Francisco

Ha muerto el papa Francisco y el clima que surgió inmediatamente después de su paso a la eternidad resulta similar al de los días que sucedieron a su elección, el 13 de marzo de 2013. Todos volvimos a hablar de sus virtudes, de su bonhomía y de su humildad. Atrás quedaron las chicanas del espectáculo político con sus citas, casi siempre recortadas para impulsar una dialéctica que precediera a una redituable polémica. También las diferencias que en voz baja expresábamos quienes nos inclinamos hacia un catolicismo más conservador.Nos inquietaban las incursiones ocasionales de Francisco en el derecho, en la política, en la economía, y hasta mirábamos de reojo algunas de sus actitudes pastorales. Y de reojo no pudimos ver que iba en busca del hijo pródigo, incluso de aquellos que no habían pedido la herencia al padre, sino de los que se la habían robado.Pero Francisco no era un progresista. Al menos, no lo era en un sentido que justificara nuestra inquietud. Convocó a un “Sínodo sobre sinodalidad” y, a pesar de la redundancia del nombre, no democratizó la Iglesia, simplemente porque no debe ser democratizada, porque no es un cuerpo político y porque ello no está en su fundación ni en su esencia. No avaló el aborto; al contrario, preguntó retóricamente si es lícito asesinar a una persona para resolver un problema. Y es verdad que nadie consecuente con su religión lo avala, ni los conservadores, ni los progresistas, ni los protestantes, ni los judíos ni los islámicos. Pero igual que sus antecesores, Francisco lo expresó abiertamente en un momento en el que en su propio país se legalizó con apoyo de sectores de todos los partidos políticos.No terminó con el celibato sacerdotal ni lanzó una dispensa general sobre él. Más bien comprendió, como mínimo, que no era una discusión para este tiempo en Occidente. Convocó a la caridad, al respeto y a la comprensión con las minorías sexuales, nada ajeno al mandato milenario del cristianismo, pero no alteró la esencia del matrimonio católico.Algo parecido ocurrió con Pablo VI, a quien se lo consideraba un progresista, pero que puso un freno a quienes querían hacer decir al Concilio Vaticano II lo que no decía.Entre sus grandes devociones, figuraba san Pío X, el papa que había promulgado el catecismo tradicional.Y, desde el comienzo, embistió contra los resabios que pudieran haber quedado de la logia Propaganda Due en el Instituto para Obras de Religión, conocido como el banco del Vaticano. Dejé constancia de ello en un libro que me agradeció con una amable cartita manuscrita y tres estampas: de Jesús Resucitado, de San José y de Santa Teresita del Niño Jesús.Me enteré de su elección en una esquina de una avenida de Nueva York, mientras comía un hot dog en un puesto de la vereda. En un gran cartel luminoso de un edificio muy alto, por donde circulaban noticias, apareció su nombre y se anunció que asumiría bajo el de Francisco I, que después fue simplemente Francisco. La gente corría entusiasmada y emocionada hacia las iglesias y colmaba hasta los atrios, especialmente en la Catedral de San Patricio. Los periodistas interrogaban a unos y otros en las puertas de los templos, en busca de argentinos que pudieran contarles algo más. Nadie preguntaba qué tendencia tenía el nuevo papa.Hoy, a horas de la elección de un nuevo pontífice, ojalá que los católicos abandonemos las especulaciones y fortalezcamos nuestra fe en la guía del Espíritu Santo y en la promesa de Jesús al fundar su Iglesia: “Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

May 8, 2025 - 04:38
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Francisco

Ha muerto el papa Francisco y el clima que surgió inmediatamente después de su paso a la eternidad resulta similar al de los días que sucedieron a su elección, el 13 de marzo de 2013. Todos volvimos a hablar de sus virtudes, de su bonhomía y de su humildad. Atrás quedaron las chicanas del espectáculo político con sus citas, casi siempre recortadas para impulsar una dialéctica que precediera a una redituable polémica. También las diferencias que en voz baja expresábamos quienes nos inclinamos hacia un catolicismo más conservador.

Nos inquietaban las incursiones ocasionales de Francisco en el derecho, en la política, en la economía, y hasta mirábamos de reojo algunas de sus actitudes pastorales. Y de reojo no pudimos ver que iba en busca del hijo pródigo, incluso de aquellos que no habían pedido la herencia al padre, sino de los que se la habían robado.

Pero Francisco no era un progresista. Al menos, no lo era en un sentido que justificara nuestra inquietud. Convocó a un “Sínodo sobre sinodalidad” y, a pesar de la redundancia del nombre, no democratizó la Iglesia, simplemente porque no debe ser democratizada, porque no es un cuerpo político y porque ello no está en su fundación ni en su esencia.

No avaló el aborto; al contrario, preguntó retóricamente si es lícito asesinar a una persona para resolver un problema. Y es verdad que nadie consecuente con su religión lo avala, ni los conservadores, ni los progresistas, ni los protestantes, ni los judíos ni los islámicos. Pero igual que sus antecesores, Francisco lo expresó abiertamente en un momento en el que en su propio país se legalizó con apoyo de sectores de todos los partidos políticos.

No terminó con el celibato sacerdotal ni lanzó una dispensa general sobre él. Más bien comprendió, como mínimo, que no era una discusión para este tiempo en Occidente.

Convocó a la caridad, al respeto y a la comprensión con las minorías sexuales, nada ajeno al mandato milenario del cristianismo, pero no alteró la esencia del matrimonio católico.

Algo parecido ocurrió con Pablo VI, a quien se lo consideraba un progresista, pero que puso un freno a quienes querían hacer decir al Concilio Vaticano II lo que no decía.

Entre sus grandes devociones, figuraba san Pío X, el papa que había promulgado el catecismo tradicional.

Y, desde el comienzo, embistió contra los resabios que pudieran haber quedado de la logia Propaganda Due en el Instituto para Obras de Religión, conocido como el banco del Vaticano. Dejé constancia de ello en un libro que me agradeció con una amable cartita manuscrita y tres estampas: de Jesús Resucitado, de San José y de Santa Teresita del Niño Jesús.

Me enteré de su elección en una esquina de una avenida de Nueva York, mientras comía un hot dog en un puesto de la vereda. En un gran cartel luminoso de un edificio muy alto, por donde circulaban noticias, apareció su nombre y se anunció que asumiría bajo el de Francisco I, que después fue simplemente Francisco. La gente corría entusiasmada y emocionada hacia las iglesias y colmaba hasta los atrios, especialmente en la Catedral de San Patricio. Los periodistas interrogaban a unos y otros en las puertas de los templos, en busca de argentinos que pudieran contarles algo más. Nadie preguntaba qué tendencia tenía el nuevo papa.

Hoy, a horas de la elección de un nuevo pontífice, ojalá que los católicos abandonemos las especulaciones y fortalezcamos nuestra fe en la guía del Espíritu Santo y en la promesa de Jesús al fundar su Iglesia: “Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.