El negociado verde
La obra que nos ocupa tratar de aclarar, Nanna o el alma de las plantas, tiene esta fecha de publicación. Fue también el año en el cual Lord Rosse (1800-1867) dio nombre a uno de los fenómenos celestes más destacados, el primero del Catalogo Messier, M1, la Nebulosa del Cangrejo, producto de la explosión de... Leer más La entrada El negociado verde aparece primero en Zenda.

1848 fue un año de espectros, al menos para Alemania, que aún no existía siquiera como lo que hoy denominamos y sufrimos como tal. Al otro lado del Atlántico fue el año del comienzo de la “fiebre del oro” en California. En el entorno político europeo se dio el disparo de salida para las conocidas como “revoluciones liberales”, que prolongaban, con ciertos reajustes, la onda principal de la iniciada en París en 1789, eclosión radical sobre la que escribió Sir Lewis Namier (1888-1960) bajo el epígrafe “la revolución de los intelectuales”. El manifiesto comunista de Marx (1818-1883) y Engels (1820-1895) fue contemporáneo del establecimiento del concepto de “cero absoluto” (-273 grados Celsius) por Lord Kelvin (1824-1907): ese “no lugar”, sin duda de hechura abisal, donde cesan los movimientos moleculares.
Nanna es el nombre de la diosa nórdica de las flores, esposa de Balder: dios de la paz y de la luz. La palabra española “nana”, del italiano “nanna”, utilizada para denominar el arrullo musical utilizado desde tiempos inmemoriales para adormecer a los niños, es una onomatopeya. Incluso en náhuatl la palabra tiene las acepciones de madre, nodriza o abuela. Es preciso que el lector tenga en cuenta esto desde el principio, el criterio arquetípico y numinoso. Estamos bajo el manto de Inanna, la diosa suprema de acadios, babilonios y asirios.
Antes de meternos a fondo con el asunto, a medio siglo en el futuro de la publicación de Nanna, echemos un vistazo a la serie de aproximadamente 250 pinturas al óleo realizadas por Claude Monet (1840-1926) durante las ultimas tres décadas de su vida. Estos cuadros representan su jardín de flores, en particular su estanque de nenúfares. Monet pintó desde 1890 una y otra vez estas plantas, configurando una peculiar obra plena de luz y efectos cromáticos sin parangón en la historia de la pintura. El agua, la luz, las flores, las hojas… Estas plantas eran veneradas en el antiguo Egipto y su forma estaba presente en su arquitectura. Pertenecen al género de las Nymphaea y se desarrollan a partir de un rizoma. Las ninfas, en la mitología griega, son deidades menores femeninas asociadas a lugares naturales concretos y dotadas de una edad prolongada. Hesíodo señala: “A diez fénix hacemos viejos nosotras, las ninfas de hermosos bucles, hijas de Zeus que empuña la égida”.
Gustav Theodor Fechner (1801-1887) fue uno de los fundadores de la psicología experimental, junto con Wilhelm Wundt (1832-1920) y Hermann von Helmholtz (1821-1894). Es conocido por ser el fundador de la psicofísica, que defendía la aplicación rigurosa de los métodos cuantitativos a la medición de las sensaciones. Es, pues, un destacado representante del positivismo, que se impondría en casi todas las disciplinas durante el siglo XIX. Y sin embargo fue también un místico.
En el otoño de 1843, Fechner “percibió en el jardín de su casa un fulgor que emanaba del interior de las flores, y tuvo la sensación de que entraba en contacto con la consciencia de todas las plantas que lo rodeaban”.
Estamos lejos aún de la aparición de la primera edición de El origen de las especies (1859) o de El poder del movimiento en las plantas (1880), también de Charles Darwin (1809-1882), distantes de los trabajos pioneros en genética de Mendel (1822-1884), realizados con vegetales. En 1791 publicó Erasmus Darwin (1731-1802) su libro The Botanic Garden, obra compuesta por dos poemas que alcanzó amplia difusión y donde no se dudada en antropomorfizar a las plantas y ensalzar el parentesco entre humanos y vegetales. El marco teórico y los recursos expresivos, pues, tanto científicos como filosóficos de Fechner, nos son poco familiares. Se vivía bajo la sombra de Linneo (1707-1778), y en verso.
La concepción del mundo de Fechner es panteísta a pesar de trabajar en un marco materialista y fragmentario. Ese panteísmo de aplanamiento ontológico, procedente en parte de Spinoza (1632-1677), poco o nada tiene que ver con el hindú o el vinculado a otras variantes de “paganismo”. Su mundo es un mundo, como hemos señalado anteriormente, sin nociones evolucionistas darwinianas ni genético-mendelianas. Es un mundo también anterior a la fotografía y la electricidad.
El autor que nos solicita para escuchar el susurro de las flores, contemporáneo de la agitación mundana de su tiempo, trata por todos los medios de atribuir a las plantas, al reino vegetal, sensaciones. El obstáculo básico para esto es la ausencia de sistema nervioso. Para él la ausencia de nervios no invita a deducir una falta de orden en las fuerzas que regulan a los vegetales. Y ya temprano señala que “en algunos animales inferiores, especialmente en los pólipos, cuya sensibilidad y movimiento voluntario nadie ha puesto hasta ahora en tela de juicio, tampoco se han llegado a descubrir nervios”.
Entre estos pólipos, e invito al lector que conserve su imagen en la memoria hasta que lleguemos al final del texto, se encuentra la hidra. Recordemos la Hidra de Lerna, hija de Tifón, con la que combatieron exitosamente Hércules y Yolao. Hera envió un cangrejo para distraer a Hércules en esta lucha cósmica y este lo pisoteó. La diosa recompensó su lealtad, situándolo en el cielo como una constelación, donde luego emergió procedente del espacio profundo, allá por el siglo XII AD, la nebulosa…
Ciertamente el hecho de que las plantas tengan alma, o carezcan de ella, cambia por completo la concepción que nos podamos hacer sobre la Naturaleza. Otra cuestión es hasta qué punto se puede concebir una constitución psíquica similar entre las plantas, los animales y nosotros mismos. El cuerpo de la planta no hay duda que es sensible a multitud de vibraciones, como señala en su interesante introducción Paco Calvo. Pero yo mismo, bajo la influencia de un alucinógeno, descubrí que las rocas son intensamente plásticas, respiran y devienen sobremanera afectuosas. Y no hablemos de los hongos o de los cactos…
No vamos a sustituir la lectura del libro por una exposición pormenorizada de sus tesis, a mi modesto juicio erróneas, fundamentalmente porque el alma no puede ser reducida a la estructura psicofísica de los organismos, pero vamos a tratar de transmitir una impresión general con unas cuantas citas directas de la posición asumida por su autor. Fechner nunca llega a rozar lo feérico, esa zona crepuscular que se abre al Misterio y de la que tenemos noticias desde tiempos inmemoriales a través del folclore de innumerables pueblos, a pesar de expresarse con un cierto lirismo de fondo. Los límites, no ya del lenguaje sino de las prácticas científicas de su tiempo, lo hacían imposible. Fechner era ateo e hijo de clérigo, una combinación genealógica que habla mucho más de lo que desearían los defensores de los desvaríos de la Modernidad. Comencemos:
“¿Se resisten las manifestaciones de la vida vegetal a una interpretación psíquica debido a su propia naturaleza? ¿Por qué no debería haber, además de almas que corren, gritan y se alimentan, almas que florezcan en silencio, que perfumen el aire, que sacien su sed absorbiendo el rocío, que encuentren en el brote de los capullos su impulso vital y en el volverse hacia la luz la satisfacción de un anhelo superior?”
Aunque durante gran parte del texto se denigre explícitamente la vida animal para realzar la vegetal, finalmente se afirma que “la vida anímica de las plantas no pretende imitar la de los animales, sino complementarla”.
Las plantas están bien arraigadas en la tierra, y para ellas las fragancias son lo que para nosotros son las palabras. Las plantas no se guían por los ojos, ni por los oídos, sino por sensibles filamentos que extienden en todas direcciones. Las plantas, como los ciegos de Sábato, viven en una perpetua oscuridad. Y en algún lugar señala: “Podemos comparar las almas con las llamas porque, sin ellas, el mundo estaría a oscuras”.
Más: “La sensibilidad de las plantas no se extiende demasiado en el tiempo. No anticipa, no recuerda, ni reflexiona, sino que vive en el presente, recibiendo sensaciones y respondiendo a ellas. Tampoco parece que las plantas se hagan representaciones mediante imágenes definidas. Es cierto que, si nos limitamos a rescatar unas pocas huellas de la sensibilidad de las plantas, apenas quedará rastro de los más poderosos y bellos argumentos a favor de la existencia de su alma”.
La cuestión de la libertad, tan cara al pensamiento alemán, que ha hecho a lo largo del decurso histórico los esfuerzos más alambicados para distorsionarla o suprimirla, anima estas dos citas:
“Es posible que toda la actividad subterránea de las plantas constituya, por decirlo de algún modo, una base oscura y sin consciencia para las sensaciones claras que se vinculan a su crecimiento sobre la superficie, de la misma manera que nosotros asumimos la existencia de zonas de luz y de sombra.”
Sin duda “las plantas buscan con ahínco sus condiciones de vida”, como Alemania, que por entonces “buscaba renacer”.
“Así, aun suponiendo que las plantas no sientan nada particular cuando sus raíces encuentran la cantidad justa de nutrientes, no hemos de excluir que, en ausencia de algo para satisfacer sus necesidades, lo sientan de inmediato como una carencia que deben cubrir.”
No es difícil asumir a un cierto nivel que “toda la naturaleza viviente está tocada por la vida divina” o que, como Fechner señala en un destello poético afortunado, “los animales son los instrumentos de cuerda, los vegetales de viento”, sensaciones igualmente resonantes y conectadas de manera melódica o armónica en una unidad psíquica. Un floreciente jardín de almas, en sus palabras.
Pero volvamos a la Hidra y a la ceguera… La vida de los pólipos es una vida anímica oscura que gira exclusivamente en torno a la satisfacción de sus deseos de la manera más rápida posible. Si a esto añadimos las consideraciones del padre de lo fáustico y los fáusticos, Goethe (1749-1832), no accidentalmente precursor destacado también de la nación germánica, con su consideración, aparentemente inofensiva, de que “ningún ser vivo es un ser individual sino una pluralidad”, nos encontramos con una situación inquietante.
Crecimiento, enredamiento, flexión, rotación, sueño, infancia renovada, cuerpo sin órganos… El sueño de una humanidad renovada y potencial recluida gozosamente en arcologías, tan similares, si se me perdona lo mal intencionado de la imagen, a ingentes macetas. Un mundo unificado por fenómenos químicos, siquiera eléctricos, comunes a animales y plantas, como los hormigueros. Un mundo verde y resiliente de aromas y palabras exhaustivamente controlados. Libre, como se dice ahora paradójicamente desde la televisión, de todo trastorno proveniente de la desinformación. Porque, lector querido, “¿no revela mayor fuerza vital el hecho de lograr que lo muerto cobre vida que transformar aquello que ya está vivo?”
Pero entonces, desde otro punto de vista alejado del sordo palpitar de la Máquina (perdón: de la unidad de los pólipos), será más que verosímil la admonición visionaria de William Burroughs (1914-1997), cuando, en el pasaje titulado “Últimas palabras” de su novela Nova Express (1964), declama proféticamente acerca de la amenaza del advenimiento de la “gente legumbre” y la “gente insecto”, amenaza de la que habla alto y claro. En la etapa final de la Historia, cuando se ha escogido por parte de los Gerontes, sin duda buenos europeos, “vender el suelo bajo los pies de los que no nacerán…”.
Las plantas buscan la luz porque viven en una oscuridad perpetua como también, ¿por qué no?, la hidra. Ser de gran sensibilidad cuya cabeza, enterrada quizá en los sótanos del Vaticano, bajo la vieja roma de los Césares y de las Madres, duerme y ensueña. Tubo fecundo y sin nervios, que devora sólo animales y no vegetales pero nunca a les suyes. Tan semejante por lo demás al vestigio originario sobre el que escribió Erasmus Darwin:
“¿Sería demasiado atrevido imaginar que en el largo período de tiempo transcurrido desde que la Tierra comenzó a existir, millones de eones antes del comienzo de la historia de la humanidad, sería demasiado atrevido imaginar que todos los animales de sangre caliente surgieron de un filamento vivo?”
Cuando los abetos emanan un fuerte aroma son indicadores de lluvia, cuando los cadáveres provocan algo similar… hay que quemarlos.
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Autor: Gustav Theodor Fechner. Título: Nanna o el alma de las plantas. Traducción: Luis O’Valle Martínez y José Miguel Gómez Acosta. Editorial: Atalanta. Venta: Todos tus libros.
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