El gesto desesperado del papa Pablo VI: quiso intercambiar su vida por la del político Aldo Moro pero fue ignorado por las Brigadas Rojas
Un amigo desesperado - Pese a las gestiones vaticanas, las autoridades italianas no aceptaron negociar con los secuestradores, en una postura que buscaba evitar precedentes peligrososEl funeral que el Vaticano quiere olvidar: cuando el cadáver del papa Pío XII explotó en su ataúdFumata blanca el primer día: el récord que ningún papa quita a Julio II y que seguirá vigente tras este cónclave Se arrodilló. Escribió de su puño y letra. Y ofreció su vida para que liberaran a otro. El papa Pablo VI propuso intercambiar su cuerpo envejecido y cansado por el de un político secuestrado, sabiendo que no tendría segunda oportunidad. Era 1978, y en pleno vértigo de los Años de Plomo, el Vaticano no solo rezaba. También negociaba en secreto, mandaba emisarios encapuchados a cárceles y escribía cartas a criminales sin rostro. La idea, sin sentido para algunos, desesperada para otros, surgía de una certeza: había que intentarlo. El papa conocía a Aldo Moro desde que ambos eran jóvenes. Habían compartido formación, creencias y una amistad que nunca se rompió. El político fue uno de los líderes más influyentes de la política italiana del siglo XX, presidente del Consejo de Ministros en varias ocasiones y principal arquitecto del acercamiento entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista. El Vaticano tanteó el rescate con dinero y con un sacrificio personal Cuando las Brigadas Rojas anunciaron que el expresidente democristiano estaba en su poder, Pablo VI activó todos los canales posibles para evitar un desenlace trágico. Según relató Giovanni Bianconi en Corriere della Sera, el pontífice encargó a varios capellanes que contactaran con la cúpula del grupo armado y ofrecieran una suma de dinero para pagar su rescate. Los rumores sobre la cifra rondaban los diez millones de dólares. Pero hubo una propuesta más extrema. Algunas fuentes del entorno vaticano confirmaron años después que Pablo VI planteó incluso la posibilidad de ser él quien ocupara el lugar de su amigo. Tras conocer la muerte de Moro, Pablo VI no pudo contener el llanto La historia completa no se supo hasta que L’Osservatore Romano publicó una carta escrita por el papa con su puño y letra, fechada el 23 de abril, dirigida directamente a los captores. En ella, Pablo VI decía: “Os escribo a vosotros, hombres de las Brigadas Rojas… a vosotros, adversarios desconocidos e implacables de este hombre digno e inocente, os ruego de rodillas: liberad a Aldo Moro, sencillamente, sin condiciones”. La misiva no tuvo efecto. Las autoridades italianas mantuvieron su negativa rotunda a negociar y la posición del Gobierno —avalada implícitamente por sectores de la Iglesia— fue firme desde el principio: no se liberarían presos a cambio de Moro. El mensaje del Papa fue interpretado de forma ambigua. Para algunos, se alineaba con la postura institucional de no ceder. Para otros, evidenciaba la fractura entre el corazón del pontífice y la frialdad del aparato eclesiástico y político. El asesinato de Aldo Moro marcó al Papa y aceleró su final El 9 de mayo, el cadáver de Aldo Moro apareció en el maletero de un Renault 4, estacionado en via Caetani, justo a medio camino entre las sedes del Partido Comunista y la Democracia Cristiana. Tenía once disparos. Había estado 55 días encerrado, juzgado por un tribunal clandestino y sentenciado a muerte por un grupo que lo consideraba un traidor al proletariado. La noticia sacudió al país. Al día siguiente, Pablo VI tenía prevista una audiencia con un grupo de niños que acababan de recibir la primera comunión. Lloró ante ellos y calificó la muerte de Moro como “una mancha de sangre que deshonra a nuestro país”. Tres días más tarde, el Papa dirigió una oración pública a Dios en la basílica de San Juan de Letrán. Aquel día, Pablo VI dijo: “No has escuchado nuestra súplica por la salvación de Aldo Moro, este hombre bueno y manso, sabio e inocente… que

Un amigo desesperado - Pese a las gestiones vaticanas, las autoridades italianas no aceptaron negociar con los secuestradores, en una postura que buscaba evitar precedentes peligrosos
El funeral que el Vaticano quiere olvidar: cuando el cadáver del papa Pío XII explotó en su ataúd
Fumata blanca el primer día: el récord que ningún papa quita a Julio II y que seguirá vigente tras este cónclave
Se arrodilló. Escribió de su puño y letra. Y ofreció su vida para que liberaran a otro. El papa Pablo VI propuso intercambiar su cuerpo envejecido y cansado por el de un político secuestrado, sabiendo que no tendría segunda oportunidad. Era 1978, y en pleno vértigo de los Años de Plomo, el Vaticano no solo rezaba. También negociaba en secreto, mandaba emisarios encapuchados a cárceles y escribía cartas a criminales sin rostro. La idea, sin sentido para algunos, desesperada para otros, surgía de una certeza: había que intentarlo.
El papa conocía a Aldo Moro desde que ambos eran jóvenes. Habían compartido formación, creencias y una amistad que nunca se rompió. El político fue uno de los líderes más influyentes de la política italiana del siglo XX, presidente del Consejo de Ministros en varias ocasiones y principal arquitecto del acercamiento entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista.
El Vaticano tanteó el rescate con dinero y con un sacrificio personal
Cuando las Brigadas Rojas anunciaron que el expresidente democristiano estaba en su poder, Pablo VI activó todos los canales posibles para evitar un desenlace trágico. Según relató Giovanni Bianconi en Corriere della Sera, el pontífice encargó a varios capellanes que contactaran con la cúpula del grupo armado y ofrecieran una suma de dinero para pagar su rescate.
Los rumores sobre la cifra rondaban los diez millones de dólares. Pero hubo una propuesta más extrema. Algunas fuentes del entorno vaticano confirmaron años después que Pablo VI planteó incluso la posibilidad de ser él quien ocupara el lugar de su amigo.
La historia completa no se supo hasta que L’Osservatore Romano publicó una carta escrita por el papa con su puño y letra, fechada el 23 de abril, dirigida directamente a los captores. En ella, Pablo VI decía: “Os escribo a vosotros, hombres de las Brigadas Rojas… a vosotros, adversarios desconocidos e implacables de este hombre digno e inocente, os ruego de rodillas: liberad a Aldo Moro, sencillamente, sin condiciones”.
La misiva no tuvo efecto. Las autoridades italianas mantuvieron su negativa rotunda a negociar y la posición del Gobierno —avalada implícitamente por sectores de la Iglesia— fue firme desde el principio: no se liberarían presos a cambio de Moro. El mensaje del Papa fue interpretado de forma ambigua. Para algunos, se alineaba con la postura institucional de no ceder. Para otros, evidenciaba la fractura entre el corazón del pontífice y la frialdad del aparato eclesiástico y político.
El asesinato de Aldo Moro marcó al Papa y aceleró su final
El 9 de mayo, el cadáver de Aldo Moro apareció en el maletero de un Renault 4, estacionado en via Caetani, justo a medio camino entre las sedes del Partido Comunista y la Democracia Cristiana. Tenía once disparos. Había estado 55 días encerrado, juzgado por un tribunal clandestino y sentenciado a muerte por un grupo que lo consideraba un traidor al proletariado. La noticia sacudió al país. Al día siguiente, Pablo VI tenía prevista una audiencia con un grupo de niños que acababan de recibir la primera comunión. Lloró ante ellos y calificó la muerte de Moro como “una mancha de sangre que deshonra a nuestro país”.
Tres días más tarde, el Papa dirigió una oración pública a Dios en la basílica de San Juan de Letrán. Aquel día, Pablo VI dijo: “No has escuchado nuestra súplica por la salvación de Aldo Moro, este hombre bueno y manso, sabio e inocente… que era mi amigo”.
El impacto personal fue muy profundo. El propio Giulio Andreotti, entonces primer ministro, reconoció que el dolor que sufrió el pontífice en aquellos días aceleró su deterioro físico. Pablo VI fallecería apenas tres meses después. Sus allegados lo atribuían a un duelo sin consuelo. Nunca entendió por qué su intento de salvar a Moro fracasó. Ni por qué su carta no tuvo respuesta.
Hoy, cuando se recuerda su pontificado, pocos destacan aquel acto íntimo y arriesgado. Pero los documentos vaticanos lo recogen con claridad. El Papa se ofreció a cambio de un secuestrado. Fue ignorado. Esa carta, escrita desde la fe, desde la desesperación o desde la amistad —quizás desde las tres cosas— es uno de los gestos más extremos que ha protagonizado un pontífice moderno. Y probablemente, también, el más inútil.