Los hippies de Netflix

Desde de los 80 hasta ahora, las ganas de pagar por contenido legal nunca estuvieron presentes en la vida de los argentinos

Abr 28, 2025 - 10:31
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Los hippies de Netflix

Usted tiene todo trucho. Siempre lo tuvo. La primera vez que le avisaron que estaba robando fue cuando puso en la videocasetera el VHS de El Rey León y salió el logo de un pirata acompañado del escudo del FBI y la leyenda que avisaba que si copiaba esa cinta sería arrestado y llevado a Guantánamo. Sí, por alguna razón alguien creía que con esa advertencia usted se asustaría y no copiaría la película de los leones porque, si no, el servicio secreto patearía la puerta de su casa en Hurlingham, saltaría la pila de ropa para planchar y desde detrás del tender le dispararía.

Después, como nadie se tomó tan en serio esa advertencia, se empezó a decir que, si se copiaba una cinta, automáticamente se borraba la original. Claramente, un valiente se animó y copió el video de la comunión del primo Lucas y voilà: el original estaba intacto y la copia también.

Los avisos sobre la truchez también supieron llegar a los DVDs. Misma historia: si lo copia, usted es un ladrón y será fusilado. No se registran vecinos detenidos -por lo menos hasta la publicación de esta columna― por haber copiado el DVD de Piratas del Caribe: la maldición del Perla Negra. Se rumoreó que hubo un demorado por ver una copia de Rápido y Furioso, pero jamás se constató.

Con la computadora pasaba lo mismo. Windows se cansó de bombardearlo con carteles que anunciaban que usted era un vulgar ladrón, que no tenía licencia, que la licencia estaba por expirar, que el período de prueba había vencido hace seis años, que si no le daba vergüenza estafar a Bill Gates. Sin embargo, no existía suficiente advertencia como para frenar a un adolescente que quería hacer una carátula para el trabajo práctico, entonces cliqueaba el famoso “Sí a todo”, que era sinónimo de: “Sí, ya sé que soy un chorro, dejame en paz”.

Con la llegada de Internet, usted se convirtió en un delincuente más grande que La Garza Sosa, el Gordo Valor y los que te hacen la VTV: ¿o acaso no descargó música sin respeto alguno por el copyright? ¿o acaso no bajó Honestidad Brutal de Andrés Calamaro sin remordimiento alguno? ¿va a negar que le entró sin asco a La boda de mi mejor amigo? ¡Y encima la copió a un DVD que luego otro amigo copió a otro DVD!

La truchada no se detuvo. Después aparecieron los pendrives con canciones que se descargaban de computadora en computadora y luego pasaban a reproductores mp3. Más tarde, estaba todo online, subido a YouTube, listo para que cualquiera reprodujera todo. Incluso había rebeldía: si estaba el video oficial, subido por Sony, y el otro, apócrifo, con imágenes random, sobre la misma canción, usted reproducía, fiel a su estilo, el trucho.

No había -ni hay― leyes ni amenazas ni castigos suficientes como para asustar a un trucho de verdad -un trucho de ley, se podría decir― que disfrutaba -y disfruta- de los pequeños placeres de esa clandestinidad. Esos mismos, que jamás fueron amedrentados ni por logotipos de piratas ni por carteles del FBI, hoy patean sin miedo la industria del torrent -bajar películas es su religión― y trafican sin miedo contraseñas de Netflix, Prime, Disney+ y, si se los piden, de Tinder. Pasan su contraseña a la tía, la del primo a un amigo, la del portero a su amante y la del jefe a la chica del gimnasio. No entienden de advertencias y menos de limitaciones. Descreen de los que hablan de un usuario por hogar y promueven el hippismo de contenidos. Estuvieron allá, hace tiempo, con los VHS, y están ahora, sueltos, disfrutando de la vida, porque saben que es muy difícil que un día el FBI les patee la puerta de su casa de Hurlingham.