Lo que el AVE se llevó: privacidad, silencio y la vergüenza ajena

Voy en el AVE saliendo de Madrid hasta mi casa en la provincia de Alicante, algo que hago cada semana. Desde ya, me arrepiento de no haber traído auriculares. El interior del tren contrasta con la belleza del paisaje en este atardecer de mayo. A mi alrededor, varios pasajeros han decidido convertir el vagón en … Continuar leyendo "Lo que el AVE se llevó: privacidad, silencio y la vergüenza ajena"

May 8, 2025 - 20:58
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Lo que el AVE se llevó: privacidad, silencio y la vergüenza ajena

Voy en el AVE saliendo de Madrid hasta mi casa en la provincia de Alicante, algo que hago cada semana. Desde ya, me arrepiento de no haber traído auriculares. El interior del tren contrasta con la belleza del paisaje en este atardecer de mayo. A mi alrededor, varios pasajeros han decidido convertir el vagón en su salón privado, sin preguntar a nadie, claro. Uno grita una llamada en altavoz como si los demás necesitáramos conocer lo que ocurre en su casa. Otro deja sonar el móvil cinco veces con una canción espantosa como tono, lo saca del bolsillo, lo mira y no lo coge. ¿Estamos bien?

Dos horas y media de sufrimiento

No es que uno pretenda viajar en completo silencio. Pero lo mínimo, lo básico, lo civilizado, sería poner el móvil en modo silencioso y usar auriculares o, en su defecto, hablar bajo. O bien, llamar desde el espacio entre vagones para minimizar el impacto sonoro. Porque sí, resulta que hay formas de mantener una conversación sin invadir los tímpanos ajenos.

Es curioso cómo algunos necesitan reafirmar su existencia a través del volumen. Como si hablar bajito restara autoridad. Como si un móvil en silencio significara rendirse al sistema. Aquí hay quien responde notas de voz a grito pelado, quien se graba audios sin pudor, quien necesita compartir con el vagón entero qué ha comido, qué ha dicho su jefe y qué piensa hacer el fin de semana. El AVE, a ratos, parece una especie de club improvisado de exhibicionistas verbales sin filtro.

Y mientras, el resto bajamos la vista, subimos el volumen de nuestros cascos, menos yo, o entrenamos la técnica del resoplido más o menos contenido. Porque protestar abiertamente ya es casi un acto de rebeldía. Y nadie quiere montar un escándalo al final de un a jornada larga de trabajo.

¿Tan difícil es entender que un espacio compartido requiere respeto? El teléfono móvil, ese gran invento, se ha convertido en el epicentro de una nueva mala educación. Esa que no se nota al principio, pero que se filtra en cada mensaje.

No, no estoy pidiendo que todo el mundo viaje en plan meditación, ni que se imponga el silencio monástico en esta tarde de nuevo papado. Solo un poquito de sentido común, algo de empatía. Porque cuando uno se sube al tren, no quiere que el viaje se convierta en el podcast involuntario de vidas ajenas.