Vargas Llosa: un hombre, una obra, un tiempo

No imagino la peripecia de nuestra generación sin personajes como Mario Vargas Llosa. Teníamos la misma edad y fuimos, por lo tanto, no solo ciudadanos de nuestros países sino –como decía el poeta Schiller– “ciudadanos de nuestro tiempo”. También, en lo personal, nos regaló el privilegio de su amistad e incluso nos acompañó desde nuestra primera presidencia, ofreciendo una fantástica conferencia en el Edificio Libertad, por entonces sede del Poder Ejecutivo.Cuando lo conocimos, ya éramos sus lectores y vivimos, por lo mismo, en profundidad aquel gran momento de la literatura latinoamericana. Escribíamos en el diario Acción, dirigido por el formidable demócrata que fue el presidente Luis Batlle Berres. Allí compartíamos redacción con Juan Carlos Onetti, que era bastante mayor que nosotros y fue un precursor del boom de los años 60. Su clima existencialista, su mundo sombrío de personajes derrotados por la vida aunque redimidos por el amor, no le llegaba por entonces al gran público. Los que vinieron más tarde, como el propio Mario, contribuyeron a que se mirara su obra en la dimensión que hoy se le reconoce.La ciudad y los perros fue la primera novela de Vargas Llosa que leímos. Realista, dramática, ubicada en el Colegio Militar Leoncio Prado, que entonces se escandalizó con la obra y al que Mario volvió a visitar, en el final de su vida. Nos sacudió pero a la vez nos deslumbró con su modo de narrar. Por ejemplo, la escena en que el cadete Fernández denuncia por teléfono al Tte. Gamboa que la muerte del cadete Arana fue un asesinato, inaugura una suerte de método cinematográfico en que la vivencia dramática del joven que se atreve se mezcla con las conversaciones paralelas que se escuchan en el bar desde el que habla. Luego vinieron dos grandes obras: Conversación en La Catedral y La casa verde. Allí alcanza la madurez del gran escritor. El comienzo de Conversación es como el de El Quijote o el de Cien años de soledad, ya un clásico: “Desde la puerta de La Crónica, Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el medio día gris. ¿En qué momento se habrá jodido el Perú?”.La guerra del fin del mundo es una dimensión absolutamente distinta a todo lo anterior: es una epopeya, en la que se transforma el viejo relato de Euclides da Cunha (Os Sertões). El mesianismo de Antonio Conselheiro, el predicador rodeado de una extraña multitud, una suerte de corte de los milagros, se enfrenta a la dureza de un Estado que acaba de abandonar la monarquía para adentrarse en un inesperado militarismo de inspiración positivista. Naturalmente, nuestra aproximación a la literatura es la de un apasionado amateur, no la de un crítico, pero adquiere en el caso una dimensión histórica, porque se corresponde con la irrupción de García Márquez, Cortázar, nuestro amigo Carlos Fuentes, que configuraron el tan mentado boom. Cuando miramos en perspectiva aquel momento, realmente sentimos que fue nuestro Siglo de Oro, para etiquetarlo como el de España de los XVI y XVII.Ese gran momento es coincidente además con un fenómeno histórico, la revolución cubana de 1959, que primero encendió el continente de entusiasmo y luego de guerrillas y golpes de Estado. Entre los intelectuales dividió profundamente las aguas cuando Fidel y el Che llevaron el movimiento a la dictadura marxista. Mario dijo en la revista Panorama, en 1984, que mientras los europeos han hecho un replanteamiento, “en América Latina la mayoría baila aún obedeciendo a reflejos condicionados, como el perro de Pavlov”. No se guardó de criticar a García Márquez, a Benedetti y Cortázar, y añadió: “Estos son los más ilustres, pero luego hay un número infinito de intelectuales medianos y menores, todos perfectamente manipulados, subordinados, corruptos. Corruptos por el reflejo condicionado del miedo de afrontar el mecanismo de satanización que posee la extrema izquierda”. A él le contestó Benedetti, armándose una famosa polémica que se prolongaría desde otros ángulos hasta hoy. Del lado de Mario estuvo Octavio Paz, de la generación anterior, no solo poeta superior sino el ensayista mayor de aquel tiempo. También Ernesto Sabato, por supuesto, y el chileno Jorge Edwards, otro gran amigo, que abrió la embajada del Chile de Allende en Cuba secundando a Neruda y al descubrir la realidad publicó su famoso Persona non grata, un verdadero clásico, en que narra sus desventuras en La Habana. En cualquier caso, todos los que lucharon del lado democrático lo hicieron como caballeros andantes, enfrentando a una maquinaria infernal de propaganda marxista que camuflada y disfrazada todavía persiste, pese a las miserias a que ha llegado Cuba.Mario Vargas Llosa nunca se guardó nada de lo que pensaba. Su honestidad intelectual fue paralela a su coraje cívico, patrimonio también de su enorme legado. Cuando se lanzó a la campaña presidencial de 1990 fue en un momento de enorme vacío en la vida política peru

Abr 26, 2025 - 05:39
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Vargas Llosa: un hombre, una obra, un tiempo

No imagino la peripecia de nuestra generación sin personajes como Mario Vargas Llosa. Teníamos la misma edad y fuimos, por lo tanto, no solo ciudadanos de nuestros países sino –como decía el poeta Schiller– “ciudadanos de nuestro tiempo”. También, en lo personal, nos regaló el privilegio de su amistad e incluso nos acompañó desde nuestra primera presidencia, ofreciendo una fantástica conferencia en el Edificio Libertad, por entonces sede del Poder Ejecutivo.

Cuando lo conocimos, ya éramos sus lectores y vivimos, por lo mismo, en profundidad aquel gran momento de la literatura latinoamericana. Escribíamos en el diario Acción, dirigido por el formidable demócrata que fue el presidente Luis Batlle Berres. Allí compartíamos redacción con Juan Carlos Onetti, que era bastante mayor que nosotros y fue un precursor del boom de los años 60. Su clima existencialista, su mundo sombrío de personajes derrotados por la vida aunque redimidos por el amor, no le llegaba por entonces al gran público. Los que vinieron más tarde, como el propio Mario, contribuyeron a que se mirara su obra en la dimensión que hoy se le reconoce.

La ciudad y los perros fue la primera novela de Vargas Llosa que leímos. Realista, dramática, ubicada en el Colegio Militar Leoncio Prado, que entonces se escandalizó con la obra y al que Mario volvió a visitar, en el final de su vida. Nos sacudió pero a la vez nos deslumbró con su modo de narrar. Por ejemplo, la escena en que el cadete Fernández denuncia por teléfono al Tte. Gamboa que la muerte del cadete Arana fue un asesinato, inaugura una suerte de método cinematográfico en que la vivencia dramática del joven que se atreve se mezcla con las conversaciones paralelas que se escuchan en el bar desde el que habla. Luego vinieron dos grandes obras: Conversación en La Catedral y La casa verde. Allí alcanza la madurez del gran escritor. El comienzo de Conversación es como el de El Quijote o el de Cien años de soledad, ya un clásico: “Desde la puerta de La Crónica, Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el medio día gris. ¿En qué momento se habrá jodido el Perú?”.

La guerra del fin del mundo es una dimensión absolutamente distinta a todo lo anterior: es una epopeya, en la que se transforma el viejo relato de Euclides da Cunha (Os Sertões). El mesianismo de Antonio Conselheiro, el predicador rodeado de una extraña multitud, una suerte de corte de los milagros, se enfrenta a la dureza de un Estado que acaba de abandonar la monarquía para adentrarse en un inesperado militarismo de inspiración positivista.

Naturalmente, nuestra aproximación a la literatura es la de un apasionado amateur, no la de un crítico, pero adquiere en el caso una dimensión histórica, porque se corresponde con la irrupción de García Márquez, Cortázar, nuestro amigo Carlos Fuentes, que configuraron el tan mentado boom. Cuando miramos en perspectiva aquel momento, realmente sentimos que fue nuestro Siglo de Oro, para etiquetarlo como el de España de los XVI y XVII.

Ese gran momento es coincidente además con un fenómeno histórico, la revolución cubana de 1959, que primero encendió el continente de entusiasmo y luego de guerrillas y golpes de Estado. Entre los intelectuales dividió profundamente las aguas cuando Fidel y el Che llevaron el movimiento a la dictadura marxista. Mario dijo en la revista Panorama, en 1984, que mientras los europeos han hecho un replanteamiento, “en América Latina la mayoría baila aún obedeciendo a reflejos condicionados, como el perro de Pavlov”. No se guardó de criticar a García Márquez, a Benedetti y Cortázar, y añadió: “Estos son los más ilustres, pero luego hay un número infinito de intelectuales medianos y menores, todos perfectamente manipulados, subordinados, corruptos. Corruptos por el reflejo condicionado del miedo de afrontar el mecanismo de satanización que posee la extrema izquierda”. A él le contestó Benedetti, armándose una famosa polémica que se prolongaría desde otros ángulos hasta hoy. Del lado de Mario estuvo Octavio Paz, de la generación anterior, no solo poeta superior sino el ensayista mayor de aquel tiempo. También Ernesto Sabato, por supuesto, y el chileno Jorge Edwards, otro gran amigo, que abrió la embajada del Chile de Allende en Cuba secundando a Neruda y al descubrir la realidad publicó su famoso Persona non grata, un verdadero clásico, en que narra sus desventuras en La Habana. En cualquier caso, todos los que lucharon del lado democrático lo hicieron como caballeros andantes, enfrentando a una maquinaria infernal de propaganda marxista que camuflada y disfrazada todavía persiste, pese a las miserias a que ha llegado Cuba.

Mario Vargas Llosa nunca se guardó nada de lo que pensaba. Su honestidad intelectual fue paralela a su coraje cívico, patrimonio también de su enorme legado. Cuando se lanzó a la campaña presidencial de 1990 fue en un momento de enorme vacío en la vida política peruana. Entre la guerrilla rampante y la inflación desatada, una irrupción militar flotaba en el ambiente. Evitó un desastre, aunque perdió las elecciones en la segunda vuelta. Lo suyo era demasiado racional…

Nos vimos en muchas partes del mundo, pero los más gratos encuentros fueron acá, en Montevideo. En nuestra casa o en las librerías montevideanas, que siempre lo ilusionaban. Como una cierta ocasión en que recorrimos cuatro hasta encontrar las traducciones que de Shakespeare había hecho Idea Vilariño y quería leer. Para no olvidar.