La votación de vértigo que demuestra el problema y la virtud de Eurovisión
Los doce puntos del televoto español han sido para Israel, en una noche que TVE puso un rótulo en apoyo a Gaza delante de la retransmisión del festival.

Ganó Austria con ‘Wasted Love’, de JJ tras superar a Israel en el televoto. Ganó la música. Ganó la sensibilidad. Ganó una propuesta escénica creada por un español, Sergio Jaén, que ha apostado por una actuación operística en blanco y negro que ha destacado en la marabunta de una gala de colorinchi. Ganó lo diferente, porque de flashes de luz y divas del prototipo exuberante iba el festival sobrado. Casi hasta ha habido que tomar biodramina para seguir las actuaciones de la larga final de Eurovisión 2025, pues el estruendo de los impactos audiovisuales iba tapando a la música. Tal vez un retrato de la sociedad en la que vivimos, en la que hemos comprado que se triunfa a golpe del meme. Hasta en la política.
Lo hemos vivido en una votación final de vértigo, donde la controversia ha aupado a Israel casi a la victoria gracias al televoto. En una sociedad atrincherada, el odio no da vergüenza: el odio nos moviliza. Pero terminó ganando una canción que habla de navegar entre las tempestades y que ha destacado entre otras actuaciones cargadas de piruetas escénicas hacia ninguna parte, ya que aturdían más que otra cosa.
Algunos dirán que Eurovisión siempre ha sido así, que desde hace años el festival ha sido un desfile de excentricidades para provocar y despertar los comentarios desde casa.
La diferencia es que antes se empezaba por encontrar una canción melódica con significado y luego se creaba una puesta en escena para potenciar a los artistas y su mensajes. A veces, desde la provocación que permite que se vea a los invisibles. Otras, desde la transgresión de la alegría. Muchas del intimismo de los sentimientos que nos unen. Pero, ahora, los candidatos miran y miran ese espejo resquebrajado de la realidad que es X (antes Twitter) e interiorizan que para triunfar en el festival hay que contentar las expectativas de unos fans a los que también observan cargados de prejuicios. Como consecuencia, el festival ha dejado escapar cierta pluralidad de géneros musicales porque los artistas se disfrazan de lo que creen que es el estereotipo que premia Eurovisión. Aunque la historia de Eurovisión demuestre que suelen llevarse el micrófono transparente las canciones que conquistan la emoción por encima de las estridencias huecas.
Sin embargo, la tecnología de la que dispone el escenario anima a los países a un 'pónmelo todo' o a pretender usar técnicas de videoclips en lo que es un espectáculo en directo. No siempre funciona, pues en un programa en directo debe notarse el entusiasmo de un auditorio repleto de gente. Que se note el calor del público. Y la televisión suiza lo ha intentado cuidando unos maravillosos planos de reacción de la grada, algunos espectaculares. También apostando por un escenario muy teatral con un gran marco identitario que ha aguantado un profundo techo de focos que suben y bajan y que recuerda a aquellos festivales eurovisivos de los ochenta.
Así Suiza, además de realizar una de las mejores actuaciones en competición de la noche, con la elegancia de Zoë Më y la canción Voyage (injustamente tratada en un televoto raro, marcado por acciones extra musicales y extra televisivas), ha logrado uno de los festivales más preciosos de los últimos años: en calidad visual, en calidez de las postales que presentan a los artistas, en un guion con la ironía que quita hierro a tanta intensidad, en unos entreactos donde la belleza adelanta al tumulto. Se nota que son metódicos y meticulosos.
Eurovisión está algo perdido, como la televisión, como Europa. El festival nació como punto de encuentro de la emoción que no se confunde con bulla. Esa creatividad que no se prefabricaba a medida de los algoritmos y supuestos mimbres del éxito, la creatividad que solo quería defender sus ideales a través de canciones listas para quedar en nuestro recuerdo. Porque algo falla si en un festival de canciones nadie consigue tararear un año después sus canciones. Consecuencias de centrarnos más en engatusar con el golpe de efecto metido a presión en vez de confiar en himnos con una historia detrás. Va a ser que Eurovisión continúa siendo un retrato de la sociedad de cada momento en el que vivimos. Y ahora somos así, estamos intensos pero poco profundos. Tanto que, a menudo, confundimos entretenimiento con mera sucesión de estruendos a la gresca. Pero, al final, ha vuelto a trascender el que se sale del guion. De nuevo, ha ganado el talento que cuenta más que imita... o irrita.