Un puente llamado León XIV
Así es Robert Prevost, el primer Papa estadounidense y cercano a Francisco.

La etimología siempre da pistas. Y la de pontífice nos lleva a la figura de un constructor de puentes. Precisamente, este es el perfil que esbozaban del futuro Papa los cardenales en la última congregación general, antes de que los electores se encerrasen en la Capilla Sixtina. Estos, utilizando las palabras de Francisco cuando se presentó, fueron a buscar otro Papa al fin del mundo (misionero en Perú); a un Papa del centro del mundo (nació y vivió en Estados Unidos) y, a su vez, con un peso importante en la Curia Romana.
Porque Robert Francis Prevost, desde hace unas horas León XIV, encarna el vínculo entre el norte y el sur, entre los países más desarrollados —donde hay mucha pobreza espiritual— y las zonas más desfavorecidas en lo material. Pero también une la labor pastoral, la de un misionero a pie de calle, y la responsabilidad de haber sido gestor de su orden, la de san Agustín, o del organismo vaticano que se encarga del nombramiento de los obispos.
Tampoco es baladí la elección de un nombre, León, que nos remite a grandes Papas. Como grandeza —de lo que representa— entraña la recuperación de la muceta, la estola o la cruz pectoral dorad para presentarse ante el pueblo, que Francisco había decidido no llevar. Tan coherente y celebrada una decisión como la otra. Un gesto personal en una Iglesia rica en carismas, que es diversa y plural en su comunión.
El primer papa León, el Magno, doctor de la Iglesia, tuvo un gran interés por la paz. El último, León XIII, marcó el magisterio social de la Iglesia, con una encíclica como Rerum novarum, en la que hizo una férrea defensa de la dignidad humana, por ejemplo, en el mundo del trabajo, donde reclamó salarios justos y condenó la esclavitud. Así, León XIV puede ser, siguiendo la estela de los pontificados anteriores, un puente para un mundo marcado por las guerras y los conflictos, por la polarización y el enfrentamiento a todos los niveles, insistiendo en la paz y ejerciendo la mediación de la diplomacia vaticana.
Y seguro que será puente para llevar el anuncio del Evangelio a aquellos lugares donde se ignora o incluso se desprecia. A las periferias existenciales y las pobrezas espirituales que también sufrimos en el primer mundo. Porque la fe tiene hoy un fuerte mensaje de esperanza, como proclamó desde la Logia de las Bendiciones de la Basílica de San Pedro: «¡Dios ama a todos y el mal no prevalecerá!».
En su primera homilía confirmó esto, al señalar que la misión más urgente de la Iglesia es llevar la fe a los lugares más alejados, porque la falta de ella tiene, además, graves consecuencias, como la pérdida del sentido de la vida o violación de la dignidad humana.
Es este un gran reto para la Iglesia, hacer que su mensaje cale en una sociedad, fundamentalmente la occidental, que ha dado la espalda a Dios, pero que, sin embargo, está necesitada de trascendencia.