Un túnel totalitario amenaza el futuro del planeta
El acercamiento entre Rusia y Estados Unidos crea temores sobre la voluntad democrática de las potencias dominantes

Desde que Donald Trump volvió a instalarse en la Casa Blanca, los norteamericanos –y el resto del mundo– se miran con perplejidad. Los minutos pasan cada vez más rápido y nadie se atreve a abrir la boca por temor a que se les escapen a borbollones las dudas que tienen atravesadas en la garganta: ¿el modelo de la democracia occidental entró en un túnel totalitario? ¿Estados Unidos comenzó a transitar aceleradamente por un sendero que, en forma consciente o inconsciente, lo conduce a una férrea autocracia, a una “democracia dirigida”, a una nueva forma de control político o, incluso, hacia una dictadura?
Ninguna de esas preguntas permite sosegar la angustia de los 3600 millones de personas (45%) que viven en democracia en el mundo, según el índice The Economist publicado a mediados de febrero. Un par de meses antes, el sueco Staffan Ingemar Lindberg, director de investigaciones del Varieties of Democracy (V-Dem) Institute de la Universidad de Goteborg, había advertido que “el estado de la democracia en el mundo es peor que en los años 30″. Eso ocurría antes de la llegada de Trump al poder.
El problema, previenen los especialistas, es que esa tendencia amenaza con profundizarse en Estados Unidos, a riesgo de llevar al país al borde de una guerra civil. Debido al estímulo que genera el impetuoso avance de Trump, la tentación totalitaria empieza incluso a acentuarse en otros países que –sin caer en excesos autocráticos– se habían mantenido en los últimos años en el límite entre democracia y totalitarismo como Hungría, Eslovaquia, la India, Israel, la Argentina, Turquía o Sudáfrica, pero sin despeñarse en la categoría grotesca que reúne a Rusia, China, Irán, Cuba, Venezuela, Nicaragua o Corea del Norte.
El aspecto más inquietante de esa tendencia y de la influencia que ejerce Trump desde que volvió al poder es que estimula una corriente de fondo que existe en todo el mundo y, por otra parte, incita las tentaciones totalitarias que cosquillean a numerosos dirigentes, como ocurrió recientemente en Corea del Sur, un país que parecía inmunizado contra el virus autocrático.
Las luces de alerta pasaron del amarillo al rojo a principios de febrero, cuando Trump –sin ruborizarse– resucitó una frase de 2019: “En mi condición de presidente, tengo el derecho de hacer lo que quiera”. No fue su único resbalón. La mayoría de las 93 órdenes ejecutivas (decretos) que firmó en los dos primeros meses de su segundo mandato violaron diferentes disposiciones constitucionales, que fueron luego cuestionadas por la Justicia. Otras decisiones perforaron la barrera de la tolerancia y de la libertad de expresión o el libre acceso a la información. Su gobierno excluyó a varios periodistas de la sala de prensa de la Casa Blanca y lanzó una campaña de ataques retóricos contra los medios críticos.
Trump sintetizó sus intenciones en el discurso del 4 de marzo ante el Congreso: “Recién comenzamos”, prometió. En verdad, la ofensiva había empezado antes con la ola de ataques directos contra jueces federales y desafíos abiertos al sistema judicial –similares a los que practica Viktor Orban en Hungría o los que impuso durante años el partido PiS en Polonia–, que incitaron al senador demócrata Chris Murphy a pensar que “esto se parece al comienzo de una dictadura”. Ese diagnóstico, por lo demás, reflejaba perfectamente el alcance de algunas medidas represivas o intimidatorias sin precedentes adoptadas por Trump para erradicar los excesos del wokismo. Esa venganza comenzó con el cierre de decenas de bibliotecas en todo el país, recortes presupuestarios a las universidades acusadas de complicidad con el movimiento woke –como el caso de Columbia o Pensilvania– y la insólita prohibición de utilizar unas 200 palabras en la comunicación gubernamental, según una compilación efectuada por el diario The New York Times. Ese gueto idiomático –digno del libro 1984, de George Orwell– discrimina el uso de vocablos, términos o siglas como “privilegio”, “racismo”, “solidaridad aliada” (allyship), “crisis climática”, “energía limpia”, “diversidad”, Bipoc (Black, Indigenous, and People of Color), “segregación”, así como “sexo” y sus derivados, y sobre todo Lgbtq+, “inclusión” y toda la terminología relativa a la política de géneros.
Otra iniciativa escalofriante fue la prohibición de 4000 libros en bibliotecas y escuelas de los 29 estados norteamericanos más activos en materia de censura. Esa cifra marca un récord desde la era maccarthysta. Tres títulos de esa lista permiten comprender la intención y el alcance de esa medida: Diario de Anna Frank, El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale), de Margaret Atwood, y 1984, de George Orwell.
Destinadas a imponer un nuevo orden normativo del lenguaje y la educación, esas restricciones constituyen un arma clave en la guerra cultural promovida por el vicepresidente J. D. Vance, cerebro de la ofensiva contra-woke lanzada por la Casa Blanca. Uno de sus imitadores, Javier Milei, había explicado esa estrategia durante el discurso que pronunció el 4 de diciembre en la Conferencia de Acción Política Conservadora, realizada en Hotel Hilton de Buenos Aires: “No alcanza (…) con gestionar bien (ni) con organizarse políticamente, es necesario también dar la batalla cultural. Estamos ante una oportunidad histórica para cambiar el mundo”.
Sin decidirse a usar por ahora la inquietante expresión “dictadura”, los politólogos del mundo polemizan desde hace tiempo sobre la forma más apropiada de definir a los gobiernos de EE.UU. y otros países occidentales que comenzaron a testar los límites de la democracia sin llegar a violar las reglas del juego.
El término iliberal no alcanza a expresar la complejidad del problema. Los dirigentes que practican ese ejercicio del poder –que no es una ideología– utilizaron recursos populistas para controlar el gobierno, luego debilitaron las libertades públicas, mantienen una ficción electoral y no respetan la separación de poderes ni la independencia del poder judicial, como Trump u Orban en Hungría. Pero, en su descargo, respetan los ciclos regulares de elecciones y no recurren a la violencia para someter a la oposición.
Otro de los modelos que aparecen en las discusiones es la “democracia dirigida”, similar a la ficción iliberal. Aunque organiza elecciones, con frecuencia trucadas, se caracteriza por un poder fuertemente centralizado que menosprecia, margina y aun reprime a la oposición, como ocurre con el régimen de Putin en Rusia.
El “totalitarismo invertido” es la fórmula que más seduce a los científicos de la política para definir el trumpismo universal. Ese término fue acuñado en 2003 –en épocas de George W. Bush– por el filósofo de la política Sheldon Wolin, precisamente para describir una situación similar a la que prevalece actualmente en Estados Unidos, la Argentina, la India o Israel. El matiz que lo diferencia del iliberalismo reside en que mantiene las apariencias de la democracia para permitir que las elites económicas, bajo la influencia de grandes corporaciones y lobbies, puedan mantener el juego político bajo control. Tres rasgos distintivos de ese ejercicio son la manipulación de la opinión pública a través de medios afines o bajo control, la privatización de los servicios públicos y la desregulación económica.
¿Dónde se sitúa el mundo en la actualidad? La palabra la tendrán en el futuro Trump, Milei, Orban, Putin o Narendra Modi. Pero, mirando las coincidencias ideológicas que aparecen en filigrana en el acercamiento entre Washington y Moscú, la idea de un reparto planetario entre adversarios de la democracia resulta aterradora.
Especialista en inteligencia económica y periodista