Un flâneur en Dublín

En La alquimia del tiempo nos aguarda la visión de una ciudad que, en morriñosas estampas, se desarrolla en la década de los años 60 del siglo pasado, cuando el joven Banville se instaló en ella procedente de su pueblo natal, el cercano Wexford, en donde por cierto —para ratificar que en esa isla los... Leer más La entrada Un flâneur en Dublín aparece primero en Zenda.

May 15, 2025 - 11:54
 0
Un flâneur en Dublín

Hubo dos motivos que me animaron a adentrarme en las páginas memorialistas de La alquimia del tiempo, de John Banville. Primero me llamó la atención el subtítulo, Un memoir dublinés, y luego me acogí al aval del escritor irlandés. Tanto el asunto anunciado como el autor —recuerdo con satisfacción su novela Los infinitos— avivaron mi interés por el libro. Y es que, desde que guardo memoria literaria, Dublín —y por extensión Irlanda— ejerce en mí una atracción próxima al fervor, sobre todo en lo que concierne al universo de las letras.

En La alquimia del tiempo nos aguarda la visión de una ciudad que, en morriñosas estampas, se desarrolla en la década de los años 60 del siglo pasado, cuando el joven Banville se instaló en ella procedente de su pueblo natal, el cercano Wexford, en donde por cierto —para ratificar que en esa isla los escritores salen hasta debajo de las piedras— también han nacido otros relevantes autores, como es el caso de Colm Tóibín o el dramaturgo Billy Roche.

Iniciamos un recorrido urbano —como si la única forma reconfortante de visitar Dublín, pensemos en Leopold Bloom, fuese a partir de una paródica emulación de Odiseo— guiados por John Banville, quien a su vez se deja orientar, ocasionalmente, por su amigo Cicero (cicerone). Éste, que lo sabe todo acerca de la ciudad, vive en los muelles, en un rehabilitado almacén pared con pared con el estudio de U2.

"Ahora Banville nos lleva al pub Kennedy, muy cerca del Trinity College, a donde el autor de Molloy acudía a beber en su etapa de estudiante en el reputado centro educativo"

Enseguida se nos informa de que la capital de Irlanda acaso sea la única ciudad en donde las aceras —por otra parte revestidas de losas tan bonitas como los ladrillos en las fachadas dublinesas— lucen placas de latón con fragmentos del Ulises, las cuales, naturalmente, acaban siendo pisoteadas por los indiferentes peatones que van a lo suyo (en contraste con los turistas a quienes ahora, quiero suponer, les dará por fotografiarse los pies pisando Dublín), como si nada hubiese cambiado en la incendiaria relación entre James Joyce y su ciudad natal, a la que aquél hizo grande en su propio beneficio literario (Retrato del artista adolescente, Dublineses, Ulises o Finnegans Wake), «exprimiendo a la ciudad igual que hizo Kafka con la letra K», y ésta, la ciudad, le responde ahora, hospitalariamente, con los brazos abiertos —lo que no hizo en su momento— aprovechando el tirón turístico y su consiguiente fuente de ingresos y dando por superado el desprecio que le dedicó en vida al autor, por no hablar de la expatriación. Es estupenda la anécdota que relata Banville, injustamente disimulada en un pie de página. «Un amigo mío —escribe Banville— se encontró hace muchos años con un cura jubilado que daba clases en el Belvedere College (donde Joyce fue alumno), y en el curso de la conversación sacó a relucir el nombre de Joyce. Eso causó un profundo silencio, que el reverendo padre interrumpió por fin aclarándose la garganta, mirando al trecho y murmurando: ¡Ah, sí, Joyce! No fue uno de nuestros mayores éxitos».

Ya sabíamos, y Banville nos lo confirma, que visitar Dublín es recorrer la obra joyceana. Valga como ejemplo la referencia a la Columna de Nelson que, pese a que fue derruida hace más de cincuenta años por el IRA, pareciera que la estamos visitando de nuevas al rememorar aquel episodio de Ulises en que Stephen Dedalus hace referencia al monumento bajo el siguiente epígrafe: «Vista de Palestina desde el Pisgah o la parábola de las ciruelas». Pues bien, el aludido Cicero guarda en su casa-almacén un trozo de la Columna de Nelson.

"Como todo excelente escritor irlandés, Banville tampoco elude la instintiva crítica hacia su ciudad y la sociedad irlandesa en general"

Aunque de pasada, nos complace rememorar asimismo a Samuel Beckett, quien si bien es cierto que estrenó la primera versión en inglés de su Esperando a Godot en el pequeño teatro Picket, se vio obligado a desautorizar la puesta en escena de sus obras, entre otras piezas Fin de partida, en su ciudad debido a las imposiciones inadmisibles de una censura tan meticulosa como estúpida. Ahora Banville nos lleva al pub Kennedy, muy cerca del Trinity College, a donde el autor de Molloy acudía a beber en su etapa de estudiante en el reputado centro educativo.

Volvemos, una vez más, al inevitable Joyce cuando se hace referencia al Abbey Theatre, inaugurado en 1904, el año glorioso en que el miope escritor se citó por primera vez, el 16 de junio, con la camarera del modesto hotel Finn, Nora Barnacle, de quien ya no se separaría. Este hecho hizo que el escritor situara el periplo de Leopold Bloom en ese celebrado día de 1904, hoy fiesta local —exportada a medio mundo— en Dublín y conocida como Bloomsday.

Resulta encantadora la evocación que Banville dedica al famoso teatro dublinés, cuyos restos físicos del primer edificio visita en casa del arquitecto Dathí Hanly, amorosamente custodiados por la viuda de éste, Joan, y la  hija de ambos, Helen Hanly. Baste señalar que en el Abbey estrenaron varias de sus obras talentos de la escena como Yeats, O’Casey o Singe, entre otros.

"Un ejemplo refinado del estilo lírico que sustenta La alquimia del tiempo lo hallamos en la descripción de las casas y sus efectos mágicos según la luz del día"

Pero como todo excelente escritor irlandés, Banville tampoco elude la instintiva crítica hacia su ciudad y la sociedad irlandesa en general. En ese sentido me llama la atención su referencia, aparentemente convencido de sus palabras, a la «escasa vida cultural de la ciudad». Si esto lo dice un dublinés —y no es el único ni el primero en decirlo—, ¿qué deberíamos decir quienes hemos sido tocados por la desdicha o la fortuna de vivir en una capital de provincia española que además, todo hay que decirlo, en términos culturales tampoco es de las peores, ni mucho menos? Dublín, culturalmente, nada tiene que envidiar a la mayoría de las capitales del mundo; aún menos si lo comparamos desde una perspectiva de proporcionalidad demográfica.

Un detalle que me ha llamado la atención es la escasa referencia al río Liffey, en contraste con la minuciosidad con que Banville describe diferentes espacios como los parques y jardines dublineses, en especial el Iveagh Gardens donde al parecer se ubica —le cuenta su primer amor imposible, Stephanie Delahaye— un laberinto imposible de encontrar, como si lo verdaderamente laberíntico fuese el mundo fuera del laberinto. En fin, por connotaciones borgianas que no quede.

Un ejemplo refinado del estilo lírico que sustenta La alquimia del tiempo lo hallamos en la descripción de las casas y sus efectos mágicos según la luz del día.

En suma, pasear por esa ciudad siguiendo las evocaciones de Banville es lo mismo que hacerlo solos, abiertos a la insinuante e inesperada impronta y al placer de las sensaciones individuales que, tal y como confiesa el autor, harán que nos sintamos como Odiseo llegado a Ítaca. O como el flâneur que secretamente nos gusta encarnar.

La entrada Un flâneur en Dublín aparece primero en Zenda.