“Acá el agua no tiene a dónde ir”. Calles convertidas en ríos y la tristeza de los vecinos otra vez inundados en Quilmes
En una extensa recorrida por ese municipio del sur del conurbano bonaerense, más de 150 personas que viven cerca de los arroyos desbordados se evacuaron
Después del temporal, queda el silencio. Denso, tenso, como si todo se hubiera detenido. Ya no se oyen autos ni voces. Solo el sonido del agua moviéndose bajo los pies de quienes intentan avanzar con palos para no caer. Algunos vecinos usan gomones, canoas o sobre lo que encuentran para rescatar lo poco que pueden. Las veredas desaparecieron. Las calles se volvieron ríos.
Muchas calles en el conurbano bonaerense, especialmente en partidos como Quilmes, y muy especialmente la localidad de Bernal, Avellaneda y Lomas de Zamora, quedaron completamente cubiertas luego de que cayeran más de 150 milímetros en unas pocas horas. Autos tapados hasta las ventanillas quedaron inmovilizados, casas rodeadas de agua. Las calles están desbordadas. Y la lluvia todavía no terminó, lo que agrava la angustia: nadie sabe si lo peor ya pasó o si aún falta lo más difícil.
Esto se da luego de que el Servicio Meteorológico Nacional emitiera una alerta roja por las intensas lluvias que azotan la provincia de Buenos Aires. Entre ayer, en localidades como Zárate, Campana, Salto y San Antonio de Areco, ya se acumularon más de 410 milímetros. Según datos oficiales actualizados por el gobierno provincial, hay 3166 personas alojadas en centros de evacuación y aproximadamente 4460 personas que fueron rescatadas o se autoevacuaron. Solo en Campana, una de las ciudades más afectadas, se contabilizan 1300 personas fuera de sus hogares, siendo el barrio San Cayetano el más comprometido.
En Quilmes, donde ya se evacuaron 150 personas, las viviendas más afectadas están ubicadas cerca de los arroyos, como el arroyo Las Piedras. En el barrio La Sarita Matías Méndez, de 34 años, y su pareja Cristina, de 30 años, se despertaron anoche, en plena madrugada, y encontraron a sus dos hijos dormidos sobre un colchón en el piso, con el agua ya tocándoles el cuerpo. “Me levanté, miré y el colchón estaba todo mojado. Los chicos seguían dormidos encima, con el agua que subía”, cuenta Matías, todavía con el susto en la cara. El agua ya se había metido por todos lados. “Cuando bajé los pies de la cama me di cuenta de que estábamos inundados. No sabíamos por dónde arrancar”, dice.
“Estaba todo conectado”
Lo primero que pensaron fue en los enchufes: “Estaba todo conectado, la heladera, el ventilador, los celulares. Empezamos a desenchufar como pudimos, jugado por jugado”. Viven en una zona que quedó atrapada entre dos desbordes: uno del arroyo más cercano y otro que llega desde la calle Catamarca, a seis cuadras. “Quedamos en el medio. Acá el agua no tiene por dónde ir”, explica Cristina.
Una amiga suya, que vive a unas pocas cuadras, tiene un metro y medio de agua adentro de su casa. “Perdió todo, no puede ni dormir”, dice. Matías y Cristina lograron sacar a los chicos y llevarlos a la casa de la abuela. “Ahora están allá, arriba, más tranquilos”, cuentan. Pero el miedo todavía no se va.
“Encima va a seguir lloviendo”, dice Claudio López, mientras mira el agua que aún le llega a la rodilla dentro de su casa, en el barrio Jorge Novak. La línea blanca marcada en la puerta muestra hasta dónde subió el agua. Todo empezó a las cinco de la mañana. “Nos levantamos porque mi hija vio que las ojotas estaban nadando en el comedor. Ahí nos dimos cuenta de que ya era tarde”, cuenta. No es la primera vez que les pasa. “Una o dos veces por año se inunda, y cuando te estás recuperando, vuelve a pasar. Le ponemos ladrillos a los muebles, tratamos de salvar lo que se puede, pero esta es la tercera heladera que perdemos”, dice.
López tiene una verdulería, también lo perdió todo. “Los freezers, la mercadería… está todo bajo el agua”, dice, sin ocultar la bronca. Afuera, la calle es un río y ya no se puede entrar a la casa. “Es muy triste, más cuando tenés chicos, porque hay que estar todo el tiempo atentos. Por suerte entre los vecinos nos damos una mano, si no, no se aguanta. Nadie quiere exponer a sus hijos a una situación como esta”, lamenta.
Ana Figueroa se despertó a las cuatro de la mañana con el agua rozando el colchón de la cama donde dormía con su nieto, en el barrio San Ignacio, en Bernal. “Tengo una fractura de cadera y apenas puedo moverme, así que me quedé acostada esperando a mi hija, que vino esta mañana. Tuve mucho miedo porque no tengo celular y no podía hacer nada”, cuenta. El agua entró por todos lados: la cocina, los dos cuartos, el fondo. “Me llegó hasta la rodilla. Mi nieto dormía conmigo. Se me mojó todo: la heladera y todos los muebles. Y se me llueve la casa entera”, dice. “Es deprimente. Más así, sin poder moverme.”
Las imágenes se repiten: vecinos parados en las puertas de sus casas, mirando el agua, sin saber qué hacer. La angustia es colectiva. Se mezcla con el cansancio físico, el miedo por lo que puede venir, la incertidumbre. En medio del barro, camionetas de Defensa Civil recorren los barrios asistiendo a las familias. En algunos centros de evacuados, los vecinos encuentran algo de alivio.
Hacia uno de esos autos se dirige Víctor Jara, de 43 años. Está desesperado. Sus hijos, de 8 y 3 años, quedaron atrapados por el agua en el barrio La Matera, cerca del arroyo Las Piedras. “Estoy tratando de sacarlos y llevarlos a donde vivo yo, pero no se puede. Hay agua en todo el pasillo, no pueden salir”, dice. Los chicos están con su mamá, sin luz, con la casa inundada y sin forma de moverse. Víctor teme que, si llueve más durante la noche, el nivel vuelva a subir. “No hay forma de que salgan si no baja algo”, dice, mientras sigue buscando cómo llegar hasta ellos.
“No dormí en toda la noche, el agua parecía que me iba a entrar en cualquier momento”, dice María González, mientras dirige la mirada hacia la puerta donde improvisó una barrera de arena para contenerla. Tiene 75 años y, aunque la casa resistió, pasó horas en vilo, sin pegar un ojo. “Le puse arena como pude… algo entró igual, pero zafé. Si sigue lloviendo, no sé si la voy a poder sacar otra vez”, cuenta con la voz entre el cansancio y la bronca. “Tengo hipertensión y diabetes. Me da mucho miedo vivir estas cosas porque también entra en juego mi salud, mi resistencia”, explica.
La lluvia no para y el miedo crece. Nadie sabe si el agua va a seguir subiendo o si lo peor ya pasó. Pero también preocupa lo que viene después, cuando todo esto termine y el agua baje. Porque ahí empieza otra parte difícil: ver lo que quedó, lo que se perdió y cómo seguir.