Augusto Roa Bastos. Gran retratista de la figura del dictador latinoamericano
El escritor paraguayo es considerado un antecedente del boom; hoy se cumplen veinte años de su muerte
Augusto Roa Bastos, el escritor paraguayo de cuya muerte en Asunción se cumplen hoy 20 años, estuvo íntimamente ligado a la Argentina, donde vivió casi tres décadas, en un largo exilio obligado por las circunstancias políticas de su país.
El 28 de abril de 2005, dos días después de su muerte, el diario la nacion le dedicó varios artículos destinados a evocarlo. El principal de ellos, “Roa Bastos todavía está aquí”, enviado desde Highland Park, New Jersey, donde residía entonces, estaba firmado por un escritor varios años más joven: Tomás Eloy Martínez.
El recordado autor de Santa Evita contaba aspectos de la vida de Roa Bastos desconocidos por el gran público y cómo había sido su relación con él, su primer amigo cuando llegó a Buenos Aires desde Tucumán, con menos de 20 años de edad. Recordaba que los primeros libros que Roa Bastos leyó fueron los de la biblioteca de su padre, Lucio Roa, un hombre severo, de acción, lector de los clásicos españoles –Quevedo, Cervantes– y de las Confesiones de San Agustín, que conocía de memoria y que marcaron el fin de su vocación religiosa. Después de una crisis, Lucio, por entonces un joven seminarista, colgó la sotana y se fue al monte a talar árboles.
Su tío le permitió leer autores por entonces prohibidos, como Rousseau
En otra nota, se mencionaba a un tío paterno del escritor, Hermenegildo Roa, un austero obispo que había tenido a su cargo la educación de Roa Bastos, quien lo consideraba su “verdadero padre”. Este tío le permitió leer autores por entonces prohibidos: Rousseau y Voltaire.
Seguramente, Hermenegildo Roa le sirvió al futuro escritor como modelo para uno de sus mejores y más emotivos relatos, “El viejo señor Obispo”, incluido en El trueno entre las hojas, su primer libro de cuentos, que la editorial Losada publicó en nuestro país en 1953.
Su cuento “El trueno entre las hojas” le abrió las puertas del cine argentino
Su obra literaria se había iniciado en 1942 con El ruiseñor de la aurora y otros poemas. Años después aparecerían sus novelas Hijo de hombre (1960) y Yo el Supremo, de 1974, sobre José Gaspar Rodríguez de Francia, dictador supremo del Paraguay entre 1814 y 1840. Esta novela, que lo consagró mundialmente, fue prohibida por la dictadura militar argentina. En 1976, invitado por la Universidad de Toulouse, Roa Bastos dejó su exilio porteño y se radicó en Francia, donde vivió veinte años y donde fue profesor de literatura latinoamericana y guaraní. La llamada “trilogía paraguaya” se cerró en 1993 con El fiscal.
Fue el cuento “El trueno entre las hojas”, cuyo título está tomado de una leyenda aborigen (el trueno cae y se queda entre las hojas. Los animales comen las hojas y se ponen violentos. Los hombres comen los animales y se ponen violentos. La tierra se come a los hombres y empieza a rugir como el trueno), el que le abrió las puertas del cine argentino como adaptador o argumentista de más de una decena de películas. La película El trueno entre las hojas, de 1958, dirigida por el cineasta y actor Armando Bó tuvo a una joven Isabel Sarli en su primer papel protagónico. El film mostraba por primera vez en nuestro cine, con gran escándalo de grupos en su mayoría religiosos cuyos jóvenes destrozaban los afiches publicitarios callejeros, un desnudo femenino.
Al año siguiente le seguiría Sabaleros, con guion de Bó y la colaboración de Roa Bastos. Luego vendrían Shunko (1960), Hijo de hombre y Alias Gardelito (1961), basado en el relato de Bernardo Kordon, y Ya tiene comisario el pueblo (1967), entre otras películas, y colaboraría con directores como Lautaro Murúa, Lucas Demare y Enrique Carreras.
¿Cómo habrá sido la reacción del escritor al ver a Isabel Sarli, esa sensual joven actriz, que sin dudas lo deslumbró? Según la opinión de las mujeres que lo conocieron, Roa Bastos era muy seductor pero nada atractivo: de escasa estatura y narigón, hacía pensar en aquellos célebres versos de Quevedo: “Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa…”. Lo cierto, es que no le faltaron amores y amoríos. Mantuvo cuatro relaciones estables. En 1942 se casó con Lidia Mascheroni, con quien tuvo dos hijos. Le siguió Isabel Duarte, con la que tuvo a su hijo Augusto. Luego fue el turno de una argentina, Amelia Nassi Hannois y, en su madurez, residiendo ya en Francia, conoció a Iris Giménez, docente francesa, hija de españoles, que fue su traductora y le dio tres hijos.
La poeta santafesina Amelia Biagioni (1918-2000) confesó que Roa Bastos, con quien convivió dos años, fue el gran amor de su vida. A pesar de la separación, la amistad perduró hasta el final.
La escritora argentina Alicia Dujovne Ortiz, radicada en Francia desde hace casi medio siglo, cuenta una graciosa anécdota del día que lo conoció personalmente. Tiempo antes, ella le había enviado una copia del manuscrito de su exitosa Eva Perón. La biografía, que Roa Bastos leyó con “mágico disfrute”. El libro se tradujo a numerosos idiomas y fue best seller. La elogiosa carta del escritor figura, con su generoso consentimiento, en la contratapa del libro.
En cierta oportunidad, Dujovne Ortiz lo vio en un restaurant de París, donde él estaba con amigos. Se acercó a saludarlo, precipitada, y tropezó. Roa Bastos la miró con ojos burlones: “Bueno m’hija, no se emocione tanto”, le dijo.
Otro escritor argentino con quien Roa Bastos tuvo trato fue Adolfo Bioy Casares. Bioy lo invitó a su casa, en octubre de 1998, cinco meses antes de su muerte. Roa Bastos, Bioy y Guillermo Cabrera Infante, el escritor cubano que vivía en Londres y no pudo venir porque estaba enfermo, integraban el Jurado del Premio Clarín de Novela, que se definía en pocos días. En 1990, cuando se le otorgó a Bioy Casares el prestigioso Premio Cervantes, Roa Bastos, que un año antes había recibido esa distinción, era el presidente del jurado.
Sus últimos años fueron tristes y solitarios. Iris Giménez, su pareja, había muerto, y la mujer encargada de cuidarlo le restringía las visitas, lo dejaba encerrado y solo, y sin teléfono. Dos hijos del escritor la denunciaron por abandono de persona. La mujer fue juzgada y condenada.
Augusto José Antonio Roa Bastos había nacido en Asunción el 13 de junio de 1917; murió allí en 2005. Sus cenizas fueron depositadas en el cementerio de la Recoleta, de esa ciudad, donde una Fundación lleva su nombre.
Sobre el final de esta nota, me pregunto qué diría el escritor paraguayo si pudiera leerla: tal vez repitiría una frase muy suya: “La vida es un olvido continuado”. O quizás diría “Bueno m’hijo, no se emocione tanto”.