La flecha africana que derrumbó la teoría de las aves viajando a la Luna
Pfeilstorch - La historia del científico Charles Morton, que calculó el trayecto de las cigüeñas a la Luna en función de su grasa corporal, cayó en el olvido tras conocerse el verdadero recorrido de las aves migratoriasCómo la caca de aves construyó el imperio de Perú y luego lo desplomó Desaparece de golpe. Un instante está ahí, picoteando entre la maleza, y al siguiente, alza el vuelo y no vuelve a verse durante meses. Nadie lo detiene, nadie lo sigue. Simplemente se va. La desaparición de ciertas aves en épocas concretas del año fue durante siglos un auténtico quebradero de cabeza. Qué sucede cuando un pájaro desaparece de la vista y echa a volar es algo que, hasta no hace tanto, se explicaba con ideas muy alejadas de la realidad. Y entonces ocurrió algo que marcó un antes y un después en esa incertidumbre milenaria. Una flecha de madera atravesó el cielo europeo en 1822. No lo hizo sola: iba clavada en el cuello de una cigüeña. A esa escena se le atribuye el origen del concepto Pfeilstorch, una palabra alemana que une “lecha y cigüeña. Lo relevante no era el proyectil, sino lo que demostraba. Durante siglos, nadie había tenido una prueba sólida sobre el paradero de las aves durante los meses fríos. Hasta que un ave herida aterrizó con la respuesta incrustada en el cuerpo. Las cigüeñas lunares no aguantaron frente a una prueba tan contundente El ave fue abatida en el norte de Alemania, cerca del pueblo de Klütz. Su cuerpo se disecó y se conserva todavía hoy en la Universidad de Rostock. Tenía atravesada una flecha africana de más de 80 centímetros. La trayectoria del viaje quedaba clara: había cruzado más de 3.000 kilómetros desde algún punto del centro del continente africano hasta Europa con el cuello perforado, sobreviviendo al trayecto. Esa imagen, más allá de lo insólita, resolvía un misterio. Desde Aristóteles hasta científicos del siglo XVII, muchos pensadores imaginaron explicaciones para la ausencia de aves Durante siglos, las explicaciones sobre la desaparición de las aves habían oscilado entre la suposición, la lógica mal encaminada y la fantasía. En el siglo XVII, el científico inglés Charles Morton llegó a proponer que las cigüeñas pasaban el invierno en la Luna. Su razonamiento, aunque suene exagerado, seguía una línea argumental que pretendía ser científica: si nadie sabía adónde iban, y dado que la Luna era visible pero inalcanzable, esa debía de ser la respuesta. Calculó incluso cuánto tiempo tardaban en llegar, basándose en la grasa corporal acumulada y una velocidad constante durante semanas. No era la única teoría extravagante. Algunos naturalistas pensaban que ciertas especies de pájaros simplemente cambiaban de forma o se escondían en el barro durante el invierno, como propuso Olaus Magnus. Aristóteles, que había dejado escritas varias ideas sobre el comportamiento animal, rechazó de forma explícita esa supuesta transformación, aunque propuso que algunas aves se ocultaban en grietas para hibernar. En sus palabras, recogidas en Historia de los animales, justificaba la creencia en pueblos enanos del sur porque “en realidad existe una raza de hombres enanos, y caballos de pequeña proporción, y los hombres viven en cuevas bajo el suelo”. El misterio dejó paso a la observación científica y al seguimiento preciso Nada de eso podía compararse con el hallazgo de aquella cigüeña herida. Desde entonces, se encontraron al menos otras 25 aves similares en diferentes puntos de Alemania, también con flechas de origen africano. Algunas pertenecían a otras especies de gran tamaño, todas capaces de completar el viaje con heridas que no afectaban a órganos vitales ni comprometían su vuelo.

Pfeilstorch - La historia del científico Charles Morton, que calculó el trayecto de las cigüeñas a la Luna en función de su grasa corporal, cayó en el olvido tras conocerse el verdadero recorrido de las aves migratorias
Cómo la caca de aves construyó el imperio de Perú y luego lo desplomó
Desaparece de golpe. Un instante está ahí, picoteando entre la maleza, y al siguiente, alza el vuelo y no vuelve a verse durante meses. Nadie lo detiene, nadie lo sigue. Simplemente se va.
La desaparición de ciertas aves en épocas concretas del año fue durante siglos un auténtico quebradero de cabeza. Qué sucede cuando un pájaro desaparece de la vista y echa a volar es algo que, hasta no hace tanto, se explicaba con ideas muy alejadas de la realidad.
Y entonces ocurrió algo que marcó un antes y un después en esa incertidumbre milenaria. Una flecha de madera atravesó el cielo europeo en 1822. No lo hizo sola: iba clavada en el cuello de una cigüeña. A esa escena se le atribuye el origen del concepto Pfeilstorch, una palabra alemana que une “lecha y cigüeña.
Lo relevante no era el proyectil, sino lo que demostraba. Durante siglos, nadie había tenido una prueba sólida sobre el paradero de las aves durante los meses fríos. Hasta que un ave herida aterrizó con la respuesta incrustada en el cuerpo.
Las cigüeñas lunares no aguantaron frente a una prueba tan contundente
El ave fue abatida en el norte de Alemania, cerca del pueblo de Klütz. Su cuerpo se disecó y se conserva todavía hoy en la Universidad de Rostock. Tenía atravesada una flecha africana de más de 80 centímetros.
La trayectoria del viaje quedaba clara: había cruzado más de 3.000 kilómetros desde algún punto del centro del continente africano hasta Europa con el cuello perforado, sobreviviendo al trayecto. Esa imagen, más allá de lo insólita, resolvía un misterio.
Durante siglos, las explicaciones sobre la desaparición de las aves habían oscilado entre la suposición, la lógica mal encaminada y la fantasía. En el siglo XVII, el científico inglés Charles Morton llegó a proponer que las cigüeñas pasaban el invierno en la Luna.
Su razonamiento, aunque suene exagerado, seguía una línea argumental que pretendía ser científica: si nadie sabía adónde iban, y dado que la Luna era visible pero inalcanzable, esa debía de ser la respuesta. Calculó incluso cuánto tiempo tardaban en llegar, basándose en la grasa corporal acumulada y una velocidad constante durante semanas.
No era la única teoría extravagante. Algunos naturalistas pensaban que ciertas especies de pájaros simplemente cambiaban de forma o se escondían en el barro durante el invierno, como propuso Olaus Magnus.
Aristóteles, que había dejado escritas varias ideas sobre el comportamiento animal, rechazó de forma explícita esa supuesta transformación, aunque propuso que algunas aves se ocultaban en grietas para hibernar. En sus palabras, recogidas en Historia de los animales, justificaba la creencia en pueblos enanos del sur porque “en realidad existe una raza de hombres enanos, y caballos de pequeña proporción, y los hombres viven en cuevas bajo el suelo”.
El misterio dejó paso a la observación científica y al seguimiento preciso
Nada de eso podía compararse con el hallazgo de aquella cigüeña herida. Desde entonces, se encontraron al menos otras 25 aves similares en diferentes puntos de Alemania, también con flechas de origen africano. Algunas pertenecían a otras especies de gran tamaño, todas capaces de completar el viaje con heridas que no afectaban a órganos vitales ni comprometían su vuelo.
A falta de mejores métodos de rastreo, esas flechas actuaron como marcadores involuntarios, como si fueran etiquetas colgando de sus cuerpos para señalar de dónde venían.
La migración, hasta ese momento, había sido una sospecha, no una certeza. La introducción de anillas metálicas a finales del siglo XIX por parte del danés Hans Christian Mortensen permitió por fin seguir el recorrido de forma sistemática.
Con este método se confirmó que las aves que desaparecían en otoño eran las mismas que regresaban meses después. El viaje no respondía a ningún misterio inexplicable: era real, largo y repetido cada año.
El episodio del Pfeilstorch abrió una vía de conocimiento que, desde entonces, no ha parado de ampliarse. Y aunque hoy existen radares, satélites y dispositivos de rastreo, todo empezó con una cigüeña que voló más de 3.000 kilómetros con una flecha clavada en el cuello.
No hubo necesidad de invocar la Luna, ni de imaginar transformaciones. Bastó con mirar el cuerpo de un animal que había regresado de donde otros solo podían especular.