Tenebrae factae sunt

El día en que casi volvimos a rezar, como cuando éramos niños, para que la Virgencita nos dejase como estábamos antes

May 2, 2025 - 05:38
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Tenebrae factae sunt

La luz se fue a las once y media de la mañana, minuto arriba, minuto abajo, y mi primera reacción fue natural: un cabreo espantoso porque estaba escribiendo un artículo pontificio (últimamente no hago casi nada más) y tenía la convicción de que había perdido todo el trabajo. No es la primera vez que me pasa.

Lo segundo fue también lógico: ir hasta la puerta y tratar de poner en su sitio el interruptor de la energía, el limitador o como rayos se llame ese chisme que de vez en cuando hace paf, salta y me deja sin luz. Estaba convencido de que el problema venía de ahí, de una de esas llavecitas o pulsadores. Pero no. Estaban todas en su sitio. Qué raro, pensé. Abrí la puerta de mi guarida. En el descansillo no había luz y no funcionaba el ascensor. Conclusión: la avería era en todo el edificio. Eso siempre quiere decir que de una media hora de apagón no te libra nadie.

De pronto me di cuenta de algo que la costumbre me ha impedido advertir durante años y años: qué oscura es esta casa, caramba. Qué poca luz tiene. Y me acordé, cómo no, de aquella conmovedora maravilla que cantábamos de chicos en el Coro Universitario de León: el quinto responsorio del viernes del “Oficio de Semana Santa” de Tomás Luis de Victoria. Cristo está ya colgado en la cruz. La letra dice: “Tenebrae factae sunt. Et circa horam nonam exclamavit Jesus voce magna: Deus meus, Deus meus, ut quid me dereliquisti?”. Es decir: se hizo la oscuridad y, más o menos a la hora nona (las tres de la tarde), Jesús exclamó con gran voz: Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Comprendí que la energía eléctrica es, para nosotros, la encarnación de la idea misma de Dios para los creyentes. Por algo la llamamos “luz”. Sin la luz, o si lo prefieren ustedes sin la Luz, todo deja de existir.

Lo cierto es que el abandono celestial, la completa indefensión, no la sentí hasta que no me di cuenta de que tenía el móvil sin batería. Idiota de mí. Me sentí profundamente abatido y triste, como cuando me pillaban en falta y me reñían de pequeño, y me dio un súbito ataque de teología. Muchas veces he dicho que hoy llamamos “teléfono móvil” a lo que siempre se llamó alma, porque si pierdes el móvil dejas de ser tú y te conviertes en nadie, en un náufrago sin esperanza ni compañía en medio de una multitud de desconocidos. Pero esa mañana, algo antes de la hora nona, comprendí que la energía eléctrica es, para nosotros, la encarnación de la idea misma de Dios para los creyentes. Por algo la llamamos “luz”. Sin la luz, o si lo prefieren ustedes sin la Luz, todo deja de existir. Prácticamente nada funciona ni sirven para nada ninguno de todos esos sofisticados cachivaches que hay en casa. El ser humano está solo sin remedio. Por lo menos así me sentí yo: reducido a la inanidad, trasplantado en el tiempo a la Edad Media, cuando la vida humana se regía por el sol y para sobrevivir a las tinieblas solo quedaba el macilento consuelo de las velas. Así que alcé hacia el contador mis ojos llenos de lágrimas y gemí: “Iberdrola, Iberdrola, ¿por qué me has abandonado?”. Pero no hubo respuesta.

Menos mal que era de día. Hice lo único que podía hacer sin luz: leer. Descorrí las cortinas –hay que limpiar esos cristales–, arrimé una silla a la ventana y reanudé el último y voluminoso (y espléndido) ladrillo de Nicolás Sesma, sobre la dictadura de Franco. Cada diez páginas volvía a salir al rellano para ver si la luz del descansillo o el ascensor habían vuelto a funcionar. Nada. Nada.

La gente iba y venía, paseaba como siempre, pero pronto advertí que el tráfico se iba atenuando y que en la Gran Vía sonaban silbatos. Eso no tenía sentido. Imaginé que había agentes municipales dirigiendo el tráfico. ¿Y los semáforos, entonces?

Pero también me asomaba a la ventana, claro está. En el edificio de enfrente no había un solo rastro de luz eléctrica, pero eso no tenía nada de raro: son todos pisos turísticos y los clientes estarían fuera. Además, las terrazas que se ven desde mi casa estaban todas llenas de gente aparentemente feliz, que reía y bebía cosas. Eso me hizo pensar que la divina Luz solo se había largado de mi edificio. La gente iba y venía, paseaba como siempre, pero pronto advertí que el tráfico se iba atenuando y que en la Gran Vía sonaban silbatos. Eso no tenía sentido. Imaginé que había agentes municipales dirigiendo el tráfico. ¿Y los semáforos, entonces? Ya no sabía qué pensar.

Pero el Señor, en su misericordia, se distrajo un momento de sus ocupaciones cardenalicias y me hizo un poco de caso. Alguien tocó en la puerta con las uñas de los dedos, como en broma. Abrí y –Laudate Dominum– era mi querido Óscar Sainz, que apiadóse de mí e hízome saber que el apagón, que ya duraba tres horas, era en toda España y parte de Portugal. Yo no lo creí, eso era imposible. Pero él insistía en que sí. Que no había luz en ninguna parte. Bueno. Al menos ya no estábamos solos ninguno de los dos y podíamos compartir nuestra estupefacción.

La verdad es que compartimos más cosas, voy a decir esto rápido porque me da un poco de apuro. Óscar tenía, cómo decirlo, ganas de festejar. Encontramos dos viejas cocacolas en la nevera y él halló, en el estante de las botellas, una de Bacardí que debía de tener por lo venos veinte años, porque hace muchísimo que yo perdí la mala costumbre de beber alcohol en casa. Empezamos a hablar: que si Trump, que si Groenlandia, que si los aranceles, que si los cardenales, que si los hutíes y los sirios y los canadienses y la abnegada madre que a todos ellos alumbró. Lo que nos contábamos cada vez nos hacía más gracia, pero era el Bacardí, que cayó entero en acto de servicio: agarramos una pítima del tamaño de la catedral de Burgos, sobre todo yo, que ya no tengo costumbre.

Por la calle caminaba mucha gente que arrastraba maletas como si supiesen hacia dónde. El último reflejo del sol agonizaba bellísimamente en los cristales de la parte alta de la calle. Pasaban muy pocos coches que iluminaban la negrura de la calle con sus luces espectrales. Los transeúntes se alumbraban con las lucecillas de sus móviles

Cuando Oscarín se fue, sin saber bien por dónde pisaba, convencido de que tenía un ensayo con su orquesta, me di cuenta de que se estaba poniendo el sol. Las tenebrae de Victoria ahora empezaban a ser de verdad. Por la calle caminaba mucha gente que arrastraba maletas como si supiesen hacia dónde. El último reflejo del sol agonizaba bellísimamente en los cristales de la parte alta de la calle. Pasaban muy pocos coches que iluminaban la negrura de la calle con sus luces espectrales. Los transeúntes se alumbraban con las lucecillas de sus móviles, porque los bolardos se habían convertido en trampas feroces, y el único rastro de vida inteligente, de supervivencia de la especie, eran los “glovers”, los repartidores del Glovo, que pedaleaban en sus bicis con sonriente indiferencia ante lo que parecía el fin del mundo, y que veían por dónde iban gracias a las mustias bombillitas de sus bicicletas. Lo más bonito fue ver cómo una a una, con temerosa lentitud, iban apareciendo en las ventanas del edificio de enfrente las débiles llamas de las velas.

Yo hice lo mismo. Encendí dos restos de velones viejos que llevaban años sobreviviendo en la salita, y me metí en la cama. Con la castaña que llevaba, no me costó trabajo quedarme dormido. Me despertó un grito de júbilo que estalló en la calle y que lo empujó todo (el miedo, la resignación, la incertidumbre) a eso de las once y media de la noche. La Luz había vuelto. Tampoco sabíamos por qué, como cuando se fue sin decir nada.

Desde el primer momento estuvo claro que el gigantesco apagón (doce horas en mi calle) iba a encender una gresca política sin precedentes, y mira que eso es difícil. También desde el primer momento fue evidente que estábamos condenados a escuchar inmensas tonterías de los representantes políticos. Pero nadie nos había preparado para que el inenarrable Abascal saliese por la tele, en cuanto le funcionó el micrófono, para asegurar a grito “pelao” que el apagón no era casual, porque había coincidido con la comparecencia del hermano de Sánchez ante el juez. Es decir, que había sido Sánchez quien dejó a toda España sin luz para proteger a su hermano.

Este hombre está pidiendo a gritos un contrato en televisión. Desaparecido Chiquito de la Calzada, no hay nadie que se pueda comparar ni remotamente con el descacharrante Abascalito. Las carcajadas ante tamaña gilipollez fueron el mejor final imaginable para un lunes que no olvidaremos: el día del Tenebrae factae sunt, el día del miedo a lo desconocido, el día en que nos sentimos desamparados; el día en que casi volvimos a rezar, como cuando éramos niños, para que la Virgencita nos dejase como estábamos antes. Tranquilos, que quizá lo consigamos.

LUIS ALGORRI