconcierto, consultó su teléfono. «Sin servicio», rezaba la pantalla. Fue entonces cuando el viejo transistor vino a su cabeza. Las primeras informaciones eran confusas, sobre todo, porque desde las administraciones hubo otro apagón, el de no comparecer hasta pasadas varias horas y remitir a los «canales oficiales» cuando la población no tenía acceso a ellos. En el caso de Cataluña , además, las tres primeras intervenciones se limitaron a una comparecencia de la consejera de Interior, que no aceptó preguntas. En su primera salida a la calle tras la caída generalizada del suministro, Pablo acudió a un colmado cercano. « Pilas, radios y velas , ya no quedaba nada», recuerda ahora. Fue uno de los afortunados que consiguió hacerse con algunas de las últimas, aunque de las más pequeñas, porque ya no había otras. Su segunda escapada fue a una tienda de alimentación, no sin antes dejar una nota para su mujer, Alba. «Bajo al supermercado, ahora vuelvo», rezaba. Así, fue plasmando cada movimiento en una libreta, con rotulador azul, por si ella volvía, para que supiese que todo estaba bien. No consiguieron comunicarse en todo el día, hasta que se reencontraron en casa diez horas después de su último mensaje. Lo hicieron con un abrazo y alguna que otra lágrima. Él estaba tranquilo, ella, no tanto. Pablo tenía ya las velas encendidas, y le enseñó el acopio de conservas que pudo hacer: de bonito del norte a unas apetitosas alcachofas. También pan. Su jornada acabó con una cena a la luz de las velas, pegados al transistor Sanyo . El suministro no volvió a su piso, en el barrio barcelonés de Sants, hasta pasadas las dos de la madrugada.
Publicaciones Relacionadas