EL COLISEO – Keith Hopkins y Mary Beard
¿Otro libro sobre el Coliseo, perdón, el Amphiteatrum Flavium? (nombre que, por otro lado, tampoco era el oficial, se llamó así a posteriori; para los romanos era simplemente el Amphiteatrum). Pero ¿qué más puede decirse de un edificio icono de una ciudad y una civilización, que recibe millones de visitantes –12,3 en 2023, por ejemplo– […]

¿Otro libro sobre el Coliseo, perdón, el Amphiteatrum Flavium? (nombre que, por otro lado, tampoco era el oficial, se llamó así a posteriori; para los romanos era simplemente el Amphiteatrum). Pero ¿qué más puede decirse de un edificio icono de una ciudad y una civilización, que recibe millones de visitantes –12,3 en 2023, por ejemplo– y sigue siendo uno de los principales focos de atención de Roma? Ya reseñamos en estos lares el libro de Fernando Lillo con «historias» del edificio y no hace mucho también el que este autor coescribió con María Engracia Muñoz-Santos, y en el que el Coliseo protagoniza un capítulo, o se comentó también otro anterior. Y los lectores ya habrán quedado más que ahítos con recreaciones del edificio y del mundo de la gladiatura a través del cine (Gladiator 2… Júpiter, llévame pronto) y las series de televisión, ¿Qué más hace falta decir sobre el tema que no se haya escrito ya en nuestro idioma y en los de fuera? Pues, créeme, lector curioso (o cansado), aún pueden decirse más cosas. Este libro, algo pequeñito (uoh-uh-uoh-uh-uoh), algo chiquitito, y que llega de la mano de dos grandes especialistas en el ámbito romano, como son el malogrado Keith Hopkins y la popularísima Mary Beard, nos hablan de qué fue el Coliseo en su momento (y qué después), qué sucedía allí, quiénes lo contemplaban y cómo era por dentro.
El Coliseo se publicó originalmente en 2005, unos meses después de la muerte de Hopkins en marzo de 2004 a punto de cumplir los 70 años. Quizá para los lectores de ahora o que no estén al tanto del ámbito académico, su nombre no les suene, aunque a algunos sí les conste una obra suya que tuvo edición castellana: Conquistadores y esclavos, publicado por Ediciones Península en 1981 (original de 1978), y que para los que ya peinamos canas fue todo un revulsivo en nuestra etapa universitaria. Este libro formó parte de un díptico llamado Sociological Studies in Roman History que tuvo un segundo volumen, inédito en castellano, titulado Death and Renewal (Cambridge University Press, 1983), y en el que Hopkins, digamos que desde un punto de vista «sociológico» realizó una serie de estudios sobre la muerte en Roma y su impacto en el orden social.
Uno de sus capítulos –el primero, de hecho– versa sobre los juegos gladiatorios y, comenta Hopkins (pág. 14), estos «proporcionaron un espacio para la participación popular en la ciudad de Roma»; citando a Cicerón en su discurso en defensa de Publio Sestio, «hay tres lugares donde la opinión y la voluntad del pueblo romano en cuestiones políticas pueden manifestarse de forma especial: en las asambleas, en los comicios y en las reuniones con motivo de los juegos y de las luchas de gladiadores» (106). Para Hopkins y Beard, como desarrollan en su libro, el Coliseo fue un espacio en el que no solo se acudía a contemplar unos juegos gladiatorios sino que, ya fuera siquiera por dónde se sentaban o ubicaban sus espectadores en función de una estricta estratificación social, mostrar unas «identidades colectivas», expresar su parecer o «dialogar» con el emperador cuando ya no ejerció su (debatible) derecho al voto; o, como diría después Juvenal en otro contexto, «este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, haces [las fasces de los lictores consulares], legiones, en fin todo, ahora deja hacer y solo desea con avidez dos cosas: pan y juegos en el Circo» (Sátiras, X, 78-80). Ciento cincuenta años pasan de un testimonio a otros, pero la «política», en el fondo, no se ha abandonado del todo por parte del pueblo romano. El Coliseo fue un altavoz –para los oídos principescos que quisieran o supieran escuchar, y en general todos los hacían– de un clamor más o menos sordo, más o menos teñido de aplausos, vítores y protestas, de un clima popular que no convenía desoír, al menos públicamente; comenta Hopkins en Death and Renewal: «bajo los emperadores, a medida que disminuyeron los derechos de los ciudadanos en la participación política, los espectáculos de gladiadores, los juegos y el teatro juntos brindaron repetidas oportunidades para la confrontación dramática entre gobernantes y gobernados» (pág. 15).
Pero el Coliseo no era únicamente un altavoz público o un espacio en el que los asistentes se sentaban según dónde les tocaba según su orden o clase (al margen de debates académicos sobre ambos términos) social, sino un lugar de esparcimiento, de contemplación (y disfrute) de unos espectáculos que no necesariamente buscaban el derramamiento de sangre. Cómo se construyó (y financió) y con qué fines forman parte de la narración de este libro, breve pero muy sustancioso, y que debe mucho a la formación intelectual de ambos autores, El Coliseo como espacio en el pasado, sí, pero también como espacio en la posteridad, y con muchas etapas, pues durante mucho tiempo fue un espacio semienterrado, en el que crecieron diversas especies de flora, que sirvió de cantera para palacios y edificios durante muchos siglos y que, por ejemplo, en la actualidad se utiliza como espacio religioso durante la Semana Santa católica: el ya tradicional Vía Crucis del Viernes Santo presidido por el obispo de Roma, es decir, el papa.
Es también el Coliseo un lugar que ha ejercido como «influencer» de la arquitectura de los siglos modernos, ámbito en el que incluso hubo capillas cristianas sobre la arena, en el que se han celebrado corridas de toros, que fue de especial interés para la propaganda fascista del inefable duce Mussolini, que ha despertado tanta fascinación como espanto entre los visitantes ilustres del siglo XIX –cuando aún no se había desenterrado el espacio que había bajo la arena con los pasadizos que hoy nos resultan tan familiares–, que se ha reutilizado no solo para conseguir piedra que reciclar, que ha tenido diversas restauraciones y que se ha planteado incluso una reconstrucción con visos al (aún más) interés turístico… y que nos dice tanto de la actitudes en los siglos en que los antiguos romanos lo utilizaron como de las que tenemos hoy en día.
Y no me tiréis más de la lengua pues os destriparé las enormes virtudes que, en menos de doscientas páginas (anexos aparte), destila la escritura de Hopkins y Beard, y sobre todo el análisis «sociológico» que ambos autores vierten sobre sus páginas; a modo de ejemplo, tenemos claras las dimensiones del edificio y su capacidad, pero, ¿estaban todos los espectadores sentados o había decenas de miles de asientos en las cáveas? ¿Y no estarían más bien muy apretaditos quienes allí se sentaran, sean las decenas de miles de personas que podían acceder durante los largos días de espectáculos diversos que empezaban a mediodía? De todo ello también se puede extraer una explicación, entre otras muchas, sobre los muchos aspectos que rodean, dentro y fuera del edificio, a ese espacio que hoy conocemos como Coliseo (y al margen del Colosseo Quadrato que podemos contemplar en la EUR).
Lo dicho, en un tema tan sobado como el de la gladiatura romana –¿no dije que este libro también la trata?–, esta es una lectura que por breve que sea aún depara reflexiones y sensaciones casi «nuevas». Palabrita.
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Keith Hopkins y Mary Beard, El Coliseo, traducción de Silvia Furió. Barcelona, Editorial Crítica, 2024, 226 páginas.