El precio de salir del Acuerdo de París, o del mundo
Cada tanto, la abrumadora tentación del aislamiento resurge con otro nombre, con otro pretexto, pero con el mismo resultado: quedar afuera

Hay un viejo instinto en la política argentina, una inclinación recurrente a creer que el país puede desentenderse de las reglas que rigen al resto del mundo, como si bastara con declarar la voluntad de apartarse para que las consecuencias dejaran de existir. Cada tanto, la abrumadora tentación del aislamiento resurge con otro nombre, con otro pretexto, pero con el mismo resultado: quedar afuera.
La idea de que la Argentina podría salir del Acuerdo de París sin pagar un precio es una versión más de esa ilusión. No se trata de una cuestión de fe en el cambio climático ni de noticias alarmantes sobre catástrofes. Ni siquiera de un debate científico o de adherir o no a una teoría negacionista. Nada de eso. Es una realidad concreta, material, que se puede medir en números y contratos, en mercados y en acceso a financiamiento.
Adoptado en 2015 por casi doscientos países, este pacto global busca limitar el calentamiento del planeta, manteniéndolo por debajo de los 2°C respecto de los niveles preindustriales, con la aspiración de no superar los 1,5°C. Para lograrlo, cada nación asume el compromiso de reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero según sus posibilidades y circunstancias, revisando periódicamente sus objetivos. A diferencia de otros tratados, no impone sanciones; opera a través de incentivos y compromisos voluntarios, pero su impacto trasciende lo ambiental: es la base sobre la cual se están redefiniendo los mercados, las inversiones y la geopolítica energética global.
Lejos de ser un tratado ingenuo o una cruzada moralista, el Acuerdo de París establece el marco en el que las principales economías reconfiguran sus estructuras productivas y sus fuentes de energía. Aceptar sus reglas no es una cuestión ideológica; es una condición para participar en el juego. En la actualidad, las energías limpias ya superan en inversiones a las tradicionales, la energía solar sigue multiplicándose y millones de personas en todo el mundo están empleadas por la industria de la energía renovable. La razón no son los gobiernos: es el mercado.
Algunos sostienen que si Estados Unidos pudo retirarse del Acuerdo en tiempos de la primera presidencia de Trump –y ahora nuevamente–, la Argentina también podría hacerlo sin mayor consecuencia. Pero la comparación es equivocada. Estados Unidos es una superpotencia: tiene una economía capaz de imponer condiciones, y cuando se aparta de un acuerdo, las reglas parecen acomodarse a su peso.
La Argentina, en cambio, no tiene ese privilegio. Está, según el propio Acuerdo, entre las llamadas naciones en desarrollo que deben demostrar compromiso para recibir financiamiento y oportunidades. Mientras Estados Unidos contribuye –o por lo menos lo hacía hasta 2024– con más de 11.000 millones de dólares anuales a la lucha contra el cambio climático, la Argentina no tiene que poner un solo centavo. Por el contrario, es beneficiaria neta de esos fondos, con acceso a financiamientos no reembolsables para hacer frente a los desafíos ambientales que ya sufre, como las sequías e inundaciones. Su salida del Acuerdo implicaría renunciar a recursos que no tendría cómo reemplazar.
No integrar el Acuerdo de París significaría perder acceso a créditos blandos del Banco Mundial, el BID y la CAF, que han financiado proyectos claves en infraestructura, energía y producción sostenible. También cerraría la puerta a los mercados de carbono, donde la Argentina tiene el potencial de captar inversiones millonarias en proyectos que van desde la forestación hasta la captura de metano en la ganadería.
Pero, sobre todo, significaría aislarse de un mercado global que está endureciendo sus reglas. La Unión Europea, que representa un tercio de las exportaciones agrícolas argentinas, no tardará en exigir certificaciones ambientales más estrictas. En diciembre de 2025 comenzará a exigir que las importaciones sean libres de deforestación. Eso significa que productos como la soja, la carne o la madera deberán demostrar que no provienen de áreas desmontadas ilegalmente. Este cambio no solo tendrá repercusiones en los sistemas productivos, sino en las cadenas de suministro mundial, con impacto directo en sectores claves de países como la Argentina, cuya economía depende en gran medida de estos productos para participar en el comercio internacional.
De acuerdo con la nueva regulación europea, la trazabilidad será esencial para demostrar que los productos han sido generados de manera sostenible y no han contribuido a la destrucción de los ecosistemas naturales. Sin certificaciones claras no podrán ingresar en la Comunidad Europea. Así, en poco tiempo, no cumplir con estos estándares dejará de ser solo un problema ambiental para convertirse en una barrera comercial.
El mundo avanza hacia una nueva era energética y la Argentina tiene en sus manos recursos clave para esa transición: gas como combustible puente, litio para las baterías, hidrógeno verde para la industria, biomasa para generación eléctrica. En un mercado cada vez más exigente, no basta con poseerlos. Si quiere venderlos como productos estratégicos, debe demostrar que cumplen con estándares ambientales sólidos. Sin ese respaldo, la etiqueta de sostenibilidad se desvanece, y con ella, el interés de los compradores que dictan las reglas del juego. Lo mismo ocurre con el financiamiento internacional: no hay hoy un solo acuerdo económico de peso que no incluya una cláusula climática. Hasta el FMI exige reportes ambientales para negociar condiciones de deuda. Salir del Acuerdo de París es, en términos pragmáticos, abandonar la mesa donde se toman decisiones sobre el futuro del comercio y la inversión globales.
El sector privado argentino también sentiría el impacto. Grandes compradores internacionales están exigiendo medidas de reducción de carbono en la producción, y las empresas que no puedan cumplir con estos requisitos perderán acceso a mercados y pagarán tasas más altas para financiar sus proyectos. Trump, en algún momento, dejará de ser presidente. Cuando eso ocurra, el mundo volverá a una lógica más predecible y las reglas del comercio global seguirán el rumbo que han venido marcando las principales economías. Para entonces, los países que se hayan apartado del camino enfrentarán un costo aún mayor para volver a integrarse. Más allá de la lección inmemorial de la mesura, hay algo que resulta claro: no se trata de preferencias políticas o ideológicas; es, precisamente, la lógica implacable del capital.
Abogado especialista en derecho ambiental, miembro fundador de la Fundación Naturaleza para el Futuro