Las lecciones del 8 y el 9 de mayo

El calendario occidental nos recuerda dos fechas claves que, aunque separadas solo por un día, están profundamente entrelazadas por su significado: el 8 de mayo –“Día de la Victoria”, que marcó el fin de la Segunda Guerra Mundial en suelo europeo– y el 9 de mayo –“Día de Europa”, que celebra el inicio del camino hacia la integración continental–. A 80 y 75 años respectivamente, ambas efemérides merecen más que un recuerdo: exigen una reflexión seria sobre la paz como construcción política, histórica y colectiva.El 8 de mayo de 1945, a las 23.01 –hora central europea y ya 9 de mayo en Moscú– se hacía efectiva la rendición incondicional de las Fuerzas Armadas alemanas ante los Aliados. La guerra en Europa había terminado. El acto formal se había celebrado en Reims, con la firma del general alemán Alfred Jodl frente a Dwight D. Eisenhower, pero fue repetido al día siguiente en Berlín, ante el mariscal soviético Gueorgui Zhúkov, para satisfacer la legítima exigencia de representación del frente oriental. Ese doble acto simbolizó el cierre de un conflicto que en menos de seis años dejó más de 70 millones de muertos, ciudades arrasadas, fronteras quebradas y un trauma colectivo que Europa y el mundo aún hoy no termina de procesar.Sin embargo, apenas cinco años más tarde, y en lo que fue probablemente uno de los gestos más audaces, generosos y visionarios de la política contemporánea, el ministro francés de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, lanzaba una propuesta radical: crear una autoridad supranacional que administrara en forma conjunta las producciones del carbón y del acero –los recursos con los que se habían fabricado las armas y que resultaban esenciales para la reconstrucción continental– entre Francia, Alemania, y todo otro país europeo que quisiera sumarse al proyecto. Lo hacía con una idea clara: convertir en materialmente imposible una nueva guerra entre los países del Viejo Continente.La conocida como “Declaración Schuman” del 9 de mayo de 1950 no solo fue un gesto de reconciliación con Alemania: fue, por sobre todo, el acto fundacional de lo que hoy conocemos como la Unión Europea. Schuman y su asesor Jean Monnet comprendieron que la integración no podía imponerse desde arriba, ni decretarse desde un idealismo abstracto: debía construirse desde lo concreto, desde ámbitos estratégicos, y sobre la base de la consolidación de solidaridades de hecho que fueran estableciendo progresivas confianzas mutuas en la gestión común de sectores específicos de la economía. A ese método se lo conoció como neofuncionalismo, y resultó ser una fórmula sumamente eficaz. Así, en apenas diez meses, Bélgica, Holanda, Italia y Luxemburgo se unieron al proyecto, dando forma a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Desde entonces, Europa ha transitado el período más largo de paz entre sus países en toda su historia. Ni las tensiones de la Guerra Fría, la Crisis del Petróleo, la caída del Muro de Berlín, o las complejidades del Brexit lograron quebrar el espíritu original del proyecto: la construcción de un continente basado en la cooperación, la democracia y el Estado de Derecho.Pero en tiempos como los que vivimos, conviene no romantizar. La guerra ha vuelto al corazón de Europa con la invasión masiva de Rusia sobre Ucrania, la arquitectura multilateral cruje bajo el peso de las tensiones entre potencias, y los nacionalismos –que en el pasado llevaron al mundo al borde del abismo– vuelven a ganar terreno en distintos países. A eso se suma el impacto global de fenómenos como la inteligencia artificial, los ciberataques, las migraciones masivas, la crisis climática y los populismos de distinto signo, que interpelan los marcos institucionales existentes.Por eso, tanto el 8 como el 9 de mayo no deben ser vistos como simples rituales conmemorativos. Son, en verdad, hitos que nos recuerdan de dónde venimos, lo que costó llegar hasta aquí y todo lo que aún está en juego. Porque si algo dejó claro el siglo XX es que la paz no es un estado natural, sino que es una conquista política y social que debe ser defendida a diario. Como afirmaba Schuman en su célebre declaración, “la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan”.Hoy, a 80 años del fin de la guerra y a 75 del nacimiento del proyecto europeo, la mejor forma de honrar esas fechas no es con discursos vacíos, sino con decisiones valientes: defender la integración, apostar al diálogo multilateral y revalorizar la política como herramienta de convivencia. Porque la historia ya nos enseñó, con sangre y cenizas, lo que ocurre cuando el odio y el miedo sustituyen la razón.Director de la Cátedra Unión Europea-UCES

May 8, 2025 - 04:38
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Las lecciones del 8 y el 9 de mayo

El calendario occidental nos recuerda dos fechas claves que, aunque separadas solo por un día, están profundamente entrelazadas por su significado: el 8 de mayo –“Día de la Victoria”, que marcó el fin de la Segunda Guerra Mundial en suelo europeo– y el 9 de mayo –“Día de Europa”, que celebra el inicio del camino hacia la integración continental–. A 80 y 75 años respectivamente, ambas efemérides merecen más que un recuerdo: exigen una reflexión seria sobre la paz como construcción política, histórica y colectiva.

El 8 de mayo de 1945, a las 23.01 –hora central europea y ya 9 de mayo en Moscú– se hacía efectiva la rendición incondicional de las Fuerzas Armadas alemanas ante los Aliados. La guerra en Europa había terminado. El acto formal se había celebrado en Reims, con la firma del general alemán Alfred Jodl frente a Dwight D. Eisenhower, pero fue repetido al día siguiente en Berlín, ante el mariscal soviético Gueorgui Zhúkov, para satisfacer la legítima exigencia de representación del frente oriental. Ese doble acto simbolizó el cierre de un conflicto que en menos de seis años dejó más de 70 millones de muertos, ciudades arrasadas, fronteras quebradas y un trauma colectivo que Europa y el mundo aún hoy no termina de procesar.

Sin embargo, apenas cinco años más tarde, y en lo que fue probablemente uno de los gestos más audaces, generosos y visionarios de la política contemporánea, el ministro francés de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, lanzaba una propuesta radical: crear una autoridad supranacional que administrara en forma conjunta las producciones del carbón y del acero –los recursos con los que se habían fabricado las armas y que resultaban esenciales para la reconstrucción continental– entre Francia, Alemania, y todo otro país europeo que quisiera sumarse al proyecto. Lo hacía con una idea clara: convertir en materialmente imposible una nueva guerra entre los países del Viejo Continente.

La conocida como “Declaración Schuman” del 9 de mayo de 1950 no solo fue un gesto de reconciliación con Alemania: fue, por sobre todo, el acto fundacional de lo que hoy conocemos como la Unión Europea. Schuman y su asesor Jean Monnet comprendieron que la integración no podía imponerse desde arriba, ni decretarse desde un idealismo abstracto: debía construirse desde lo concreto, desde ámbitos estratégicos, y sobre la base de la consolidación de solidaridades de hecho que fueran estableciendo progresivas confianzas mutuas en la gestión común de sectores específicos de la economía. A ese método se lo conoció como neofuncionalismo, y resultó ser una fórmula sumamente eficaz. Así, en apenas diez meses, Bélgica, Holanda, Italia y Luxemburgo se unieron al proyecto, dando forma a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Desde entonces, Europa ha transitado el período más largo de paz entre sus países en toda su historia. Ni las tensiones de la Guerra Fría, la Crisis del Petróleo, la caída del Muro de Berlín, o las complejidades del Brexit lograron quebrar el espíritu original del proyecto: la construcción de un continente basado en la cooperación, la democracia y el Estado de Derecho.

Pero en tiempos como los que vivimos, conviene no romantizar. La guerra ha vuelto al corazón de Europa con la invasión masiva de Rusia sobre Ucrania, la arquitectura multilateral cruje bajo el peso de las tensiones entre potencias, y los nacionalismos –que en el pasado llevaron al mundo al borde del abismo– vuelven a ganar terreno en distintos países. A eso se suma el impacto global de fenómenos como la inteligencia artificial, los ciberataques, las migraciones masivas, la crisis climática y los populismos de distinto signo, que interpelan los marcos institucionales existentes.

Por eso, tanto el 8 como el 9 de mayo no deben ser vistos como simples rituales conmemorativos. Son, en verdad, hitos que nos recuerdan de dónde venimos, lo que costó llegar hasta aquí y todo lo que aún está en juego. Porque si algo dejó claro el siglo XX es que la paz no es un estado natural, sino que es una conquista política y social que debe ser defendida a diario. Como afirmaba Schuman en su célebre declaración, “la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan”.

Hoy, a 80 años del fin de la guerra y a 75 del nacimiento del proyecto europeo, la mejor forma de honrar esas fechas no es con discursos vacíos, sino con decisiones valientes: defender la integración, apostar al diálogo multilateral y revalorizar la política como herramienta de convivencia. Porque la historia ya nos enseñó, con sangre y cenizas, lo que ocurre cuando el odio y el miedo sustituyen la razón.

Director de la Cátedra Unión Europea-UCES