Un día de Europa nublado y gris
El principal problema que tiene la Unión Europea no proviene de fuera, sino de dentro, y se llama nacionalismo. Una enfermedad que regresa desde los episodios más tenebrosos de nuestra historia, de la mano de los movimientos y partidos de extrema derecha, más fuertes que nunca desde el final de la segunda guerra mundial Este año, el día de Europa amanece oscuro, nublado políticamente por una situación geopolítica inestable y amenazadora, que afecta en particular a nuestro continente, y por un crecimiento del extremismo ultranacionalista y antidemocrático que está produciendo un grave sesgo antieuropeísta en el seno de la Unión Europea, con la consiguiente división interna y el aumento de su fragilidad y debilidad política. No es un día para celebraciones, sino para reflexionar sobre lo que está pasando, sus causas y consecuencias, y para tratar de analizar cómo se puede revertir, o al menos frenar, una deriva muy peligrosa que puede poner en riesgo nuestra seguridad, nuestro modo de vida, nuestros valores, nuestros intereses, y los avances en un proceso de unidad europea que comenzó hace ya 75 años. La situación de guerra que vive Europa desde hace más de tres años, como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania, es sin duda el primer y principal motivo de preocupación, no solo porque la ingente ayuda europea aportada al país agredido – 140.000 millones de dólares -, mayor que la de EEUU, no ha servido para que recuperara su soberanía territorial, sino porque la paz que se anuncia, promovida desde Washington sin el concurso europeo, no traerá probablemente una estabilidad duradera, ni creará un marco de seguridad sólido que permita volver a la normalidad en el continente. Por el contrario, se ha extendido el temor – probablemente infundado – a que la agresividad rusa, encarnada en su presidente, Vladimir Putin, no se detenga en Ucrania, lo que ha provocado una psicosis prebélica, en especial en algunos países del este y el norte del continente que sienten más próxima la amenaza. En este escenario, ya convulso, ha irrumpido desde enero la segunda presidencia en EEUU de Donald Trump, que ha entrado en la escena internacional – tal como se esperaba – como un elefante en una cacharrería. Su absoluto desprecio de las instituciones y normas internacionales, su descarado unilateralismo y egoísmo nacional, sus aspiraciones neoimperialistas, el ninguneo e incluso la coacción a sus aliados y socios tradicionales, incluida la ida y venida de sus imposiciones arancelarias, han causado consternación en todo el mundo, pero principalmente en Europa, que ha confiado su seguridad desde el final de la segunda guerra mundial al gigante americano, y ha basado su política exterior e incluso su economía en una amistosa y leal relación trasatlántica. La UE no hizo, cuando todavía podía, los deberes de avanzar hacia una autonomía estratégica y ahora se encuentra atrapada entre la imprevisible agresividad de Putin y la presión de Trump para que asuma el supuesto coste de su propia defensa con un rearme desproporcionado e innecesario, cuyo único objetivo real es el beneficio de la industria armamentística estadounidense, no la autonomía defensiva. Con todo, el principal problema que tiene la Unión Europea no proviene de fuera, sino de dentro, y se llama nacionalismo. Una enfermedad que regresa desde los episodios más tenebrosos de nuestra historia, de la mano de los movimientos y partidos de extrema derecha, más fuertes que nunca desde el final de la segunda guerra mundial. En siete países europeos partidos ultraderecha dirigen el gobierno, forman parte de él, lo sostienen desde fuera, o han ganado las últimas elecciones, como el Partido de la Libertad en Austria, aunque haya sido excluido de la coalición gobernante, porque allí ha funcionado el cordón sanitario que otros partidos de la derecha teóricamente democrática europea ignoran para su propio beneficio. No todos los partidos de extrema derecha comparten el mismo programa político, pero todos son restrictivos de derechos y atacan a valores democráticos sin los cuales la UE no tiene futuro ni razón de existir. Y en lo que respecta a su política exterior, los hay desde los prorrusos - Orbán, Fico – hasta los que seguirán a Trump hasta el fin del mundo – Meloni , Abascal -. pero todos ellos son partidarios de menos Europa, contrarios a que la UE avance hacia la unidad política y a que desarrolle su autonomía estratégica. Hay que constatar que los que quieren acabar con la Unión Europea, o reducirla a una mera área de libre comercio, para recuperar una soberanía absolutamente ficticia, inane, que solo les haría más débiles y más dependientes de las grandes potencias, son los mismos que combaten o desprecian los derechos humanos, civiles o sociales, los mismos que están en contra de las medidas de protección del medio ambiente, los partidarios del darwinismo social, los que abominan de la protección de la mu

El principal problema que tiene la Unión Europea no proviene de fuera, sino de dentro, y se llama nacionalismo. Una enfermedad que regresa desde los episodios más tenebrosos de nuestra historia, de la mano de los movimientos y partidos de extrema derecha, más fuertes que nunca desde el final de la segunda guerra mundial
Este año, el día de Europa amanece oscuro, nublado políticamente por una situación geopolítica inestable y amenazadora, que afecta en particular a nuestro continente, y por un crecimiento del extremismo ultranacionalista y antidemocrático que está produciendo un grave sesgo antieuropeísta en el seno de la Unión Europea, con la consiguiente división interna y el aumento de su fragilidad y debilidad política. No es un día para celebraciones, sino para reflexionar sobre lo que está pasando, sus causas y consecuencias, y para tratar de analizar cómo se puede revertir, o al menos frenar, una deriva muy peligrosa que puede poner en riesgo nuestra seguridad, nuestro modo de vida, nuestros valores, nuestros intereses, y los avances en un proceso de unidad europea que comenzó hace ya 75 años.
La situación de guerra que vive Europa desde hace más de tres años, como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania, es sin duda el primer y principal motivo de preocupación, no solo porque la ingente ayuda europea aportada al país agredido – 140.000 millones de dólares -, mayor que la de EEUU, no ha servido para que recuperara su soberanía territorial, sino porque la paz que se anuncia, promovida desde Washington sin el concurso europeo, no traerá probablemente una estabilidad duradera, ni creará un marco de seguridad sólido que permita volver a la normalidad en el continente. Por el contrario, se ha extendido el temor – probablemente infundado – a que la agresividad rusa, encarnada en su presidente, Vladimir Putin, no se detenga en Ucrania, lo que ha provocado una psicosis prebélica, en especial en algunos países del este y el norte del continente que sienten más próxima la amenaza.
En este escenario, ya convulso, ha irrumpido desde enero la segunda presidencia en EEUU de Donald Trump, que ha entrado en la escena internacional – tal como se esperaba – como un elefante en una cacharrería. Su absoluto desprecio de las instituciones y normas internacionales, su descarado unilateralismo y egoísmo nacional, sus aspiraciones neoimperialistas, el ninguneo e incluso la coacción a sus aliados y socios tradicionales, incluida la ida y venida de sus imposiciones arancelarias, han causado consternación en todo el mundo, pero principalmente en Europa, que ha confiado su seguridad desde el final de la segunda guerra mundial al gigante americano, y ha basado su política exterior e incluso su economía en una amistosa y leal relación trasatlántica. La UE no hizo, cuando todavía podía, los deberes de avanzar hacia una autonomía estratégica y ahora se encuentra atrapada entre la imprevisible agresividad de Putin y la presión de Trump para que asuma el supuesto coste de su propia defensa con un rearme desproporcionado e innecesario, cuyo único objetivo real es el beneficio de la industria armamentística estadounidense, no la autonomía defensiva.
Con todo, el principal problema que tiene la Unión Europea no proviene de fuera, sino de dentro, y se llama nacionalismo. Una enfermedad que regresa desde los episodios más tenebrosos de nuestra historia, de la mano de los movimientos y partidos de extrema derecha, más fuertes que nunca desde el final de la segunda guerra mundial. En siete países europeos partidos ultraderecha dirigen el gobierno, forman parte de él, lo sostienen desde fuera, o han ganado las últimas elecciones, como el Partido de la Libertad en Austria, aunque haya sido excluido de la coalición gobernante, porque allí ha funcionado el cordón sanitario que otros partidos de la derecha teóricamente democrática europea ignoran para su propio beneficio.
No todos los partidos de extrema derecha comparten el mismo programa político, pero todos son restrictivos de derechos y atacan a valores democráticos sin los cuales la UE no tiene futuro ni razón de existir. Y en lo que respecta a su política exterior, los hay desde los prorrusos - Orbán, Fico – hasta los que seguirán a Trump hasta el fin del mundo – Meloni , Abascal -. pero todos ellos son partidarios de menos Europa, contrarios a que la UE avance hacia la unidad política y a que desarrolle su autonomía estratégica.
Hay que constatar que los que quieren acabar con la Unión Europea, o reducirla a una mera área de libre comercio, para recuperar una soberanía absolutamente ficticia, inane, que solo les haría más débiles y más dependientes de las grandes potencias, son los mismos que combaten o desprecian los derechos humanos, civiles o sociales, los mismos que están en contra de las medidas de protección del medio ambiente, los partidarios del darwinismo social, los que abominan de la protección de la mujer y las minorías, los que criminalizan a los emigrantes, los mismos que enarbolan el derecho de Israel a defenderse, los patriotas que admiran y aplauden a Trump aun cuando perjudique gravemente a su país. Los que defienden un nacionalismo excluyente que conduce inexorablemente a que las élites dominantes – que tienen mucho más fácil controlar el poder en un Estado que en toda la Unión - puedan ejercer su actividad extractiva sin limitaciones supranacionales difíciles de eludir. Por supuesto, saben que su interés en debilitar la UE coincide objetivamente con el de Trump y el de Putin, pero no les importa, porque su ideología - o el temor a perder sus fuentes de financiación - están muy por encima de los intereses y valores de sus conciudadanos.
Esta perversa deriva política provoca una grave fragmentación e inestabilidad política que debilita gravemente a la Unión Europea, porque también afecta a los dos grandes motores de la UE: Alemania y Francia. En Alemania, la coalición entre la conservadora CDU/CSU - que ganó las elecciones federales en febrero con el segundo resultado peor de su historia -, y el socialdemócrata SPD – que obtuvo su peor porcentaje desde la creación de la República Federal-, demostró su debilidad cuando el nuevo canciller, Friedrich Merz, necesitó ir a una segunda votación para ser elegido, y tendrá muchas dificultades para hacer frente a los retos que presenta su futuro inmediato, en particular los económicos - Alemania lleva dos años en recesión - y los relativos a la inmigración y asilo. Su fracaso sería el empujón definitivo para la extrema derecha de Alternativa para Alemania que fue segunda en las elecciones con más del 20% de los votos, y primera en los cinco länder de la antigua República Democrática.
En Francia, el presidente Emmanuel Macron ha tenido que hacer equilibrios para designar un gobierno viable, después de que el primero formado tras las elecciones legislativas de 2024 fuera derribado por una moción de censura. En las elecciones, la ultraderechista Agrupación Nacional (RN) fue el partido más votado, aunque la primera coalición fue la izquierdista del Nuevo Frente Popular, que ya ha saltado por los aires por el apoyo del Partido Socialista al gobierno del centrista François Bayrou. Macron no se puede presentar a las presidenciales de 2027 y no se puede descartar que el próximo presidente de la república sea alguien que pertenezca o sea apoyado por RN, en especial si la inhabilitación a la que ha sido condenada su presidenta, Marine LePen, es anulada en apelación y puede ser candidata.
Por lo que se refiere a las instituciones comunitarias, en el Parlamento Europeo surgido de las elecciones de 2024, la corriente política más numerosa es la extrema derecha, si se suman los tres grupos en los que se encuadra más los no inscritos de esa ideología - 198 diputados, el 27% - y el primer grupo parlamentario, el Partido Popular Europeo – 188 – no descarta colaborar con algunos de ellos, como los Hermanos de Italia de Giorgia Meloni, sobre todo porque en su seno hay una tendencia – dirigida por Manfred Weber - más cercana a la ultraderecha que a los socialdemócratas o los liberales. La Comisión Europea fue ratificada con el menor número de votos de su historia, tiene dos comisarios – italiano y húngaro - de extrema derecha, y una Alta Representante cuya única obsesión es combatir a Rusia.
No es de extrañar que en este escenario las políticas europeas sean más neoliberales y favorables al capitalismo financiero que nunca, que el Parlamento y la Comisión hayan callado ante el anuncio de Trump de anexionarse, incluso por la fuerza, un territorio - Groenlandia – bajo soberanía de uno de sus estados miembros, o que la Comisión proponga un plan de rearme desmesurado – hasta 800.000 millones – sin decir en qué, ni para qué se va a gastar, siguiendo las exigencias del presidente de EEUU, mientras en la UE faltan millones de viviendas asequibles y hay tres millones de desempleados menores de 25 años.
La debilidad de las instituciones comunitarias y la división entre los Estados miembros afectan principalmente a la política exterior y de seguridad de la UE que en la mayoría de los casos está paralizada y no puede de tomar decisiones comunes. Por eso no se ha acompañado la ayuda a Ucrania de ningún esfuerzo para alcanzar la paz por vías políticas y negociadas y nos encontramos ahora con que la paz la van a hacer otros a pesar de que vayamos a ser los principales afectados, después del país agredido. Por eso no hemos podido implementar los acuerdos sobre migración y asilo, muertos antes de nacer. Por eso somos incapaces de actuar genéricamente ante los aranceles unilaterales de Trump y nos acogemos a una negociación en inferioridad de condiciones. Por eso asistimos pasivamente, o somos cómplices, del espantoso genocidio y limpieza étnica de los palestinos en Gaza, y en Cisjordania, el peor desde el de Ruanda, cargándonos con una culpa que no compensa la del holocausto, sino que se añade a ella, y caerá siempre sobre nuestra conciencia.
Esta no es la Europa que queremos, sino la que nos provoca decepción, a veces vergüenza, la que hace que la mitad de los europeos no vote en las elecciones al parlamento comunitario, y provoca que muchos se pregunten si vale la pena seguir unidos, y si la UE puede y quiere defender realmente la justicia y la paz, o solo es fiel a sus principios cuando le interesa.
Y, no obstante, Europa es aún el único camino. Todos los países europeos son demasiado débiles en un mundo que amenaza de nuevo con apresarlos en una renacida confrontación de imperialismos en la que se verán obligados a elegir entre lo malo y lo peor. Tampoco ningún país, ni los más grandes, puede controlar a las poderosas empresas multinacionales, como las tecnológicas, que quieren condicionar nuestro futuro, o a los poderosos fondos de inversión que especulan con nuestro bienestar para obtener beneficios desorbitados. No hay alternativa. Solo firmemente unidos podemos optar los europeos a jugar en la primera liga, y defender así - al menos los que aún creemos en ellos - nuestros valores de libertad, democracia, paz, justicia social, solidaridad, que están hoy en una grave situación de riesgo, tal vez la peor desde la segunda guerra mundial, y mantenernos a salvo de agresiones o coacciones.
Por eso decimos, sí, más Europa. Pero también mejor Europa. Más democrática, más social, más justa, más pacífica. Debemos decir no a la Europa neoliberal, insolidaria, egoísta, economicista, interesada, vacilante. No al belicismo, al rearme desproporcionado, a los recortes sociales. No a agachar la cabeza ante las imposiciones de Trump ni a temblar ante la agresividad de Putin. Nunca tendrá Europa más fuerza que la que surja de su unidad, su razón y su determinación colectiva. No a la indiferencia ante el genocidio en Palestina, no al recorte del derecho de asilo, no a la precariedad laboral, no al hambre o la miseria en nuestros países ni en ningún otro del mundo. No podemos abdicar de nuestros valores. Si Europa no es capaz de ser el modelo, ¿quién lo será?
Es evidente que el proceso de integración europeo afronta, por razones externas e internas, uno de los momentos más difíciles de su historia. Hay nubes oscuras en el horizonte que amenazan tormenta, y justifican sin duda la preocupación e incertidumbre que ahora sentimos. Pero dicen las buenas lenguas que después de la lluvia siempre sale el sol. Jean Monnet, el autor de la declaración que Robert Schuman leyó el 9 de mayo de 1950 iniciando, con la Comunidad del Carbón y del Acero, la construcción de la unidad europea, dijo que Europa se haría de crisis en crisis. Las Comunidades Europeas primero y la Unión Europea después, han superado ya unas cuantas, y el proceso ha seguido avanzando. No hay que perder la esperanza de que la actual se supere también en favor de un nuevo paso adelante que nos lleve a una mayor integración política, y con ella, a una autonomía estratégica que nos permita seguir nuestro propio camino sin tutelas ni imposiciones.
El próximo domingo muchos españoles vamos a poder salir a la calle para decir alto y claro que queremos más y mejor Europa, que no queremos plegarnos a la coacción de Trump ni de Putin, ni ceder nuestros valores y principios ante las corrientes antieuropeístas y antidemocráticas que crecen como un cáncer en el seno de la Unión intentando dinamitar el proyecto común. Que queremos una UE pacífica, democrática y social, en la que progresar individual y colectivamente. Que no vamos a consentir que el sueño europeo se convierta en una noche oscura que nos devuelva a tiempos pasados llenos de dolor, furia, odio y violencia.