Volvía a los ruedos el torero marcado por la sombra de su propia genialidad. Volvía el hombre que ha recorrido el infierno del sufrimiento, sin apenas recuerdos, con las arrugas que surcan el camino del dolor. Prisionero de una mente que lo atormenta, de esa mente que ha bordeado el Atlántico, de ese océano que es el pensamiento –tan traicionero–, Morante de la Puebla del Río pisó doscientos largos días después las arenas. Para amantes de marcadores, lo hizo con la gloria de las dos orejas cortadas a su primer toro y una monumental bronca en el cuarto, al que no quiso ni ver. Pero el día no iba de números, sino de sensaciones. Era una tarde de esas que...
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