Tenía el pelo tan largo que, haciendo el amor con mi esposa, no la veía. Una suerte de sombrilla hecha no de paja, sino de cabello castaño liso, caía sobre mi rostro, cubría mis ojos y se agitaba conmigo como un parasol que fuese a salir volando. Si quería besar a mi esposa, tenía que hacer una pausa y retirarme el pelo de la cara. -Ya vengo -le dije, interrumpiendo bruscamente la ceremonia del amor, entorpecida por mi melena impertinente. Enseguida caminé al vestidor, me puse un gorro marrón y regresé a la cama con ínfulas de atleta. Mi esposa, al verme, soltó una carcajada. -Sácate eso -me dijo-. Te ves ridículo. Así no te puedo coger. No me quedó...
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