Vivir, viajar, escribir
A Marco Ottaiano Tanto me gusta viajar que mientras lo hago no echo de menos escribir, no necesito hacerlo, seguramente porque ya tengo la sensación de estar llenándome por dentro, llenándome para escribir. Como le oí una vez al escritor José Calvo Poyato se puede escribir sin escribir, y yo creo que cuando viajamos ya... Leer más La entrada Vivir, viajar, escribir aparece primero en Zenda.

A Marco Ottaiano
Si digo que no me gusta viajar miento, pero también digo la verdad. En realidad no me gusta viajar antes del viaje, y yo creo que esto no lo afirmaría mientras lo estoy realizando. Sólo lo diría antes. Tampoco creo que lo diría inmediatamente después del viaje, o un tiempo después, pues el sabor que me deja el viajar, el haber viajado, es excelente.
A mí me preguntan mucho cuánto tiempo escribo al día, y yo siempre digo que escribir es la fase final de un proceso, un proceso en el que se hacen muchas otras cosas, como por ejemplo leer y vivir, en sentido amplio. Por supuesto, para determinados textos viajar viene estupendamente; puede ser imprescindible, o puede simplemente ayudar muchísimo, como el condimento clave que se le pone a un guiso, se me ocurre ahora.
Sí que me gusta viajar, pero me da pereza hacerlo, me resulta incómodo. Lo confieso. Supongo que esto le pasará a mucha gente, o a todo el mundo, quién sabe. En algún grado al menos. A menudo digo que no viajo por placer, que sólo viajo por trabajo. Es decir, viajo para documentarme para un libro, o un artículo, o para dar una conferencia. Quizá para participar en un acto cultural en sentido amplio, un homenaje o un congreso.
Siempre me cuesta mucho arrancar y poner el pie en el estribo, que diría Cervantes. Luego, ya embarcado, cada vez me cuesta menos. Cada vez me gusta más. Sí, supongo que esto les pasa a muchas personas.
Cuando estoy en pleno viaje disfruto mucho de todo lo que vivo y de lo que veo. Por ejemplo, si estoy escribiendo una novela histórica veo la Historia en tres dimensiones, dentro de una catedral, por ejemplo, o de cualquier edificio histórico que me llame la atención. Puede ser un convento, puede ser un castillo, o un magnífico y único monasterio, como El Escorial.
Veo mucho, también, la cultura en la calle, la literatura en la calle, el rastro que ha dejado entre los edificios, en la vida, lo que otros han escrito. O las estatuas, que a veces me gustan mucho, y a veces menos. Cuando no son testimonio de la vanidad o la megalomanía, o de los intereses de unos pocos, me gustan mucho. Como diría mi tía Ángeles Martínez, monja y escritora, son Cultura. Hace poco he disfrutado de la estatua de Miguel Delibes en Valladolid, junto al Campo Grande, el Frondor que escribiría Umbral en sus novelas vallisoletanas.
Esa estatua está a la altura del suelo, y en ella aparece Delibes —casi se podría decir que se mueve— como un viandante más. Con sus gafas, protegiéndose del frío, con un abrigo o gabardina que muy bien podría ser de Delibes. Está muy conseguida y a él le habría gustado.
A su lado hay una espléndida estatua de José Zorrilla, muy impresionante y muy diferente, muy alta, muy de otra época, que también me gusta, porque la siento como un monumento no sólo al poeta romántico, sino a la literatura en general.
En realidad, como afirma la película de El nombre de la rosa en su comienzo, todo es un “palimpsesto”, y lo asumo. La idea me parece hermosa, muy hermosa. Yo también pertenezco a ese palimpsesto, e imagino que el lector también. Ésa puede ser la Cultura, la Historia, nuestra vida.
Yo no viajo mucho, ya digo, porque me da un poco de pereza (me cuesta arrancar), y porque soy feliz entre mis libros y escritos. En casa. Supongo que viajo desde mi hogar, desde mi ciudad, que es tan rica. Y viajar debe de estar relacionado, al menos en mí, con los libros, porque cuando viajo físicamente apenas leo y apenas escribo, quizá para tomar algunas notas del propio viaje, si lo preciso. O escribir algún artículo en ruta, si me lo piden. No necesito leer y escribir cuando viajo, apenas lo preciso.
En verdad no necesito mucho para la felicidad. Supongo que soy sedentario, en absoluto aventurero, aunque me encantaría serlo. Escribo más sobre las aventuras de los otros que sobre las mías, que suelen ser librescas. Pero cuando me siento obligado a viajar lo gozo, debo reconocerlo. Y siempre se inmiscuye la literatura en mis viajes. Lo hace porque viajo con libros y cuadernos; lo hace porque compro libros en el viaje, porque escribo notas, como ya he declarado, porque el propio objeto del viaje va y viene a la literatura. En el fondo la literatura va por dentro. Como la Historia.
Puede ser pronunciar una ponencia, como hace poco la di en Valladolid sobre Mortal y rosa, de Umbral, sublime libro. Puede ser que participe en un homenaje, como el que se dio en la Biblioteca Municipal Ramón Pérez de Ayala, en Oviedo, a mi querido profesor Carlos Bousoño, muy grande escritor, mente privilegiada. No exagero.
Puede ser que viaje para ambientar —es una buena expresión— alguna de mis novelas históricas, porque los libros de los historiadores me dan una documentación excelente, pero los escenarios enriquecen las novelas de forma inmejorable para mí, y ahora pienso que lo que yo imagino, más lo que se sabe de los personajes o de los momentos históricos, más pisar los propios escenarios, dan una alquimia magnífica.
Leyendo los libros de Historia y pisando los escenarios históricos, aunque me haga cargo de que han cambiado, junto con la literatura que yo le ponga, creo que alcanzo lo que estoy buscando como escritor, y es posible que también el lector. No puedo ir a todos los lugares, pero los que visito me aportan muchísimo.
Una vez me dijo José Luis Olaizola, que ha escrito muchas y muy buenas novelas históricas, que él ya no viajaba porque en Internet se veía todo mejor. Discrepo con el maestro. En Internet se ven muy bien muchas cosas, pero yo no conozco nada como estar en los lugares y sentir lo que te sugieren y provocan. Eso, cuando uno se pone a escribir, fluye. Y el lector también lo siente, creo yo. Y si no lo siente al menos fluye de otra manera.
Antes iba más a congresos, y estoy recordando por ejemplo el magnífico que se hizo sobre La Celestina en Salamanca, Puebla de Montalbán, Talavera de la Reina y Toledo, hace muchos años, cuando se celebró el V Centenario de la obra. Recuerdo que ese congreso internacional lo dirigió mi profesor Nicasio Salvador Miguel, y es el mejor congreso al que he asistido en mi vida.
Recuerdo que en Salamanca visitamos la Universidad, nos enseñaron la biblioteca antigua, que nunca olvidaré, y el aula en la que enseñó Fray Luis de León. Recuerdo la presencia venerable del profesor Alan Deyermond, al que todos habíamos estudiado o estudiaríamos después. En aquel viaje, en la misma librería de la Universidad, compré Madera de boj, de Cela, el mismo día en que salió al mercado. Hablo del año 1999. Hablo de septiembre.
Este libro lo tengo dedicado gracias al abogado, y antes juez, Javier Gómez de Liaño, que era amigo íntimo de Cela, y se lo pasó a su pluma para que me lo firmara. Es el único libro dedicado que tengo de Cela.
Viajar deja huella. Yo creo que es de lo que más huella deja en la vida. Por eso, pero no sólo por eso, merece la pena viajar. Para cualquier persona es un descanso y un placer. Para un escritor, ahora que lo pienso, es una necesidad. Te ensancha la pluma. Ortega y Gasset recomendaba viajar a todos los escritores jóvenes. Cuando viajas, al menos a mí me ocurre, te sientes de todas partes, especialmente del sitio que estás visitando, que te seduce, al que comprendes, el lugar y sus gentes.
No viajo más en el fondo porque no lo preciso. Cuando necesito hacerlo lo hago. No lo lamento. Sí, alguna relación poderosa habrá entre la literatura y el viaje, cuando apenas necesito los libros, leerlos o escribirlos, cuando viajo. Seguramente es que sí los estoy leyendo, pisando los escenarios que transito, y también los estoy escribiendo, en mi pensamiento, en mi imaginación, viviéndolos antes de redactarlos. La literatura y el viaje crean en nosotros algo maravilloso, iba a decir inefable —“que no se puede expresar con palabras”, como nos decían en el colegio—, pero mi experiencia es que no hay nada inefable, todo se puede decir con palabras, mejor o peor.
Incluso la unión con Dios se puede expresar con palabras, y los místicos lo consiguieron. Viajar es unirnos con el mundo, y ahora que lo pienso eso entraña su propia mística. La literatura siempre ha amado el viaje y a los viajeros. Como este humilde texto, este humilde escritor, muy lleno de contradicciones pero también de pasiones y admiraciones.
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