Sobrevivir al fin del mundo

El día del apagón Académico Machado Por la bifurcación izquierda de Felipe IV sube una cola que está a punto de tocar Alfonso XII y que por poco no se cuela entre las verjas del Retiro. La expectación nos sorprende a Miguel Munárriz y a mí, aunque no fuese difícil de vaticinar: la Real Academia... Leer más La entrada Sobrevivir al fin del mundo aparece primero en Zenda.

May 6, 2025 - 01:11
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Sobrevivir al fin del mundo

El día del apagón

«Se acaba de ir la luz», me dice Antonio cuando vuelvo del baño, y no le damos importancia porque pensamos que será algo puntual y restringido al lugar en el que estamos. Pero poco tiempo después Lorenzo escribe al grupo de guasap para preguntar si nos funcionan los ordenadores, y me entra un mensaje de Carlos en el que me cuenta que no puede trabajar, y poco a poco va emergiendo el runrún que habla de un apagón masivo que afecta a casi toda España y a Portugal, hay quien dice que a más países de Europa. Se mueren los teléfonos móviles y se revela inútil cualquier intento de establecer contacto con las personas que nos importan, y todo cobra una apariencia que es a la vez amable y extraña. El entusiasmo del sol juega a vaticinar la inminencia del verano y se pueblan las calles de gente que se ha visto desahuciada de sus quehaceres variopintos. Los museos han expulsado a sus visitantes y las tiendas a sus clientes, muchos centros de trabajo han recomendado a sus empleados que se vayan. Una oleada humana cruza junto a la Cibeles sin que nadie sepa muy bien cómo comportarse. No funcionan los semáforos, los automovilistas se comportan con una cortesía nada habitual en esta jungla de asfalto y en el césped del Retiro descansan jóvenes que encuentran en esta parada imprevista una ocasión para la tregua. Lo ocupa todo una sensación contradictoria: hay inquietud, pero también sosiego. No hay aparatos electrónicos que nos puedan dar noticias, nadie termina de saber qué sucede, en los corrillos se apuntan hipótesis que van de lo probable a lo descabellado, pero no parece que nadie se tome la cuestión muy en serio. Hay quienes bromean y quienes se limitan a caminar sin rumbo, buscando la acera en las calles estrechas que conectan las grandes avenidas. Algún que otro pesimista abandona el supermercado o la tienda de ultramarinos con bolsas repletas de botellas de agua, se forman colas ante las tiendas de chinos porque las velas y los transistores se han convertido en un bien preciado. Está cerrado el metro y no es sencillo encontrar taxis, las multitudes se agolpan en las paradas de autobuses, los caminantes desconcertados se miran a los ojos e intercambian miradas estupefactas o medias sonrisas que intentan frivolizar con lo que parece un desarreglo puntual. Pero resulta no serlo tanto: transcurren las horas y la luz no llega, y se va extendiendo un nerviosismo que, pese a todo, no alcanza a hacer sangre. Ante las puertas de la comisaría de Príncipe de Asturias se arremolinan los agentes que charlotean a pie de calle porque no pueden hacer nada en la oficina, un grupo de chicas aguarda una eventual reapertura de la tienda de ropa barata que ocupa lo que una vez fue el Cine Salamanca y el quiosquero de Conde de Peñalver me dice a media tarde ―cuando salgo por ver si alguien se ha enterado de algo, si se ha hecho pública alguna noticia de la que no me haya enterado en mi incomunicación indeseada― que nada se sabe, aunque parece ser que uno ha oído que otro ha dicho que todo se restablecerá en horas. Terminan siendo unas cuantas: está cayendo la noche y leo en la terraza para aprovechar la poca luz natural que le queda al día cuando una tibia algarabía precede al encendido de unas pocas ventanas de los edificios colindantes. En seguida invade las calles un estruendo de celebración, o es más bien de alivio después de comprobar que, una vez más, hemos sobrevivido al fin del mundo.

Académico Machado

"Hasta la tarde ha querido ponerse machadiana para dar la bienvenida a la Academia a don Antonio"

Por la bifurcación izquierda de Felipe IV sube una cola que está a punto de tocar Alfonso XII y que por poco no se cuela entre las verjas del Retiro. La expectación nos sorprende a Miguel Munárriz y a mí, aunque no fuese difícil de vaticinar: la Real Academia Española acoge esta tarde el ingreso simbólico en la institución de Antonio Machado ―que fue elegido académico en 1927, pero nunca llegó a tomar posesión de su asiento― a la par que la inauguración de la exposición que sobre el autor de Campos de Castilla y su hermano Manuel ha comisariado Alfonso Guerra y comenzará a exhibirse aquí mismo a partir de mañana. Encontramos a Miguel Rellán, que viene cargado con sus maletas porque el Gran Apagón lo ha obligado a regresar hoy mismo de un viaje y no ayer, como tenía previsto, y no tarda en aparecer Javier Serena, que llega andando desde su casa en Lavapiés. El aluvión hace que el inicio de la sesión pública se demore casi media hora, y que hayan transcurrido cerca de tres cuartos cuando el mayúsculo José Sacristán toma la palabra para leer el discurso que don Antonio fue pergeñando con vistas a esa ceremonia que él mismo debió haber protagonizado hace nueve décadas de no haber sido tan endemoniado el curso de la historia. Es un texto conocido que adquiere nuevos matices en la voz de Sacristán ―quien, pese a un físico nada asemejado al del original, se ha convertido en estos últimos años en la encarnación contemporánea del poeta al que ahora pone voz de nuevo― y revela matices y claroscuros que cuesta encontrar en su versión impresa. Le da la réplica Juan Mayorga, que asume el rol de Azorín ―uno de los valedores de Machado en la Academia― y aprovecha la ocasión para hacer un breve recorrido por los avatares biográficos y sentimentales del homenajeado. Sale luego Alfonso Guerra a disertar con brevedad, entusiasmo y verbo escogido acerca de Antonio y de Manuel, de su unión fraternal y su separación forzada, de la obligación moral de ocuparse en el rescate de uno y otro, e invita a los presentes a visitar la muestra que recorre sus vidas y sus alegrías y sus desdichas. El colofón, quizá lo más esperado de la jornada, lo pone Joan Manuel Serrat, que ya hace unas semanas recordaba en el Instituto Cervantes lo mucho que se había vinculado su vida a la de Machado y a quien acompaña al piano su inseparable Ricard Miralles. Le falla la memoria en una de las estrofas del «Retrato» y tiene que detener la actuación para recurrir a sus papeles ―un aplauso espontáneo y general arropa su lapsus, cómo no se le va a perdonar esa minucia a quien tan felices nos ha hecho tantas veces― y retomarla luego con su timbre inconfundible y poderoso. Interpreta después «Llanto y coplas por la muerte de don Guido» y «La saeta», esos dos poemas en los que Machado revisó y transformó para siempre determinados estereotipos de la sociología y el folclore sevillanos, y tras amagar con una despedida que nadie se llega a creer del todo ―y ante una insistencia del director de la casa, Santiago Muñoz Machado, que suena a fingimiento preparado― regresa a la tarima para poner el broche con «Cantares», esa canción que se eleva sobre sí misma hasta erigirse en himno de una forma de estar en el mundo, de una actitud, de una idea. El último acorde del piano de Miralles se funde con la emoción que a esas alturas inunda cada partícula del aire que se respira en la amplia sala, ahora que termina una velada que consideraremos histórica los pocos que nos interesamos por estas cosas. Mi tocayo Munárriz y yo damos un breve paseo hasta Cibeles por el bulevar del Paseo del Prado. La luz del sol va declinando, sopla una brisa suave y durante unos cuantos minutos no nos cruzamos con nadie. Hasta la tarde ha querido ponerse machadiana para dar la bienvenida a la Academia a don Antonio.

Una generación

"Como todos los libros que valen la pena, éste es mucho más de lo que aparenta"

La amistad concede lujos como el que hace un tiempo que no sabría precisar me permitió leer Apuntes para una despedida, de Javier Serena, cuando era un manuscrito en busca de editor. Ahora que la novela está en las librerías con el sello de Almadía, me gusta ver confirmadas las palabras que conocí en grado de tentativa y me alegra más comprobar que la novela me sigue pareciendo tan buena como entonces, cuando aproveché las horas muertas de un viaje de trabajo para ir leyéndola en la pantalla de mi teléfono móvil. Como todos los libros que valen la pena, éste es mucho más de lo que aparenta. Las secuencias que desgranan la apoteosis y la decadencia de una relación sentimental en un Madrid que es a la vez concreto y difuso, y que en ciertos momentos funciona casi como un personaje secundario, esconden en su trastienda una disección exacta y descreída de los tiempos que corren, tan propensos a la prisa y tan desprovistos de esperanza para una generación que iba a por todas y no ha tenido más remedio que quedar viéndolas venir, en un gran soplo melancólico en el que la agonía de la pareja protagonista se solapa con las sombras de una época en la que no cabe más futuro que el que se formula en presente y en la que rara vez cabe ilusionarse con la posibilidad del subjuntivo. Conozco a Javier desde hace años y sé que no es amigo de halagos innecesarios ni de elogios desmedidos, pero la amistad también concede el privilegio de hacer lo que a uno le dé la gana a sabiendas de que el otro terminará siendo indulgente, y por eso me atrevo a poner aquí, en negro sobre blanco, que seguramente esta novela sea uno de los retratos más atinados que hasta la fecha se han escrito sobre mi generación.

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