La pelea literaria por la que Miguel de Cervantes escribió la segunda parte de El Quijote
Pelea - El libro de Avellaneda distorsionaba a los protagonistas originales, eliminaba a Dulcinea y ridiculizaba a Sancho, lo que empujó al escritor a retomar su obraLa verdadera casa donde Cervantes escribió 'El Quijote' está en este lugar de España Nadie soporta que le usurpen los personajes, y menos si se los han inventado desde cero. Que le pongan otro nombre a su escudero, que le pinten como un enamorado arrepentido o que le arranquen el alma y lo conviertan en una caricatura sin gracia. Miguel de Cervantes no estaba dispuesto a quedarse de brazos cruzados mientras otro se arrogaba el poder de continuar lo que él mismo había empezado. Lo que había comenzado como un juego literario acabó por convertirse en una pelea a pluma afilada. Y el golpe de gracia fue un libro entero escrito por alguien que ni siquiera se atrevió a firmar con su verdadero nombre. La historia de la segunda parte de El Quijote no se entiende sin ese enfrentamiento velado —pero constante— entre Cervantes y el misterioso Alonso Fernández de Avellaneda. En realidad, Cervantes no tenía previsto continuar su novela. Pero todo cambió en 1614, cuando apareció una versión apócrifa que, más que continuar, usurpaba su obra. Avellaneda no solo se apropiaba del personaje, sino que lo deformaba a su gusto. A don Quijote lo presentaba como un hombre desenamorado, sin rastro de Dulcinea, y a Sancho Panza lo convertía en un glotón rudo y sin ingenio. Eso fue lo que empujó a Cervantes a reaccionar, movido por la rabia al ver que otros deciden el destino de sus criaturas. El caballero de verdad se defiende ante los personajes de mentira El desdén con que el protagonista de Cervantes hojea el libro de Avellaneda dentro de la propia novela da buena cuenta del fastidio que arrastraba el autor. En una escena escrita tras conocerse la publicación de la obra rival, don Quijote afirma: “En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión”. Y las enumera con cuidado, señalando errores lingüísticos, omisiones y equivocaciones sobre los nombres de los personajes, como el de la mujer de Sancho. Para impedir futuras imitaciones, Cervantes pone fin a la historia con la muerte de don Quijote La presencia del falso libro se convierte en un hilo transversal de la segunda parte. Aparece en conversaciones, en ventas, en manos de personajes que han leído esa otra versión de sus aventuras y que no reconocen en ella al verdadero caballero. Don Quijote y Sancho comentan su asombro ante lo que consideran una farsa. El escudero, por ejemplo, apunta con ironía que “el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros”, y remata asegurando que “el verdadero don Quijote de la Mancha […] es este señor que está presente, que es mi amo”. Esa construcción metanarrativa —en la que los personajes son conscientes de que existen como figuras literarias— se intensifica conforme avanza la novela. En el capítulo 72, don Quijote se encuentra con don Álvaro Tarfe, un personaje que había aparecido en la versión apócrifa. Cervantes aprovecha ese cruce para dar el golpe definitivo. Tarfe no reconoce al caballero que tiene delante como el mismo del libro que leyó. Y don Quijote le pide que lo declare por escrito ante el alcalde. Lo firma. Es un acta notarial dentro de una novela, una jugada brillante y una venganza literaria servida con tinta. La muerte de don Quijote como el cierre más contundente posible Aunque el nombre de Avellaneda quedó en el anonimato durante siglos, las sospechas sobre su identidad apuntan con fuerza a Jerónimo de Pasamonte, un escritor aragonés que ya había tenido sus roces con Cervantes en la primera parte del libro. Algunas pistas lo relacionan con Ginés de Pasamonte, el personaje que don Quijote libera en el grupo de galeotes, y que luego reaparece convertido en titiritero. El propio Cervantes dejó caer esa posibilidad en varios pasaje

Pelea - El libro de Avellaneda distorsionaba a los protagonistas originales, eliminaba a Dulcinea y ridiculizaba a Sancho, lo que empujó al escritor a retomar su obra
La verdadera casa donde Cervantes escribió 'El Quijote' está en este lugar de España
Nadie soporta que le usurpen los personajes, y menos si se los han inventado desde cero. Que le pongan otro nombre a su escudero, que le pinten como un enamorado arrepentido o que le arranquen el alma y lo conviertan en una caricatura sin gracia.
Miguel de Cervantes no estaba dispuesto a quedarse de brazos cruzados mientras otro se arrogaba el poder de continuar lo que él mismo había empezado. Lo que había comenzado como un juego literario acabó por convertirse en una pelea a pluma afilada. Y el golpe de gracia fue un libro entero escrito por alguien que ni siquiera se atrevió a firmar con su verdadero nombre.
La historia de la segunda parte de El Quijote no se entiende sin ese enfrentamiento velado —pero constante— entre Cervantes y el misterioso Alonso Fernández de Avellaneda. En realidad, Cervantes no tenía previsto continuar su novela. Pero todo cambió en 1614, cuando apareció una versión apócrifa que, más que continuar, usurpaba su obra.
Avellaneda no solo se apropiaba del personaje, sino que lo deformaba a su gusto. A don Quijote lo presentaba como un hombre desenamorado, sin rastro de Dulcinea, y a Sancho Panza lo convertía en un glotón rudo y sin ingenio. Eso fue lo que empujó a Cervantes a reaccionar, movido por la rabia al ver que otros deciden el destino de sus criaturas.
El caballero de verdad se defiende ante los personajes de mentira
El desdén con que el protagonista de Cervantes hojea el libro de Avellaneda dentro de la propia novela da buena cuenta del fastidio que arrastraba el autor. En una escena escrita tras conocerse la publicación de la obra rival, don Quijote afirma: “En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión”. Y las enumera con cuidado, señalando errores lingüísticos, omisiones y equivocaciones sobre los nombres de los personajes, como el de la mujer de Sancho.
La presencia del falso libro se convierte en un hilo transversal de la segunda parte. Aparece en conversaciones, en ventas, en manos de personajes que han leído esa otra versión de sus aventuras y que no reconocen en ella al verdadero caballero. Don Quijote y Sancho comentan su asombro ante lo que consideran una farsa. El escudero, por ejemplo, apunta con ironía que “el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros”, y remata asegurando que “el verdadero don Quijote de la Mancha […] es este señor que está presente, que es mi amo”.
Esa construcción metanarrativa —en la que los personajes son conscientes de que existen como figuras literarias— se intensifica conforme avanza la novela. En el capítulo 72, don Quijote se encuentra con don Álvaro Tarfe, un personaje que había aparecido en la versión apócrifa. Cervantes aprovecha ese cruce para dar el golpe definitivo. Tarfe no reconoce al caballero que tiene delante como el mismo del libro que leyó. Y don Quijote le pide que lo declare por escrito ante el alcalde. Lo firma. Es un acta notarial dentro de una novela, una jugada brillante y una venganza literaria servida con tinta.
La muerte de don Quijote como el cierre más contundente posible
Aunque el nombre de Avellaneda quedó en el anonimato durante siglos, las sospechas sobre su identidad apuntan con fuerza a Jerónimo de Pasamonte, un escritor aragonés que ya había tenido sus roces con Cervantes en la primera parte del libro. Algunas pistas lo relacionan con Ginés de Pasamonte, el personaje que don Quijote libera en el grupo de galeotes, y que luego reaparece convertido en titiritero. El propio Cervantes dejó caer esa posibilidad en varios pasajes, disfrazada entre líneas pero lo bastante clara para quien supiera leer entre personajes.
Para evitar nuevas maniobras similares, Cervantes remató su segunda parte de forma tajante. Alonso Quijano, ya cuerdo, muere y deja escrito un testamento en el que lanza una última indirecta al falsario. En él se puede leer: “Suplico a los dichos señores mis albaceas que […] le pidan […] perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates”.
Al final, incluso Cide Hamete Benengeli, el narrador ficticio de la historia, se dirige directamente al lector para dejar claro que “para mí sola nació don Quijote, y yo para él”, y que cualquier otro intento de hacerle vivir otra aventura sería un acto contra la propia muerte. Cervantes cerró así su novela para siempre, con un cerrojo imposible de forzar.