Pablo Matilla. Barrancos.

Témenos, 2023. 242 páginas. Un padre y un hijo enfrentados desde siempre, aunque el último acuda de tanto en tanto para pegar un sablazo y volver a la mala vida. Hasta que, un día, el padre tiene una extraña propuesta que hacer, que provocará que el hijo tenga que volver al pueblo natal a cumplir un extraño encargo. Novela muy bien escrita, que nos dibuja una situación psicológicamente malsana, con ese hijo marcado por la falta de cariño del padre y sus contínuos reproches, una relación tóxica que les ha amargado la vida a ambos. Como pega, la trama está un pelín estirada, lo que se cuenta podría contarse en menos páginas. Bueno. Había encontrado algo mucho mejor que un niño. Un balón de verdad. Un balón que ahora le pertenecía. Con la emoción comenzó a correr alrededor de su descubrimiento. Levantó una polvareda pequeña como él para dejar constancia de su sincera alegría por el hallazgo. Acto seguido decidió que lo primero que haría con el balón serían malabares. Practicaría un poco allí mismo y, cuando pudiera mantener el equilibrio, se lo enseñaría a su padre. Miró a su alrededor, nunca se sabía en qué momento podía aparecer un... The post Pablo Matilla. Barrancos. first appeared on Cuchitril Literario.

May 6, 2025 - 05:53
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Pablo Matilla, Barrancos
Témenos, 2023. 242 páginas.

Un padre y un hijo enfrentados desde siempre, aunque el último acuda de tanto en tanto para pegar un sablazo y volver a la mala vida. Hasta que, un día, el padre tiene una extraña propuesta que hacer, que provocará que el hijo tenga que volver al pueblo natal a cumplir un extraño encargo.

Novela muy bien escrita, que nos dibuja una situación psicológicamente malsana, con ese hijo marcado por la falta de cariño del padre y sus contínuos reproches, una relación tóxica que les ha amargado la vida a ambos. Como pega, la trama está un pelín estirada, lo que se cuenta podría contarse en menos páginas.

Bueno.

Había encontrado algo mucho mejor que un niño. Un balón de verdad. Un balón que ahora le pertenecía. Con la emoción comenzó a correr alrededor de su descubrimiento. Levantó una polvareda pequeña como él para dejar constancia de su sincera alegría por el hallazgo.
Acto seguido decidió que lo primero que haría con el balón serían malabares. Practicaría un poco allí mismo y, cuando pudiera mantener el equilibrio, se lo enseñaría a su padre.
Miró a su alrededor, nunca se sabía en qué momento podía aparecer un niño. Puso un pie sobre la pelota y extendió los brazos en cruz para prepararse. Cogió impulso y subió el otro pie. Durante unos segundos pudo mantener el equilibrio en un ligero vaivén que iba corrigiendo con el movimiento de los brazos y, como si fuera la pieza esencial, mantenía la lengua fuera de la boca, apretada entre los dientes y los labios.
Fue la herida de la lengua la que lamentó y recordó durante más tiempo. Al principio, después de perder el equilibrio y caer de bruces sobre el suelo, no sintió dolor. Se levantó y se quitó el polvo de la cara, notó su sabor terroso y granulado en la boca. Fue después, cuando ya salía del vertedero, buscando los bloques de pisos más altos que el cielo, cuando empezó a sentir el dolor. Algo denso le llegaba hasta las cejas, como un tupido beso que le cubría la frente. Se tocó y en los dedos tuvo por primera vez contacto con ese vino oscuro que manaba de su interior. El brillo de la sangre le sorprendió. ¿Sintió miedo? No lo sabía. Acercó los dedos a la nariz y lo olió. Le recordó vagamente al olor del tótem de metal que había encontrado antes. Probó la sangre. El sabor le confirmó la semejanza con la chatarra.
Cogió el balón, echó a correr, subió la cuesta para salir de allí y llegó a la cima desde donde había observado las obras y el paisaj e. Sentía la mano caliente y metálica de la sangre bajando ahora por los carrillos. No se había vuelto a tocar la cara. Pasó junto a la chatarra y miró aquellas formaciones esta vez como aIgo familiar, como si ambos, aquella figura inerte y él, el niño que sangraba, fueran de la misma especie, como si estuvieran hechos del mismo metal oscuro y del mismo aceite negro. La lengua le dolía y notaba en la boca algo más espeso que la saliva.
Miró desde lo alto la fábrica de papel abandonada mientras se tocaba la vieja cicatriz de la infancia, que permanecía siempre oculta bajo el pelo, y repasó con la lengua el interior t le los dientes. Había llegado al octavo piso y ahora afrontaba el pasillo. Cinco puertas —a, be, ce, de, e— hasta llegar a la suya. Todo el cansancio de la noche anterior se le vino de pronto encima. El hambre, la sed. Algo similar al asco en la boca del estómago, como una náusea vacía.
Llamó al timbre. El ruido rajó el aire. Desde las entrañas del piso, supo que el padre se acercaba a la puerta. Se oyó el sonido de los pasos sobre el suelo desnudo, el leve cambio en la luz de la mirilla cuando miró a su través. Tuvo tiempo de imaginarse al padre al otro lado de la puerta, cubierto por la penumbra, con la mano en el pomo, inmóvil antes de girarlo.
La puerta se abrió y Barrancos y su padre se encontraron frente a frente. La palidez del viejo le llamó la atención y le trajo a la mente el suspiro de la noche anterior. Era un hombre alto y corpulento, pero ahora desprendía debilidad. Los ojos amarillos y acuosos, acompañados de un mohín despectivo, repasaron a su hijo.

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