Más allá de la casualidad: la elección del nombre de León XIV
Dos mil años de historia dan para mucho. Por eso, cuando el protodiácono Dominique Mamberti ha pronunciado en latín el nombre del nuevo papa, León XIV,...

Dos mil años de historia dan para mucho. Por eso, cuando el protodiácono Dominique Mamberti ha pronunciado en latín el nombre del nuevo papa, León XIV, ha sido inevitable pensar en otros hombres y en otras épocas. Primeramente, en el hermano León, el más querido de los compañeros de San Francisco de Asís. Quien fuera su discípulo, secretario y confesor, León, de alma sencilla y pura, se había unido a la fraternidad en 1210 y se mantuvo cerca del fundador hasta el final, siendo el único testigo de sus estigmas. Ahora, Robert Prevost, sucesor de un papa llamado Francisco, ha escogido el nombre del que fuera el mejor amigo del santo de Asís, fiel intérprete de su doctrina. A la vista de las palabras de León XIV en el balcón de San Pedro, en las que ha pedido permiso para “dar continuidad” a la bendición de Francisco, parece que la elección del nombre deja atrás la casualidad.
La tradición de la Iglesia, siempre mantenida y siempre renovada, arroja más opciones. A la vista del discurso del nuevo pontífice, en el que ha instado al encuentro, al diálogo y a la paz, parece inevitable fijarnos en otro protagonista evidente: León XIII (1810-1903). El papa de la famosa encíclica Rerum novarum, primera de carácter social, que defendió los derechos de los obreros y propuso un modelo socioeconómico basado en los principios del Evangelio (el distributismo), supuso un alegato en favor de la justicia social, en un mundo complejo e injusto para los pobres, no muy distinto del nuestro. Sus habilidades diplomáticas pusieron fin a hostilidades notorias, como las del imperio alemán o la tercera república francesa hacia los católicos, lo que motivó la redacción de otra encíclica, Inmortale Dei, en la que se regulaba la relación de la Santa Sede con los estados-nación. También la polarización de nuestro tiempo, con tantas guerras en curso, requiere un papa diplomático al servicio de la paz. Y hay más asuntos, porque León XIII fue un papa que llamó la atención sobre la acción misionera, y a estas alturas todos sabemos que Prevost ha sido misionero en Perú, ese querido país asolado durante décadas por el terrorismo y la corrupción. Igual que hizo este pasado jueves al finalizar su discurso con el rezo del Ave María, seguramente el nuevo papa tiene costumbre de encomendarse a la Virgen, lo que le acerca más a ese antecesor homónimo que envió su bendición a Bernardette Soubirous, vidente de las apariciones marianas de Lourdes, en su lecho de muerte. Juzguen ustedes los paralelismos.
Y, ¿qué hay de los otros doce “Leones”? Vayamos primeramente a la etimología. Del latín, Leo. El animal de la valentía, el símbolo de San Marcos y una imagen de peso en la cristología, representación del propio Cristo, el verdadero “León de Judá”. El león simboliza la valentía y fuerza de Cristo, así como su linaje real y su autoridad. No extraña, por ello, que hayan sido muchos los papas que han elegido este nombre, el sexto más repetido en la historia pontifical. El primero de ellos, San León, doctor de la Iglesia, fue considerado por Benedicto XVI uno de los papas “más importantes de la historia de la Iglesia”, tal y como señaló en una audiencia del año 2008. Sus escritos contribuyeron a aclarar la doctrina sobre la naturaleza divina y humana de Cristo, así como al desarrollo de la autoridad papal. El II, el III y el IV, todos ellos del primer milenio, fueron también santos, venerados por los católicos por sus contribuciones a la doctrina o a la estabilidad de la Iglesia, y habrá que esperar al IX para retomar esta tradición. Entre medias, el breve León VIII (964-965), considerado antipapa y después papa, en ese complejo panorama de ordenaciones ad hoc, luchas y deposiciones que, en ocasiones, conformó el clero medieval. Reformador de la moral fue León IX, aunque su pontificado precipitó el Cisma de Oriente, que supuso la división de las iglesias católica y ortodoxa. Una suerte similar tuvo León X, hijo de Lorenzo de Médici, llamado el Magnífico, quien también fue testigo de otra escisión, esta vez la de los protestantes, al rechazar las Tesis de Martín Lutero, quien terminó condenado y excomulgado. A él, como papa del Renacimiento, le debemos las magníficas estancias vaticanas pintadas por Rafael, así como la reorganización de la Universidad de La Sapienza y la promoción de los estudios humanistas. Brevísimo, solo un mes, duró el pontificado de León XI, y controvertido e impopular, el de León XII.
Las luces y sombras de estos “Leones” de Roma no son más que un recordatorio para Prevost, quien tiene en sus manos de hombre, imperfectas y pobres, escribir su propia historia. La primera línea de su pontificado ya nos deja algún dato esperanzador: misión, paz, justicia, fraternidad. Palabras que suenan a continuidad, y que se verán enriquecidas por su carisma agustino, defensor de la caridad, y por su larga trayectoria internacional. A la larga lista de los papas llamados León, añadamos a los otros dos papas de la orden de San Agustín (Alejandro IV y Adriano VI), aquel obispo de Hipona que, por cierto, también pasó una temporada, aunque no muy bien avenida, en la Ciudad Eterna.
Bajo los grandes capiteles de la basílica de San Pedro, la expresión emocionada del nuevo papa parecía apuntar a su inmensa tarea y al ineludible peso de la historia. Consciente de ello, ha pedido ayuda para “construir puentes”, esa tarea que va implícita en su cargo de pontífice (del latín, Pontifex, el “hacedor de puentes”) y cuyo título nominal surgió en los primeros tiempos de Roma, cuando sus fundadores buscaron una solución para cruzar el Tíber. Ojalá Robert Prevost, como un león valiente y fuerte, se atreva con esta gran tarea de construir, atravesar y alcanzar esa orilla soñada que es la eternidad.