Daniel Muñoz: «Siempre hay una voluntad social»
En el núcleo del proceso creativo de Daniel Muñoz están sus libretas, pequeños cuadernos de viaje que atesora como reliquias de su arte. “Si las perdiera, me daría algo, tío, porque ahí sale todo: la estructura, los contenidos, incluso la estética”, confiesa. Cada una comienza con el lugar y la fecha —Madrid, Milán, Jaén—, un hábito que le permite rastrear a Daniel el origen de sus obras. La entrada Daniel Muñoz: «Siempre hay una voluntad social» aparece primero en Zenda.

Una cuadrilla de albañiles anda picando al otro lado de la pared del estudio en el que está trabajando en Madrid el artista Daniel Muñoz (Moraleja, Cáceres, 1980). Dice que ayer fue peor, así que se va a tomar libre la tarde, cuando termine la siguiente entrevista, la cual estaba programada en Moraleja, después de la presentación de su libro, Un tratado en torno al dibujo de contacto: 20 años de arte público (Autoeditado, 2025). Es viernes y, como se dice, el cuerpo lo sabe. Daniel Muñoz echa mano de las gafas de sol aunque el cielo esté nublado. El escritor y compañero de Zenda Luis Roso cede su espacio Crónicas Serragatinas para la ocasión.
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—¿Qué hace usted: pinta o dibuja?
—Hago dibujo. Lo utilizo como espíritu de casi todo lo que hago. Me parece la herramienta más primigenia, incluso previa a la escritura. Hacer un dibujo es una cosa súper inmediata, como la primera herramienta psicológica de construcción de ideas.
—¿Cómo habla una pintura?
—La pintura, desde el arte paleolítico hasta las vanguardias, a principios del siglo XX, ha hablado de una manera, con una narrativa basada en la simbología, muy cercano a lo literario, básicamente porque se utilizaba por la iglesia, por la religión, para contar historias. Y la pintura siempre ha estado muy vinculada la narración.
—¿Cuándo le empieza a hablar a usted la pintura?
—En el momento en el que tengo clara una idea que también se construye con el dibujo. Dentro de unos días voy a hacer un mural en un pueblo de colonización de los años cincuenta (llamado Alagón del Caudillo hasta que pasó a ser Alagón del Río en 2009). Tendré una serie de reuniones con la gente y hablaremos de la historia. Entonces el dibujo ya empezará a escuchar, a recibir ideas y a construir. Y luego comenzará a hablar en el momento en el que lo tenga clarísimo. Pero no pienso en otras formas. Es decir, no hago dibujos para pensar en una escultura o en una pintura. El dibujo siempre está ahí como una herramienta en todo el proceso, hasta el final.
—¿Es usted entonces lo que interpreta?
—La verdad es que la mayoría de las cosas que hago, todas, tienen bastante en cuenta sobre todo el contexto y la gente para la que están hechas. Al final es arte público. Mi curro siempre tiene que ver con la gente y con el contexto donde se va a desarrollar. Entonces, la interpretación al final no es solamente mía, sino que se construye en conjunto con un montón de personas que participan desde el minuto uno en ese proceso. No es que yo plantee la obra para que tenga una interpretación única, mía, como una visión, sino que siempre es colectiva.
—¿Sería correcto pensar que este libro nació hace 20 años?
—Sí, totalmente. En el 2007 me publicaron otro monográfico pequeñito, pero realmente era una recopilación de imágenes. Y éste al final da sentido a todas esas obras que he hecho. Incluso tiene piezas de hace 25 años que están formuladas en el libro de una manera totalmente diferente a cómo se concibieron en su momento. El libro en sí es un proyecto editorial, más que una recopilación de imágenes o de ideas concretas. Me molaba mucho la idea de que tuviera una utilidad o una poética un poco didáctica, como un atlas para lo común, porque siempre hay una voluntad social.
—En cambio, la portada es su «currículum vital»…
—Sí. Es el currículum vital por las vivencias que he tenido. 1982: dibujo todas las tardes en la tienda de ultramarinos de mi madre. 1984: envío semanal de cartas y dibujos a mi padre (porque se fue a vivir a Madrid). Habla no tanto del trabajo, sino de cómo esos pasos me han llevado a construir lo que hago. Y como ves, el dibujo siempre está presente.
—En Moraleja (Cáceres) se encuentra su primer mural, uno con personajes de dibujos animados. Ya en el 87 había dibujado a Orko, el mago de He-Man, de Los másters del universo.
—Sí, estaba obsesionado con ese personaje, me flipaba. Me encantaba que no tuviera piernas. Era un ente, y era oscuro, y tenía unos ojos brillantes, y no tenía rostro. Estaba obsesionado. Ese dibujo es uno de a lo mejor quince versiones que le enviaba a mi padre. Se leía una carta y el personaje se aparecía en un montón de ellas. Y ese mural que dices no son los dibujos, sino mis juguetes. Está hecho enfrente de la casa de mi madre. Yo todavía vivía en Madrid cuando lo hice, y me daba mucho reparo, porque mi madre, cuando saliera a la calle o abriera la persiana de su habitación iba a ver una obra de su hijo. Fue en verano. De repente me sacó una caja con mis muñecos, que no veía desde entonces, y los copié del natural; cogí el personaje y lo iba pintando. En realidad era una idea que me propuso mi madre sin querer proponérmela: «¿Por qué no dibujas esto?», me dijo. ¡Pues claro! Un regalo para ella.
—¿Le han atraído los personajes misteriosos, los villanos, desde siempre, como Jane Badler?
—A Jane Badler no la he dibujado, pero puse su nombre en el mural que hice en Moraleja, en el cuartel de la Guardia Civil. Fue mi primer mito sexual, la mala de V. Tienes razón con que hasta cierto punto siempre me han gustado las villanas, y Diana fue de los primeros impulsos sexuales que tuve.
—¿Qué vino antes: el impulso sexual o el impulso artístico?
—El artístico. Cuando somos niños no tenemos concepto del arte, evidentemente, pero sí es verdad que había una obsesión o una pulsión que me decía algo. Más que nada por lo que me dice mi familia. Salía del cole y mi madre, como tenía una tienda, me sentaba en una mesa que tenía y estaba toda la tarde dibujando. Vivía en una placita en la que había niños jugando, pero a mí me flipaba dibujar. Todos los niños y niñas lo hacemos de manera innata e inconsciente, pero yo simplemente no paré, no lo dejé. Pero creo que el arte aparece mucho más tarde, incluso después del grafiti. Cuando empecé a hacer grafiti, era evidentemente porque me atraía esa cultura, como a tanta gente, porque en los 90 era el boom. Pero creo recordar que no lo veía como una actividad artística, sino como un juego, casi como una cuestión de expandir el territorio, de crear una identidad secreta… El concepto de arte como definición de mi trabajo no es hasta los 23 ó 24. No lo sé, a lo mejor eran prejuicios también del grafiti, que era una cosa más popular, más cercano al juego que al arte.
—Y la gente que lo ve por la calle, ¿lo considera arte al pasar?
—Cuando nosotros empezamos había muy poca gente, pero después de 30 años las ciudades están reventadas de grafitis. En los 90 habría gente que vería eso como una expresión artística. Pero el grafiti al final tiene un código cerrado.
—En esto, ¿más vale pedir perdón que pedir permiso?
—Yo creo que sí. Pero bueno, en algunos casos también se pide permiso. Yo he pedido muchísimos. Mi obra más artística o mi discurso como artista, concretamente el tipo de obra que yo hago, necesita tiempo y necesita producción, en la que esa parte fugaz, rápida e ilegal, es prácticamente incompatible. Yo no pido permiso cuando quiero hacer un tag, pero sí para hacer otras cosas. De hecho, muchísima gente que me conoce como artista no sabe que hago grafiti (estrictamente hablando).
—¿El grafiti, universal, para qué se hace?
—Yo creo que el grafiti al final es uno de los primeros fenómenos de la globalización. Después de la caída del muro de Berlín triunfa la cultura norteamericana. ¿Y cuál era la cultura norteamericana en los años 90? El hip hop y el grafiti. Creo que da igual un grafiti en Rumanía, en Indonesia o en Cáceres. La forma del grafiti es agresiva, es un juego para escritores de grafiti, no se hace para otra cosa o para que la gente entienda nada. Tiene un código cerrado.
—¿Cómo llegó a desarrollar Experimento Galvánico: De la eugenesia espartana al Tinder VIP?
—El mural es una obra que realicé hace dos años en Orleans, Francia, en una escuela abandonada que llevaba el nombre de Jean Rostand, un biólogo conocido por sus ideas sobre la eugenesia positiva, un concepto que, aunque no tan extremo como las versiones asociadas al nazismo, promovía la mejora de la raza humana a través de la selección. La inspiración para este mural surgió de un proceso casi casual: cuando la organización me envió la ubicación del lugar a través de Google Street View, vi el rótulo de la escuela, «École Jean Rostand». Esto me llevó a investigar sobre Rostand, y al descubrir su conexión con la eugenesia, comencé a desarrollar la idea. Surge en un contexto de auge de la extrema derecha en Europa, con figuras como Marine Le Pen y Giorgia Meloni, y reflexiona sobre la eugenesia, desde sus orígenes en Esparta —donde los niños no aptos eran eliminados para crear una raza fuerte— hasta su eco moderno en aplicaciones exclusivas que restringen el acceso a una élite rica y atractiva, perpetuando la obsesión por la pureza y la exclusión. A través de un discurso visual, la obra critica este delirio de perfección humana, conectando la brutalidad espartana con las actuales dinámicas de exclusión basadas en belleza, riqueza o estatus, y denuncia el rechazo a la diversidad, como la marginación de personas con discapacidades o ciertos orígenes, revelando cómo estas ideas antiguas se reciclan en prejuicios contemporáneos que alimentan un ideal peligroso y excluyente.
—Quien lo vea por el título, ¿sabrá quién era Rostand y esta historia?
—El título lo considero súper importante en mis piezas, porque es bastante críptico el lenguaje: De la eugenesia espartana al Tinder VIP. Y una breve explicación, tanto en el libro como en Instagram o donde lo publiqué. Siempre procuro de manera concisa explicar el proyecto. Muchas veces es difícil.
—¿Cómo ha cambiado su entorno?
—Más que el entorno, ha cambiado mi concepto del entorno. El contexto es la base de todo lo que hago. Esta intervención que voy a hacer ahora en este pueblo que te digo, evidentemente tiene un contexto; está hecha para ese entorno. A medida de trabajar en entornos cambiantes, siempre diferentes, yo creo que lo que ha evolucionado es mi idea y la confianza en mí mismo al saber que el entorno es la base. Le doy muchísima importancia. A medida que he ido currando, me he dado cuenta de que eso hay que cuidarlo mucho y cada vez me interesa más. Puede ser el nombre de una escuela, este pueblo… El entorno es la base de la obra.
—¿Hace ya mucho tiempo de todo?
—Yo creo que no, tío. ¿Cuánto hace de la primera vez? Cuando tenía 25 años, en 2005, pensaba que ya hacía mucho tiempo de la primera vez. Supongo que lo haría por algún tipo de autocondescendencia conmigo mismo. No lo sé muy bien. Pero en el fondo creo que no, tío; yo me siento bastante vivo con todos los procesos del trabajo. Siento que sigo aportando cosas a mi propio discurso, me noto bastante joven porque siempre vuelvo a esta cosa del pueblito, como en el que voy a intervenir, porque me lo han dicho hace tres días. Veré el entorno, el regadío, cómo desviaron el río, cómo han cambiado el nombre, el patrimonio… Mi padre es más mayor que algunos de esos pueblos. Todo eso para mí es sangre, savia nueva. Siempre hay una sorpresa, un detonante, y eso me hace estar vivo.
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