Los otros aranceles: los españoles soportan más de 200 impuestos, tasas y gravámenes

Los impuestos en España generan confusión y disparidad. Son usados para afrontar el pago de nóminas, el gasto corriente o la multitud de subvenciones

May 4, 2025 - 05:44
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Los otros aranceles: los españoles soportan más de 200 impuestos, tasas y gravámenes

En España hay que pagar impuestos por todo o casi todo para satisfacer las necesidades de unas Administraciones Públicas sobredimensionadas y de un gasto que no cesa de crecer. Los partidos que gobiernan no paran de aumentar el ‘sudoku’ impositivo inventando nuevas tributaciones. Este sector público, sin ajuste alguno ni siquiera en los peores momentos de crisis económica, resulta muy caro a los contribuyentes a los que someten a tributaciones en muchos casos ‘silenciosas’ para que pasen desapercibidas electoralmente.

Se trata de un puzzle que oculta una inflación de impuestos, tasas, precios públicos, gravámenes presuntamente temporales, contribuciones especiales y recargos que en muchos casos, como está sucediendo con la guerra arancelaria (alza de los impuestos a las importaciones) iniciada por Trump, entorpece la competitividad, desalienta la inversión y la actividad económica, perjudica al empleo (privado), penaliza a las rentas más bajas y produce distorsiones en el sistema tributario porque no pagan más los que más ganan sino los que más declaran o quienes están obligados a ello (rentas de trabajo en particular). Muchos de ellos se han creado apresuradamente, sobre todo en las comunidades autónomas y en los ayuntamientos y también en el Estado (a las eléctricas, los bancos o el Impuesto de Solidaridad) y no existen en otros países de nuestro entorno. 

La voracidad fiscal parece infinita para afrontar el permanente engrosamiento de las partidas presupuestarias, sobre todo las relacionadas con el pago de nóminas, el gasto corriente o las subvenciones sin fondo, que no generan actividad económica. La cifra real de esta tributación es elevada: supera con creces las 200 figuras. Muchas de ellas son replicadas por las Administraciones, aunque con tipos y tarifas distintas que generan desigualdad tributaria. De los casi 673.000 millones ingresados por el conjunto de las Administraciones en 2024, incluidas las cotizaciones a la Seguridad Social (210.000 millones) y el resto de recursos (81.000 millones), la recaudación por impuestos fue de 381.436 millones en 2024, según los datos de liquidación de Hacienda. La Administración Central obtuvo una recaudación de unos 238.400 millones; 99.200 millones correspondieron a las autonomías y casi 44.000 millones a la Administración Local. España registra el mayor esfuerzo fiscal (aumento de la presión) de la OCDE en los últimos seis años.

En todo caso, los impuestos en España generan confusión y disparidad. Por ejemplo, la tributación no es progresiva en la mayoría de ellos. Así, sea cual fueren los ingresos, se paga un 21% por IVA en productos tan básicos como la luz. En otros casos, como en el IRPF, se concetra en las nóminas mientras que los políticos se han aprobado una norma que les posibilita no tener que tributar por casi un tercio de los ingresos que obtienen en los parlamentos nacionales y autonómicos (indemnizaciones por razón del servicio) así como de los plenos municipales mientras que a la viviendas no habituales se les endosa una renta anual presunta (que llega al 2% de su valor) que no se aplica a otros activos como la tenencia de acciones.

Además, el Impuesto sobre el Patrimonio puede afectar a la vez a varias tributaciones, es decir, a los rendimientos del IRPF, al IBI y a la imputación de segundas viviendas y también al nuevo Impuesto de Solidaridad. Cada Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) o el de Actividades Económicas, que aplican los ayuntamientos (y algunas CCAA), tiene un tipo distinto según la gobernanza y las necesidades recaudatorias de cada municipio. Es decir, puede ser más elevado que el del pueblo de al lado convirtiéndose en un auténtico arancel para cualquier actividad perjudicando también a los contribuyentes locales. El IBI, que grava la titularidad de los bienes inmuebles, es el único tributo cuya recaudación nunca ha decrecido, ni siquiera cuando la economía se desangraba por todos los costados en la doble recesión de 2013 ni en la pandemia del Covid en 2019 cuando el Gobierno impidió por decreto la utilización de segundas viviendas.

Lo mismo sucedió en ese año con el Impuesto sobre Tracción Mecánica, que grava la tenencia de vehículos de motor, cuando no se podían utilizar. Mientras, las autonomías no cesan en ingeniar nuevos impuestos (sólo Madrid renunció a su propia tributación en 2021) y también sus tarifas son distintas respecto a la región de al lado configurando una competencia ‘arancelaria’ desleal, además de la inseguridad jurídica, a la hora de que muchas empresas tomen decisiones inversoras o para ubicar la producción. 

Todo tiene carga fiscal

Todo lo imaginable, e incluso algo más, tiene carga fiscal: las rentas de trabajo, de capital, las importaciones, la producción y todo el consumo, el patrimonio, las viviendas, la luz, el coche, los seguros, los viajes, la nueva ecología, el medio ambiente y mucho más. Hay que pagar impuestos incluso por morirse: los herederos han de satisfacer la tributación de los funerales, la incineración o el enterramiento y la tasa de los cementerios. Ya no saben las Administraciones dónde rascar más ingresos más cuando aparecen nuevas exigencias de gasto como el de defensa mientras se acumulan miles de partidas superfluas en los presupuestos.

 A nivel estatal hay más de medio centenar de figuras tributarias incluyendo las cedidas a las autonomías. La lista es eterna. Los  más importantes son el IRPF (el 87% de las rentas declaradas son de trabajo), el IVA, Sociedades, Sucesiones y Donaciones, Patrimonio, sobre las energéticas y entidades de crédito, alcohol, cerveza, labores de tabaco, hidrocarburos, electricidad, carbón, envases de plástico, gases fluorados, tráfico exterior, seguros, transacciones financieras, actividades del juego o, entre otros, sobre las transmisiones patrimoniales intervivos, expedición de DNI y pasaportes, competencia, acreditación catastral, juego, telecomunicaciones, dominio eléctrico, derechos de examen, avales y seguros financieros o conciertos sanitarios. 

Además, las regiones han configurado más de 70 impuestos propios: desde el uso y consumo de agua; juego del bingo; protección civil; establecimientos comerciales; emisiones de todo tipo (hasta industriales, aviones y de vehículos) y medio ambiente; bebidas azucaradas; instalaciones; bolsas de plástico; cotos de caza y aprovechamiento cinegético; establecimientos turísticos; tierras o fincas infrautilizadas; o inmuebles en abandono.

La inmensa madeja tributaria

Ningún país occidental tiene tantos impuestos locales. La madeja tributaria se eterniza. Todos los ayuntamientos tienen tres impuestos obligatorios (IBI, Actividades Económicas y de Tracción Mecánica de Vehículos) y varios potestativos como, por ejemplo, el Impuesto sobre el Incremento del Valor de los Terrenos (plusvalías) o el de Construcciones, Instalaciones y Obras (ICIO).

A partir de aquí comienza la ‘marabunta’ impositiva: por las bodas civiles en sábado o en otros días; la descarga y explotación de suministros de todo tipo (incluso telefonía  móvil);distribución de las compras del comercio electrónico; servicios de protección civil; cajeros automáticos; animales de compañía (mascotas), salvajes y en cautividad; instalación de vallas o andamios; terrazas, sillas y mesas; licencias de todo tipo (en particular todas las urbanísticas y de taxis) y certificaciones; puntos de suministro o de evacuación de agua; vados y pasos de acera de los vehículos al garaje particular; extinción de incendios y salvamentos; recogida de basuras y residuos; alcantarillado; mercados y rastrillos; zonas azules y verdes de aparcamiento; servicios culturales; uso de galerías; servicios de cementerios y funerarios y conducción de cadáveres; alumbrado; reproducción de documentos, planos, informes o estudios; acciones publicitarias; pabellones; salas culturales; canchas deportivas y piscinas; celebración de espectáculos; permisos de amas de aire comprimido; bastanteo de poderes; rodajes y reportajes; retiradas de coches; cursos de docencia; puestos y barracones; venta ambulante; quioscos; mercancías; paradas de taxis; arrastre de vehículos de tracción animal; museos, exposiciones y visitas al Ayuntamiento; o control sanitario.

Y hay también todo un catálogo de contribuciones especiales para las empresas constructoras, que luego repercuten al comprador de las viviendas, en nuevas edificaciones. Por ejemplo, deben abonar al ayuntamiento al menos el 90% de los costes (mientras la entidad cobra el IBI y otros impuestos) por la urbanización y la apertura de nuevas calles y plazas, la configuración de aceras, pavimentación, renovación y sustituciones de redes de agua, alcantarillado, desagüe, alumbrado, ensanchamiento, bocas de riego, o incluso la construcción de embalses, canales, depuradoras, plantación de árboles, o la creación de jardines y de parques. 

Se trata de demasiados impuestos (y gasto) que encorsetan al ciudadano y a las actividades económicas mientras que el PIB depende cada vez más del intervencionismo del sector público.