Mi hijo sabrá quién fue Ana Orantes
Cuando pienso en Ana Orantes pienso también en mi hijo. En el miedo que parece que sentimos las madres al educar a la próxima generación de hombres.


“Verse en las facciones de un hijo es una promesa de durar un poco más en la historia”, escribió la poeta Giovanna Cristina Vivinetto. Se me viene a la cabeza este verso siempre que miro el rostro de Raquel Orantes, pues en él permanece una memoria no solo familiar, sino colectiva, tan suya como nuestra. “Eres la viva imagen de tu madre”, le dicen a menudo, y con razón. Raquel parece haber tenido la urgencia de juntar los trozos de la existencia de su madre a través de su propio cuerpo. El hijo crece dentro de la madre, pero no es menos cierto que la madre también crece dentro del hijo. En Raquel, y también en sus hermanos Rafa y Charo, late la posibilidad de un futuro que nunca fue. El reflejo de Ana Orantes en sus hijos e hijas —en su gestualidad incluso, en su forma de hablar también— es la continuación de una línea de la vida que desapareció antes de tiempo. Por eso Raquel no tiene miedo de envejecer: podrá ver a su propia madre cumpliendo años, y mirarse en el espejo será como mirarla a ella de nuevo.
Pensaba en todo esto mientras le otorgaban la medalla de la Igualdad a Ana Orantes, un reconocimiento que la sitúa como una de las fundadoras de la ley contra la violencia de género. Pocas veces se ha elevado a un pódium tan consagrado a una mujer andaluza, sin estudios académicos y de clase obrera. Ella que decía que no sabía hablar pero que inventó su propia lengua para contarse porque las palabras no alcanzaban a contener su propia realidad. Sus hijas Raquel y Charo recogían el galardón en su nombre mientras repetían una y otra vez: “Qué lejos estás llegando, mamá, a pesar de todo”. Cada vez que se honra a Ana Orantes, se está logrando exactamente lo que su exmarido quería impedir cuando la asesinó: una existencia dichosa e insubordinada.
Pensaba, también, en mi propio hijo. En el miedo que parece que sentimos las madres al educar a la próxima generación de hombres. A veces cae sobre nosotras el peso de la responsabilidad de educar a hijos feministas, signifique eso lo que signifique. Como si el punto de partida fuese una presunción de culpabilidad por todo el horror acumulado, un malestar trasladado a una vida tan minúscula que apenas ahora está descubriendo que tiene manos. El temor a no saber cómo convertir a mi hijo en un buen hombre me sobresalta de cuando en cuando, condenándole yo misma a ser alguien que todavía no es.
“No he sido capaz de tener hijos. Los traería a un mundo del que no he podido disfrutar”, decía hace poco Raquel Orantes en una entrevista. Entiendo que es difícil sostener una nueva vida cuando estás tratando de sobrevivir al fin de otra. Sin embargo, nunca he conocido tanta ansia de vida como en quienes aparentemente lo han perdido todo. No es tanto una romantización del sufrimiento como un reconocimiento del coraje que supone levantarse cada día para abrirse paso en la vida con uñas y dientes, aferradas a ella como perras hambrientas. Por eso, ver a Raquel Orantes con mi hijo en brazos fue todo un acto de esperanza. Fui capaz de sentirme ligera por primera vez ante la verdad contundente de que mi hijo no es solo mío. Podría detenerme en todos los malos ejemplos que conocerá, pero esa incomodidad forma parte de la propia vida. En cambio, elijo mirar a mi alrededor y agradecer a todas las personas —más allá de la familia de sangre— que, con generosidad, podrán mostrarle a Ariel caminos que merecen ser explorados. Alana quizá pueda enseñarle a amar la feminidad de las diosas travestis, María podría explicarle por qué la oscuridad nos lleva a lugares luminosos, y Gemma le recordará que siempre habrá un plato caliente para él en su mesa. De Saúl aprenderá que llevar el pelo rosa no te hace menos listo ni menos serio, y Dani le contará lo dura que es la soledad de las personas queer mayores pero que también habitan universos llenos de felicidad y goce.
Quizá Raquel no haya podido disfrutar de este mundo como le habría gustado, pero mi hijo sí disfrutará de este mundo gracias al amor que recibe. Mi hijo sabrá quién fue Ana Orantes de la mano de su propia hija. Conocerá el sufrimiento pero también la dicha de quien vivió un año entero de libertad después de cuarenta años de sometimiento. Será la forma de domesticar el desaliento de un mundo en el que todavía hoy convivimos con una violencia pegajosa y repugnante, pero un mundo que también habitó Ana Orantes. Solo por eso, merece besar el suelo que pisamos.