Vivir con las secuelas del daño cerebral: "Recuerdo los años 90, pero tengo muchas dificultades para saber qué hice ayer"
Apenas hay datos de esta dolencia, si bien según la Fedace afecta a casi medio millón de personas en España.

Magdalena descorcha su historia como lo harán el resto. Con convicción. Salvando unos breves titubeos, rememora la línea de acontecimientos que la llevaron a Apanefa, la asociación de daños cerebrales de Madrid, con profesionalidad detectivesca. "Estaba en Elche con mi marido de vacaciones. De pronto, me empecé a encontrar mal. Tenía dolores de cabeza fortísimos. Fuimos al hospital y confirmaron que me había dado un ictus".
La vida de Magdalena cambió absolutamente desde entonces. De un instante para otro, no veía de un ojo, ni podía moverse o pensar con naturalidad. "Tienes que rehacer tu vida desde el principio. Volver a aprenderlo todo. Es muy duro. Es un trabajo muy largo. Y te das cuenta de que todo es hostil. La gente, la ciudad, nada está bien adaptado para personas como nosotros", expone compungida. "Aunque hay asociaciones como esta que nos dan la posibilidad de vivir la vida que no hemos perdido con un mínimo de dignidad", concluye.
Dícese que lo más incómodo de la muerte para los seres humanos es su desconocimiento. Salvando iluminadas y trepas excepciones, nadie es capaz de explicar lo que sucede llegada la fecha de caducidad de la consciencia. Pero el tránsito al corral de los quietos no es el único recodo con el que se carea el cerebro humano sin victoria posible. Hay calambrazos que funden el fuselaje de las neuronas, dejando los lóbulos intracraneales jugando en tercera regional. Una dolencia llamada ‘daño cerebral’ de la que se habla poco y de la que se manejan escasos datos, si bien según la Federación Española de Daño Cerebral (Fedace) afecta a casi medio millón de personas en nuestro país.
Magdalena, al igual que Jéssica y Rubén son miembros de la Apanefa. Los tres sufren una lesión de este tipo, y están reunidos en la sala principal de la asociación situada en el distrito de Arganzuela. A su lado, un médico del centro ataviado con su bata y todo el aspecto de patrón clínico, llamado Alejandro, promete brindar apoyo a sus relatos. Ninguno fácil. Todos capaces de ponerte el corazón en un puño, a cuenta de las dificultades que enfrentan por un instante; totalmente azaroso, francamente inmerecido, que acabó convirtiendo su cerebro en un enemigo.
"El daño cerebral no es ninguna enfermedad, es una lesión del cerebro" asegura Jéssica, quien está en silla de ruedas desde que sufrió un accidente cerebro vascular. La mitad izquierda de su cuerpo está paralizada y muy a su pesar se reconoce como un lastre. "A raíz de esto mi vida cambió por completo. Mis hijos tuvieron que comenzar a buscarse la vida. Nada volvió a ser igual".
Sin embargo, con tesón y compromiso, así como con la ayuda de la Apanefa, Jéssica ha conseguido incluso volver a andar. "Muy poco a poco, voy dando pasos hacia adelante. Es un proceso lento, pero con resultados", declara. Preguntada por algún deseo de cara al público y la sociedad, Jéssica lo tiene claro. "Que no se nos infantilice. Tenemos daño cerebral, pero no somos gilipollas", concluye con la contundencia de la que está cansada de que se la mangonee.
Rubén es quien, según los presentes: "más papeletas tiene para ser identificado como discapacitado". Padece dificultades claras de movilidad. Vive despacio. Necesita su tiempo para culminar las decisiones. Pero culminar, culmina. E, irónicamente, se diría que saborea cada palabra con la genialidad del sabio que sabe que más vale decir poco y de calidad, que dejarse llevar por la diarrea verbal.
"A los 17 años me atropelló un taxi volviendo del instituto", afirma con su lenta vocalización. "Estuve en coma varios meses. A mis padres les dijeron que iba a estar en estado vegetal de por vida. Pero tuvieron esperanza y aguantaron. Al final, salí del coma, pero con un politraumatismo craneoencefálico con afectación cerebelosa piramidal. Eso me reduce mucho la capacidad de movimiento y el ritmo de todo, desde el habla hasta el razonamiento", sostiene este joven de 32 años.
No obstante, Rubén expresa ideas de lo más solventes y luminosas. Además de ser un tipo con ambiciones deportivas. Si bien, se lamenta, "ya no puedo jugar al baloncesto en silla de ruedas, porque no me coordino con el bote de la pelota y la silla". Un impedimento que no le exime de un esfuerzo diario y un trabajo que sólo teme que "se ponga en riesgo tras la muerte de mis padres, que son quienes me ayudan. Porque no existen pisos tutelados para personas con mi lesión y las residencias tienen muy poca financiación”. Una petición que Rubén, en su día, llegó a trasladar a la sala Constitucional del Congreso de los Diputados en 2024.
En el daño cerebral nada es lo que parece
Llegado el turno de Alejandro, el médico presente, la pregunta lógica parte de interrogarlo sobre el número de pacientes del centro, y si maneja datos acerca de la cantidad de pacientes con daño cerebral de España. Alejandro se ríe en un coro de muecas al que se suman Rubén, Jésica y Magdalena. El entrevistador escribiente palidece. ¿Dónde está el cachondeo? ¿Se ha escapado algún derivado de la palabra pene en el interrogante? "Yo no soy médico", aclara Alejandro, "también soy paciente con daño cerebral".
La tomadura de pelo tiene su punto e ilustra con acierto el prejuicio. Esta clase de lesiones no tienen por qué identificarse a simple vista. A diferencia de sus colegas, Alejandro luce como una persona con el cerebro libre de cardenales. Sin embargo, lleva 30 años en la Apanefa a causa del atropello de un coche, tras el cual quedó en silla de ruedas y con pérdidas de memoria absolutas. Tras el accidente, recordaba quien era, sus padres, su vida, pero no recordaba a su mujer.
"Finalmente, me convertí en alguien muy dependiente. Mi mujer me pidió el divorcio. Todo cambió muy rápido, y no sabía qué hacer. Eso fue en los años 90", asegura. "Hoy recuerdo aquello, pero, por ejemplo, tengo muchas dificultades para saber qué hice ayer. También con la parte ejecutiva del cerebro".
En estas últimas décadas, la capacidad de intervención y mejora de las condiciones de vida de las personas con daño cerebral ha aumentado. No obstante, eso no es óbice para que se trate de algo con lo que hay que convivir, sin expectativas de cura. "Yo seguiré aquí todo lo que me dejen", confiesa Alejandro, "quizás a los 95 acabe por curarme", finiquita con una sonrisa este ingeniero de 68 años, que desde hace tres décadas ya no es el mismo.
‘El cerebro es un cabrón’
Aarón Fernández del Olmo es doctor en Psicología experimental y neuropsicólogo clínico, y autor del libro El cerebro es un cabrón (Kailas editorial). Una fuente experta para ahondar en la naturaleza detrás de las lesiones cerebrales. Durante una conversación telefónica desde Sevilla, lugar donde ejerce sus labores de investigación y tratamiento, Aarón señala algunos de los casos clínicos más potentes de su carrera. Como el de Daniela, una paciente que sufrió una alteración grave con síntomas neurológicos claros, pero sin una lesión visible en la neuroimagen.
"Eso tiene un nombre en neuropsicología: trastornos neurofuncionales. El examen neurológico puede salir perfecto, pero la persona no está bien", asegura Fernández del Olmo, quien destaca la importancia del llamado 'limbo clínico'. "Hay que hacer clínica", incide, "hay que sentarse a entender la situación... aunque no puedas medirlo. En mi caso, somos psicólogos que trabajamos con la parte neurológica, pero al final trabajamos con esa parte de personalidad. Es un apartado humano importante para reivindicar".
Leer los casos divulgados por Aarón en El cerebro es un cabrón es material inflamable para un hipocondríaco. Al igual que con Magdalena o Jéssica, de Apanefa, muchos de sus pacientes pasaron en cuestión de horas de una vida 'normal' a una totalmente alterada. Todo parece azaroso e incontrolable. "El cerebro fluctúa muchas veces", explica el neuropsicólogo. "Hay dolores de cabeza que no sabemos a qué se deben. Pero cuando algo rompe la frecuencia habitual, es cuando hay que ponerse en manos del especialista". Un ejemplo que, inevitablemente, recuerda al caso de Magdalena.
Preguntado por el título de su libro, y esa humanización del cerebro como si tuviera poder de decisión, el doctor asegura: "Esa es precisamente una de las lecturas posibles del título del libro. El cerebro se presenta como si tuviera conciencia o intención propia, como si fuera 'un cabrón' en el sentido coloquial de ser traicionero o difícil de controlar. Esta personificación no es literal, claro está, pero sirve como metáfora para describir cómo a veces el cerebro parece actuar en contra de nosotros, cuando en realidad solo sigue su lógica biológica. Al igual que un coche que se avería sin intención".
Pero, siguiendo con algunos de los ejemplos del libro, ¿cómo es posible que alguien sea incapaz de reconocer sólo cierto tipo de palabras? ¿O que, al igual que le sucedía a Alejandro, de la Apanefa, la memoria se quede en blanco para sucesos recientes, pero no pasados?
"Uno de los casos más significativos para mí", comenta Fernández del Olmo "fue el de una paciente con el síndrome de Capgras, una condición en la que una persona cree que un familiar ha sido sustituido por un impostor. Aunque visualmente reconoce que es su hija, emocionalmente no siente que lo sea. Esta desconexión entre la percepción visual y la respuesta emocional genera una explicación compleja. No es fácil decir dónde nace, porque en lo referente al cerebro estamos como cuando Galileo cogió el telescopio. Tenemos muchos datos pero aún muy dispersas las explicaciones", dice antes de confesar que ese caso fue lo que motivó a escribir el libro. "No solo por lo clínico, sino por el sufrimiento familiar y la necesidad de comprensión que tenían".
No hay cura, pero sí esperanza
A toda enfermedad, la acompaña una intrínseca búsqueda de cura. El medicamento que le ponga remedio. Pero, como comentaba Jéssica, de la Apanefa, el daño cerebral es una lesión, no una enfermedad. "En muchos casos neurológicos no hay una cura", asegura el autor de El cerebro es un cabrón. "Pero sí hay caminos posibles, adaptaciones y nuevas metas. El objetivo no es siempre volver a ser como antes del daño, sino encontrar formas nuevas de vivir con lo que se tiene. Tuve un paciente con una hemiplejia que logró seguir su sueño de trabajar cortando jamón, adaptando todo su cuerpo a hacerlo con una sola mano. Eso también es recuperación", sentencia.
Pero, si bien la cura no está a nuestro alcance, seguro que lo está la prevención. "Dependiendo de la patología o preocupación, hay muchas medidas", sostiene Fernández del Olmo. "Si no quieres un traumatismo craneoencefálico y vas en moto, ponte casco. En salud cerebral, hay actividades que promueven un mejor funcionamiento. Si te jubilas y te tumbas en el sofá todo el día viendo programas poco estimulantes, tu cerebro se adapta a eso… para mal. La falta de estímulo favorece el deterioro, sobre todo si aparece una enfermedad neurodegenerativa. En cambio, actividades cognitivas, sociales, metas personales, deporte, buena alimentación… todo eso genera reserva cognitiva, que ayuda a sostener el funcionamiento cerebral incluso ante un daño", culmina el neuropsicólogo.
A modo de guinda, según Fernández del Olmo, nuestro cerebro y el mundo que hemos creado a su imagen y semejanza, automatiza y regulariza el entorno para reducir la incertidumbre. Pero quien no se adapta a ese sistema queda fuera socialmente. Por eso, necesitamos un contexto que ofrezca opciones a quienes no encajan con esos automatismos.
"Vivimos en una sociedad que valora lo estandarizado", concluye el autor de El cerebro es un cabrón. "Lo 'normal', lo productivo según ciertos criterios. Pero estos casos nos obligan a repensar esas categorías. Una vida adaptada, con nuevas metas, no es menos valiosa. De hecho, muchas veces estas trayectorias personales son más auténticas y resilientes. Esto plantea una crítica implícita a cómo concebimos el éxito, la salud o incluso la identidad personal". Y sea nuestro cerebro un cabrón o no, lo que no deberíamos es serlo con aquellas personas que han tenido la mala suerte de verse enemistados con el suyo.
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