Los monjes medievales también lloraban y su masculinidad dependía del silencio y la penitencia

Disciplina interior - Lejos de las gestas bélicas, muchos hombres medievales encontraron su virilidad en la penitencia y el control del cuerpo, donde llorar no era signo de debilidad, sino de fuerza espiritualNi guarros ni caras tiznadas: el daño de 'El nombre de la rosa' a la higiene en la Europa medieval El hombre medieval se definía por lo que podía hacer: luchar, proteger a su familia, transmitir su linaje. Sin embargo, a lo largo de los siglos, la masculinidad pasó por una transformación radical dentro de la Iglesia. Cuerpos y mentes fueron transformados, redefiniendo la virilidad como algo completamente opuesto a la imagen tradicional del caballero que luchaba con honor. La imposición de la celibato, la lucha contra la lujuria y la necesidad de “extinguir el fuego del deseo” se convirtieron en pilares esenciales. Gerald de Aurillac, un noble del siglo IX, es uno de los más insólitos ejemplos de este cambio radical. Su vida, lejos de las glorias de la guerra, se vio marcada por una obsesión con la pureza y el rechazo de la masculinidad tradicional, un hecho que lo llevó a ser venerado como santo, pero no de la manera que se esperaría. Cómo cambió la idea de ser hombre en la Edad Media La imagen de un hombre que, lejos de buscar el aplauso de sus victorias, se obsesionaba con su integridad física y espiritual, resulta desconcertante. Odo de Cluny, en la hagiografía que dedicó a este personaje, cuenta que Gerald llegó a ser tan maniaco de la pureza que, si en alguna ocasión sufría lo que él llamaba una “ilusión nocturna”, se apresuraba a deshacerse de cualquier vestigio de “impureza”. Lo hacía con tal ahínco que “lavaba lo ocurrido en el sueño no solo con agua, sino también con lágrimas”. En un contexto medieval donde las visiones sobre la castidad estaban enormemente influenciadas por la Iglesia, esta obsesión se inserta dentro de un ciclo de reformas que buscaban redefinir la masculinidad del clero. Al extenderse por Europa, las nuevas reglas religiosas cambiaron el ideal masculino, asociándolo más con la renuncia y el sacrificio que con la fuerza o el liderazgo familiar Las reformas monásticas que recorren Europa desde el siglo X, como la benedictina y la cisterciense, no solo trataban de limpiar la corrupción eclesiástica, sino que también transformaban la figura del hombre religioso. Un hombre, que en tiempos de los francos se definía por su capacidad de pelear y heredar, ahora debía rechazar los deseos carnales. Era un cambio radical que desembocaba en la creación de una “masculinidad monástica”, donde lo secular era visto como un obstáculo para la santidad. Esta masculinidad renegaba de todo lo que tradicionalmente se consideraba propio de los hombres: la guerra, el matrimonio, la procreación. Gerald, al igual que otros santos de su tiempo, no solo renunciaba a estos aspectos de su vida, sino que sus propios actos eran vistos como un modelo de virtud, aunque totalmente ajeno a las tradiciones guerreras y de familia. Pero siendo un noble, tenía responsabilidades militares que le exigían participar en batallas, pero decidió rechazar la violencia física. Él y sus escoltas luchaban utilizando solo el plano de sus espadas y el extremo romo de las lanzas, convencidos de que la victoria debía atribuirse únicamente a la voluntad de Dios. Este rechazo a la brutalidad no era solo una postura pública, sino que en su vida privada también evitaba hacer alarde de su fuerza física. Prefería dedicarse al diálogo y al estudio, buscando el cultivo de la mente antes que la afirmación del cuerpo. El deseo se convirtió en el mayor enemigo de la virtud Pero no solo Gerald se encargó de esta revolución de la pureza. Peter Damian, un monje benedictino del siglo XI, expresó con fuerza esta nueva visión del hombre. Afirmó que la lucha contra el deseo y la tentación era tan difícil que la única manera de enfr

May 17, 2025 - 17:22
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Los monjes medievales también lloraban y su masculinidad dependía del silencio y la penitencia

Los monjes medievales también lloraban y su masculinidad dependía del silencio y la penitencia

Disciplina interior - Lejos de las gestas bélicas, muchos hombres medievales encontraron su virilidad en la penitencia y el control del cuerpo, donde llorar no era signo de debilidad, sino de fuerza espiritual

Ni guarros ni caras tiznadas: el daño de 'El nombre de la rosa' a la higiene en la Europa medieval

El hombre medieval se definía por lo que podía hacer: luchar, proteger a su familia, transmitir su linaje. Sin embargo, a lo largo de los siglos, la masculinidad pasó por una transformación radical dentro de la Iglesia. Cuerpos y mentes fueron transformados, redefiniendo la virilidad como algo completamente opuesto a la imagen tradicional del caballero que luchaba con honor.

La imposición de la celibato, la lucha contra la lujuria y la necesidad de “extinguir el fuego del deseo” se convirtieron en pilares esenciales. Gerald de Aurillac, un noble del siglo IX, es uno de los más insólitos ejemplos de este cambio radical. Su vida, lejos de las glorias de la guerra, se vio marcada por una obsesión con la pureza y el rechazo de la masculinidad tradicional, un hecho que lo llevó a ser venerado como santo, pero no de la manera que se esperaría.

Cómo cambió la idea de ser hombre en la Edad Media

La imagen de un hombre que, lejos de buscar el aplauso de sus victorias, se obsesionaba con su integridad física y espiritual, resulta desconcertante. Odo de Cluny, en la hagiografía que dedicó a este personaje, cuenta que Gerald llegó a ser tan maniaco de la pureza que, si en alguna ocasión sufría lo que él llamaba una “ilusión nocturna”, se apresuraba a deshacerse de cualquier vestigio de “impureza”.

Lo hacía con tal ahínco que “lavaba lo ocurrido en el sueño no solo con agua, sino también con lágrimas”. En un contexto medieval donde las visiones sobre la castidad estaban enormemente influenciadas por la Iglesia, esta obsesión se inserta dentro de un ciclo de reformas que buscaban redefinir la masculinidad del clero.

Al extenderse por Europa, las nuevas reglas religiosas cambiaron el ideal masculino, asociándolo más con la renuncia y el sacrificio que con la fuerza o el liderazgo familiar

Las reformas monásticas que recorren Europa desde el siglo X, como la benedictina y la cisterciense, no solo trataban de limpiar la corrupción eclesiástica, sino que también transformaban la figura del hombre religioso.

Un hombre, que en tiempos de los francos se definía por su capacidad de pelear y heredar, ahora debía rechazar los deseos carnales. Era un cambio radical que desembocaba en la creación de una “masculinidad monástica”, donde lo secular era visto como un obstáculo para la santidad. Esta masculinidad renegaba de todo lo que tradicionalmente se consideraba propio de los hombres: la guerra, el matrimonio, la procreación.

Gerald, al igual que otros santos de su tiempo, no solo renunciaba a estos aspectos de su vida, sino que sus propios actos eran vistos como un modelo de virtud, aunque totalmente ajeno a las tradiciones guerreras y de familia.

Pero siendo un noble, tenía responsabilidades militares que le exigían participar en batallas, pero decidió rechazar la violencia física. Él y sus escoltas luchaban utilizando solo el plano de sus espadas y el extremo romo de las lanzas, convencidos de que la victoria debía atribuirse únicamente a la voluntad de Dios.

Este rechazo a la brutalidad no era solo una postura pública, sino que en su vida privada también evitaba hacer alarde de su fuerza física. Prefería dedicarse al diálogo y al estudio, buscando el cultivo de la mente antes que la afirmación del cuerpo.

El deseo se convirtió en el mayor enemigo de la virtud

Pero no solo Gerald se encargó de esta revolución de la pureza. Peter Damian, un monje benedictino del siglo XI, expresó con fuerza esta nueva visión del hombre. Afirmó que la lucha contra el deseo y la tentación era tan difícil que la única manera de enfrentarse a ello era con ayunos extremos. “El horno de tu cuerpo escupe bolas de fuego como el Vesubio inquieto”, escribió, describiendo el feroz combate que los hombres de su tiempo libraban contra su propia humanidad.

En este contexto, la figura de Gerald, como se señala en Maria Ciszkowicz en History Today , puede ser vista como una reflexión más en este conflicto entre lo secular y lo monástico, pero con una obsesión particular por la pureza llevada al extremo.

Aunque para muchos hombres de la época medieval, como el rey Alfredo, la lucha y el matrimonio formaban parte integral de su masculinidad, el modelo monástico desafiaba esta idea. Si el clérigo no podía tener hijos, ni defender tierras ni nombres a través de la guerra, ¿qué le quedaba para demostrar su virilidad?

Una nueva forma de entender el poder a través de la renuncia

Este dilema fue abordado por varios medievalistas, como R. Swanson, que propuso que la Iglesia fue responsable de crear un “tercer género” en el que los clérigos, al no poder expresar su masculinidad a través de medios tradicionales, se encontraron atrapados en una especie de limbo de género.

La famosa renuncia de los monjes a sus deseos no les otorgaba solo virtudes, sino que les entregaba una cierta flexibilidad, haciendo que el cuerpo ya no fuera una limitación sino un vehículo para la salvación.

Gerald de Aurillac representa la transformación de los valores viriles, cambiando la espada por la pureza y haciendo de su cuerpo un espacio de vigilancia constante.

En un testimonio personal revelador, Guibert de Nogent, un monje del siglo XI, escribió en su Monodiae sobre el conflicto emocional que le causaba su vida monástica. En uno de los pasajes más interesantes, relató cómo, a medida que su cuerpo se desarrollaba, su mente se veía constantemente arrastrada hacia los deseos carnales. “Mi mente repetidamente caía en recordar lo que podría haber sido en el mundo”, apuntó, reflejando la tensión que vivían aquellos que, como él, se habían apartado de las expectativas tradicionales de la virilidad.

Como ocurre con muchos de estos relatos medievales, la lucha entre lo que se espera de un hombre y lo que realmente se es, se convirtió en la piedra angular de la construcción de una identidad que podía ser tanto masculina como espiritual. Los monjes no tenían que ser violentos o fértiles, sino que podían alcanzar una masculinidad “superior” a través de la renuncia.

Sin embargo, como lo demostró Gerald, esta nueva virilidad no solo requería la contención de los deseos, sino también una fascinante reinterpretación de la vulnerabilidad, algo tan ajeno a la virilidad tradicional, pero tan esencial para la santidad.

La hagiografía de Gerald de Aurillac, como otros relatos de la época, es mucho más que una simple historia de fe. Refleja una redefinición profunda del hombre medieval, aquel que, lejos de las batallas externas, libraba una guerra interna contra su propia naturaleza. Y en esa lucha, se gestó un tipo de masculinidad diferente, más ligada a la espiritualidad que al cuerpo.

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