El apagón de 'El eternauta': Cómo mi vida se convirtió en la serie sobre la que estaba escribiendo
Ricardo Darín protagoniza la serie de Netflix que se estrena mañana y que arranca con un colapso eléctrico como el vivido ayer

Estaba escribiendo sobre un gran apagón cuando se apagó la luz. Estaba escribiendo sobre móviles que fundían a negro, sobre teléfonos fijos que dejaban de funcionar y radios de onda larga como única comunicación posible en una distopía en la que ni internet, ni los WhatsApps, ni las llamadas funcionaban. Estaba escribiendo sobre El eternauta, la serie que Netflix estrena mañana (menudo campañón de marketing, mejor que el de Cónclave) y entonces se fue la luz.
El eternauta es la adaptación largamente soñada del cómic de Héctor Germán Oesterheld y dibujado por Francisco Solano López publicado en 1957. Largamente soñada por los fans de esta historieta de culto y también por cineastas de todo pelaje, desde Adolfo Aristarain a Lucrecia Martel, que han intentado llevar a la pantalla esta ciencia ficción tan esquiva.
Finalmente, ha sido el director Pizza, birra, fasso (1997), Bruno Stagnaro, quien se ha llevado el gato al agua convirtiendo el cómic en una serie de seis capítulos. Para dar vida al protagonista Juan Salvo, ese héroe con abrigo de forro y máscara antigás que pasea sus traumáticos recuerdos de la guerra por un Buenos Aires blanco pálido porque una nieve mortal ha acabado con media población de un plumazo.
El visionado de la serie, que Netflix me adelantó en primicia para que pudiese escribir sobre ella, me había dejado bastante mosca. Después de ver el primer capítulo me había metido en la cama y le había dicho a mi marido, que dormía plácidamente: “Mañana compramos una linterna”.
Y cuando llevaba cinco capítulos vistos, haciendo la compra en el súper, me empeñé en que teníamos que comprar unas cuantas garrafas de agua. Supongo que estaba viviendo mi propio Take Shelter por una mezcla de cosas, El eternauta, el vídeo chorra de la Comisión Europea sobre el kit de supervivencia, las series Día cero, o Apagón, del documental Zero Days y de los tropecientos avisos en clave de ficción de que un apagón como el que sucedió ayer podía ocurrir.
El caso es que ayer, sobre las doce y algo, estaba en la redacción de CINEMANÍA y me puse a escribir sobre lo que hace a El eternauta tan especial, ese enfoque, llamémoslo latino, que mezcla la ciencia ficción más distópica con el costumbrismo. Porque en la serie cae una nieve tóxica, los teléfonos móviles se apagan, se corta cualquier comunicación en un gran apagón sin precedentes, pero los personajes celebran juntas de vecinos y juegan partidas de cartas: la vida sigue.
Estaba escribiendo sobre todo eso cuando la luz se apagó en CINEMANÍA. Internet no funcionaba. Los teléfonos no nos permitían llamar. Los WhatsApps se quedaban en un limbo. Aunque enseguida supimos que era en todo el edificio. Y cuando un compañero, que teletrabajaba, nos dijo que se había ido la luz en su casa, supimos que el apagón era en Madrid. Al bajar a la primera planta, donde nuestros compañeros hacen el periódico 20 minutos, ya nos enteramos de que era en España. Enseguida corrió la voz de que había afectado también a Portuga. Alguien habló de Francia.
Yo viví aquellas horas en la redacción con la sensación irreal de vivir en una serie de ciencia ficción. Pero en una mejor que todas esas fantochadas americanas que nos hemos tragado. Nuestra serie era mucho mejor, era más verosímil. Me decía a mí misma que por eso me había gustado tanto El eternauta, que también era muy cercana, muy creíble, contaba las cosas como si te pudiesen pasar a ti. ¡Y tanto!
Y nuestra serie, la que estábamos protagonizando, la que me había interrumpido mientras escribía sobre la otra serie, la de Netflix, mezclaba la distopía de la incomunicación y el apagón, la preocupación de los compañeros que no habían conseguido contactar con sus familiares, con que los más animados se fuesen a tomar unas cañas o con las conversaciones de pasillo sobre los temas más triviales. De vez en cuando, miraba por la ventana, no estuviese cayendo una nieve sospechosa a finales de abril.
Y fue esa misma sensación la que me acompañó en el siguiente capítulo, cuando me eché a la calle, cruzando Madrid a pie porque ni el metro ni el tren funcionaban, y los autobuses pasaban pero estaban tan llenos que no se detenían. Se mezclaban las estampas de gente con bolsas abarrotadas de papel higiénico y botellas de agua con las terrazas llenas, las caras desencajadas de los supervivientes de manual con las risas de los españoles más optimistas que esperaban que todo pasase tomándose unas cañas, la horda de gente a las puertas del Decathlon con los dependientes del Día, riéndose a carcajadas, que regalaban botellas de agua y pizzas a las puertas del establecimiento ya cerrado.
Unas ancianas comentaban consternadas que justo tenían cita al día siguiente para la pelu (“qué mala suerte, chica, ¿y ahora qué?”), un violinista tocaba frente al Palacio de Oriente como si no pasase nada y la gente leía en los jardines aprovechando el día tan bueno que hacía. Unos metros más allá, una madre regañaba a su hijo (“pero, si te vas, ¿cómo te voy a localizar? Si no hay móvil) y una mujer le contaba a alguien por teléfono que se había quedado encerrada en un ascensor en Plaza de Castilla y que, cuando la habían logrado sacar, la estación estaba tan desierta que pensaba que un zombie iba a salir de la siguiente esquina y le iba a arrear un mordisco en el brazo.
A falta de memes, el esperpento español se desplegaba por las calles de Madrid desde Delicias a Moncloa, donde la imagen sí era bastante apocalíptica, montañas de gente apelotonada a la salida de la A6 con carteles pintados a boli con los nombres de sus pueblos.
Afortunadamente, la luz volvió antes de que las cosas se pusiesen feas como en los siguientes capítulos de El eternauta, donde la nieve tóxica da paso a un estado de guerra en el que los vecinos pueden ser tus nuevos enemigos. No llegamos a ese punto. Pero yo, que había visto todos los capítulos, estaba preparada para lo peor. Eso sí, ya podría haber aparecido por ahí Ricardo Darín.