Hola, stranger, de Chloé Wallace
Este no-diario esconde, a través de una serie de ensayos autobiográficos tan honestos como humorísticos, un intento de la autora —y realizadora— Chloé Wallace de encontrarse a sí misma y, sobre todo, de localizar ese lugar al que por fin pueda llamar hogar. En Zenda reproducimos las primeras páginas de Hola, stranger (Lava), de Chloé... Leer más La entrada Hola, stranger, de Chloé Wallace aparece primero en Zenda.

Este no-diario esconde, a través de una serie de ensayos autobiográficos tan honestos como humorísticos, un intento de la autora —y realizadora— Chloé Wallace de encontrarse a sí misma y, sobre todo, de localizar ese lugar al que por fin pueda llamar hogar.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Hola, stranger (Lava), de Chloé Wallace.
***
Lost
Lost in the heat of it all
Girl, you know you’re lost
Lost in the thrill of it all
Miami, Amsterdam
Tokyo, Spain, lost
Los Angeles, India
Lost on a train, lost
Lost, Frank Ocean, 2012
*
//
tengo cicatrices en los muslos
tengo señales y manchas en el culo
tengo moratones en los brazos
y sigo sin entender cómo llegaron allí
tengo marcas de la edad, manos, pasión, torpeza
tengo un mapa en la piel que indica el camino
nyc, 2017
//
*
Frente al espejo
Llevo pensando en mi cuerpo desde que tenía seis años. Eso son ya más de veinte. Dándole vueltas a diario. A veces, solo un pensamiento o dos. Algo pasajero. Otras, muchas, un bucle interminable. El cuerpo. Mi cuerpo. El cúmulo de células que lo conforma. La bolsa de piel y huesos y pelos y pecas y manchas. La carne que envuelve mi cerebro.
¿Te parece demasiado dramático? No diré que no. ¿Exagerado? Posiblemente. Pero así es el cuerpo. O al menos así es mi historia con el mío.
Al principio, todo se reducía a la altura. ¿Quién era el más alto de la clase?
Con el tiempo, ese todo fue extendiéndose y llegó a otras partes del cuerpo. Al pelo. ¿Quién lo tenía más largo? A las piernas. ¿Quién corría más rápido? Pero, en algún momento, otra cosa pasó a primer plano y la gran diferencia surgió entre nosotros. Los chicos y las chicas dejamos de ser iguales. Ahora nuestras preocupaciones eran otras. ¿Quién era la más guapa? ¿Y el más mono?
El primer recuerdo que tengo de odiar mi cuerpo fue cuando tenía seis años. Una niña en clase me señaló la nariz y dijo que parecía un cerdo. Cerdo-cerdito-cerdito. Mi piel rosada iba a juego.
Fue entonces cuando comencé a detestar mi piel como por defecto. Aborrecía mi cara. Mi nariz. Y así es cómo tracé una lista, cada más vez más larga y en continuo proceso de ampliación, de cosas a las que odiar. Una detrás de otra. Todas siempre presentes en mi cabeza, todo el día. Y todas mías, por supuesto.
Unos años más tarde, las tetas se convirtieron en el centro absoluto de mi cuerpo. De nuestros cuerpos. Cuando digo nuestros, hablo de nosotras, pero también de ellos. Para los chicos se convirtió en una fuente de comentarios y risas, rumores y bromas, algo que se suponía que tenían que mirar. Que comerse con los ojos. Para nosotras, era algo muy diferente. Una medida de nuestro propio valor. Cuánto más grandes, mejor. Más populares seríamos. Más preciadas. Incluso valiosas. Y aunque el pelo también era importante, esta vez el vello: en nuestras piernas, nuestras axilas, asomando por las braguitas; las tetas fueron el tema de conversación principal a partir de entonces.
Así fue hasta que años después comencé a follar y dejé de preocuparme tanto, una vez me di cuenta de que yo misma admiraba todas las formas y tamaños. Que me daba igual si eran grandes o pequeñas. Que eran bonitas. Todas. Pero eso, esa revelación, aún no estaba a mi alcance.
Me gustaban mis tetas. Me gustan. Pero al principio, a los doce años, se convirtieron en un blanco fácil para la intimidación. Recuerdo que las chicas de mi clase me palpaban la espalda para ver si llevaba sujetador o no, y se burlaban cuando lo hacía, tirando de la parte de atrás del mío, el más sencillo y básico, que realmente no sujetaba nada, con tanta fuerza que cuando lo soltaban era como un latigazo.
Casi al mismo tiempo, dejamos de preocuparnos por la altura o la velocidad, antes tan importantes en nuestras vidas. La delgadez era ahora primordial. O, mejor dicho, señalar a quien no lo estaba. El ser grande en vez de pequeña. Como si ser gorda fuera lo peor que una podía ser en la vida.
Y así la delgadez, y todo lo que la rodea, se convirtió en el núcleo de nuestros días. Eso y las tetas, claro.
Por mi parte, supe enmascararlo bien durante unos años. Supongo que, de algún modo, todas aprendimos a hacerlo. Fingíamos que pensábamos en otras cosas. Un secreto a voces: el arte de los adolescentes.
Todavía hoy me impresiona, aunque ya no me sorprende, cómo cada mujer que he conocido ha tenido algún tipo de problema con su cuerpo en un momento u otro de su vida. En diferentes formas, estados y etapas, pero siempre, un problema. Un pensamiento, revoloteando en la cabeza. A estas alturas, todos —y cuando digo todos, me refiero a aquellos que considero que tienen cerebro y que, además, se permiten el lujo de utilizarlo— sabemos que la culpa es del patriarcado —patriarcado: qué bien me hubiera venido esa palabra en mis días de cerdo-cerdito-cerdito—. Del sistema. De los medios de comunicación. De las referencias culturales. De esa larga lista que ya nos sabemos de memoria.
Pero ¿y las consecuencias de todo esto? ¿Del odio contra una misma? ¿Del desgarro constante? Nadie nos cuenta cómo lidiar con el post-odio. Ni qué hacer o cómo convivir con ello. Un residuo latente.
***
En marzo del 2021 me operaron por primera vez en mi vida. Apendicitis. Una parte de mí fue extraída por primera vez.
Sentí mi cuerpo, su dolor, como nunca antes lo había experimentado. Y mientras sufría esa nueva y desconocida percepción de mi fragilidad, la enfermera me pesó.
La verdad es que no me he pesado en años —me aterroriza la báscula, vivo más feliz sin ella—. Pero cuando escuché el número saliendo de sus labios —la enfermera lo dijo sin más, casi más para ella y su libreta que para otra persona—, todo lo que pude pensar fue en lo mucho que odiaba mi cuerpo. En cuánto desprecio me inspiraba esa cifra que había salido tan despreocupadamente de sus labios.
Sin embargo, al cobrar forma ese rencor, ese viejo rencor que me acompaña desde la infancia, ese odio tan palpable en mi lengua, una nueva idea surgió también por primera vez: ¿y si todo este dolor, todo esto, no fuera más que las consecuencias de odiar mi cuerpo durante años? Maltratado, sobreanalizado, descuidado, hasta su extenuación.
¿Y si mi cuerpo se estaba rebelando contra mí, por fin? ¿Dándome una más que merecida lección? Nadie podría culparlo, al pobre. ¿Mi solución ante este dilema? Enfermera, más codeína, por favor. Me evitaría pensar o sentir nada, por lo menos durante un buen rato. Aunque un buen rato siempre acaba por terminar. Y esta no es la historia de cómo me enganché a la codeína —por suerte nunca me ha dado por allí—.
Parece como si necesitáramos el dolor para darnos cuenta de la mierda a la que nos sometemos a nosotros mismos. Y a la que sometemos a los demás también. No sabes lo que tienes hasta que lo pierdes. Qué terriblemente desgarrador. Qué terriblemente ridículo. Siempre se daña al que se ama. ¿De verdad? ¿Pero what the fuck? Que alguien me explique qué nos pasa a los humanos.
El sufrimiento como aprendizaje: somos masoquistas.
Nunca pensé en mi cuerpo con cariño. O con generosidad. Nunca he pensado en mi cuerpo con amor.
Ni siquiera después de la operación, cuando necesitaba ayuda incluso para abrir puertas o recoger cosas, pude mostrar misericordia hacia él. No fui capaz. Seguí pensando en ese número en la báscula y en la forma en que sentía cómo mi carne se volvía flácida a cada segundo que pasaba.
Meses después, aún tocaba las cicatrices y encontraba una manera de culparlo en lugar de sentirme agradecida por mantenerme a salvo y con vida. Pensaba en todas las cosas que no hacía: los alimentos saludables que no comía, el ejercicio que no realizaba, lo poco que andaba, lo poco que me movía. Odiaba aquello en lo que se estaba convirtiendo mi cuerpo y echaba de menos al de antes, el anterior, el prepandémico, el que podía hacer su vida, moverse libremente sin mascarilla y que había encontrado algún tipo de rutina corporal porque la vida era normal.
Echaba de menos mi cuerpo del pasado, porque el pasado siempre es mejor. Romantizamos lo que se fue, quizá porque sabemos que es imposible que vuelva. Sin cuerpo, no hay delito.
Un cuerpo diferente era la solución a todos y cada uno de mis problemas. Un cuerpo nuevo. Un cuerpo bonito, tonificado, delgado. El cuerpo que no tengo como camino a una felicidad que no existe.
Esto es lo que siento. No es mi cabeza la que habla, o quizá sí, pero todas estas palabras son pura emoción. No hay raciocinio de por medio. Conozco la teoría: todos los cuerpos son hermosos. Etcétera, etcétera. Y pienso para mí misma: Soy feminista. En otros, en los de otras, lo sé y lo aplico. En otros cuerpos, lo entiendo. Pero cuando me miro, siempre acabo con la misma conclusión: Cuerpo defectuoso. Mujer defectuosa. Feminista defectuosa.
Soy defectuosa.
Hay días, generalmente después de terapia, o cuando estoy contenta por cualquier motivo, en que puedo alejar estos pensamientos y mantenerme a flote, concederme la bondad que sé que merezco —de nuevo: hola, teoría, qué bien suenas—.
Todavía sufro las consecuencias del odio contra mí misma acumulado durante años, pero quizá de manera diferente porque recuerdo lo aprendido: dar por hecho mi cuerpo solo significa olvidar. Olvidar todo lo que ha sufrido y que, aún así, ha prevalecido. Aquí sigo.
—————————
Autor: Chloé Wallace. Título: Hola, stranger. Editorial: Lava. Venta: Todostuslibros.
La entrada Hola, stranger, de Chloé Wallace aparece primero en Zenda.