Historias del viento, de Ellen Viste

La meteoróloga Ellen Viste explica en este ensayo el modo en que el viento ha dado forma a las civilizaciones, ha impulsado exploraciones y ha desatado tormentas capaces de cambiar el curso de la historia. Una nueva mirada sobre el aire que respiramos y su impacto en la cultura y la naturaleza. En Zenda reproducimos... Leer más La entrada Historias del viento, de Ellen Viste aparece primero en Zenda.

Abr 22, 2025 - 05:15
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Historias del viento, de Ellen Viste

La meteoróloga Ellen Viste explica en este ensayo el modo en que el viento ha dado forma a las civilizaciones, ha impulsado exploraciones y ha desatado tormentas capaces de cambiar el curso de la historia. Una nueva mirada sobre el aire que respiramos y su impacto en la cultura y la naturaleza.

En Zenda reproducimos dos relatos incluidos en Historias del viento (Barlin), de Ellen Viste.

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Con facultad de aquietar

¿De dónde vino? Una cortina de gotas me golpea la cara. Pequeñas olas se estrellan contra el borde del kayak, el agua salpicando la superficie de la proa. He remado a sotavento de la isla de Ormøyna, pero al llegar al extremo sur llegó también el viento, como salido de un saco. La proa colea y el kayak se inclina. Me froto con el dorso de la mano para secarme el agua de los ojos y dejo que el viento enderece la dirección del kayak.

Una ráfaga inesperada contra un mísero kayak. ¡Qué miseria! La primera vez que soltaron al viento, el saco se hallaba en el barco del héroe bélico Odiseo. Hecho de piel de buey y atado con un cordón de plata; regalo de Éolo, amigo de los dioses griegos y señor de los vientos. Más de diez años habían pasado desde que Odiseo dejara su hogar para ir a pelear en la guerra de Troya. El viaje de vuelta era arduo, pero había llegado hasta la isla de Éolo con doce naves. «Con facultad de aquietar o de excitar al que quisiera», describe Homero a Éolo en su Odisea. Tan pronto como este silbaba, los vientos llegaban a él volando y se le posaban sobre los brazos como dóciles aves. Éolo había metido a los vientos del norte, del sur y del este en el saco de piel, colocando al viento del oeste frente al barco de Odiseo que navegaba rumbo a casa, a Ítaca.

¿Había acaso plata en aquel saco? Los hombres de Odiseo lo habían estado observando atentos durante nueve días. ¿Oro tal vez? Habían llegado tan cerca de Ítaca que podían reconocer a las personas en tierra. Mientras Odiseo dormía, los hombres desataron el cordón de plata. De él salieron los vientos del norte, del sur y del este como una tromba que, al soplar, devolvió a los doce barcos al mar, a la isla de Éolo. Con facultad de aquietar al que desee. A mi izquierda, Ormøyna apenas se mueve. ¡Si tan solo alguien pudiera apagar el viento! Clavo el remo en el agua e impulso el kayak hacia adelante. Cuando el barco de Odiseo volvió empujado por el viento, la buena voluntad de Éolo se había desvanecido. El viento había amainado y los hombres se vieron obligados a remar.

Excitar, aquietar. El kayak se desliza hacia adelante antes de que el viento arrecie de nuevo. Enfrascado en una contienda con los enfadados dioses, a Odiseo le tomó diez años volver a casa. Usaron el viento en su contra; no solo Éolo, sino también el dios supremo, y Poseidón, el dios del mar. Desgarraron velas y destrozaron barcos, dejándolo a la deriva entre restos de mástil. Viento aquietado, viento excitado, con fuerzas calibradas para la destrucción o una astuta manipulación. Para los dioses con poderes dignos del Mediterráneo, un juego.

Excitar, excitar. Aquietar. Aquietar. Esto es la bahía de Nordåsvatnet, no el Mediterráneo. Ni siquiera es la costa oeste de Noruega, maltrecha por el clima; apenas un fiordo entre el centro de la ciudad de Bergen y el aeropuerto, un charco salobre encapsulado en la civilización. Pero el cobertizo es una mancha roja al otro lado de un mar de adversidades. Si tan solo alguien pudiera apagar el viento. Domarlo y meterlo en el saco; ¡Zeus, Éolo, Superman! ¿Cuántas veces no habré pensado en ello? Durante excursiones de esquí, azotada por la nieve; en noches otoñales en las que el viento, infatigable, lo mismo me arranca el sueño que arranca tejas del techo; cuando desgarra las estacas que sostienen una tienda de campaña o hace revolotear las páginas de un libro haciendo imposible leerlo. El susurro en mi cabello, el frío cosquilleo en el brazo, incluso la brisa más ligera lleva consigo una inquietud que disipa toda concentración.

«¡No más viento!», grito con todas mis fuerzas y hago una pausa, el remo sobre el agua. Nada. Desde el Olimpo no llega más que silencio. No más, no más, no más. Las palabras marcan el ritmo de mis movimientos: un «no» al contacto de la pala con el agua, y un marcado «más» al impulsar el kayak con el remo. No… más. No… más. El ritmo de las brazadas ayuda y me ubico a sotavento de tierra. «Con facultad de excitar al que quisiera». El kayak se desliza hacia el muelle.

El viento es más leve. Monto en bici hacia mi casa; los pedales giran, los árboles pasan veloces a mi lado. Tras una curva… llega. El viento en contra. Pedaleo mientras un furgón de carga levanta polvo que rechina entre los neumáticos. Arena del arcén, un inconfundible sabor a vía pública. ¿Es todo? ¿Dónde estaba hace dos semanas el aire que ahora me golpea el rostro? ¿Alguien más lo habrá respirado antes? ¿En una acera de Nueva York o Calcuta? ¿En un corral de ovejas? Aspirar el aire lentamente por la nariz, filtrarlo por entre los dientes. El viento escoria la tierra y todo lo que aquí habita, digiriendo los restos que ha arrancado hasta cubos de basura vivos, abiertos. Incontrolable. Inevitable. Abrir de nuevo la boca, enjuagarla con el viento en contra, porque el aire no perdona a nadie. Empuja de frente, de lado, ¿de dónde vino? ¿Quién desató el cordón de plata? ¿Quién soltó al viento? ¿Dónde comenzó todo?

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Tierra sin viento

Si buscaras el sitio más silencioso del mundo, hallarías una caja amarilla en la nieve. Pesa una tonelada y media y la colocaron justo allí porque el silencio ofrece una vista maravillosa del universo. Sin farolas. Sin la interrupción de auroras boreales o australes. Sin viento alguno que azote la atmósfera nocturna. En el lugar más silencioso del mundo, te hallarías junto a una caja amarilla con el aire moviéndose a tu alrededor sigilosamente.

El mundo pudo haber sido un lugar tranquilo. Sin un solo remolino de polvo en un camino de tierra desierto, sin vibración alguna entre hebras de cabello sueltas. No en todas partes, pero, al menos en un sitio; podría haberse vivido sin viento. En el mundo real, ese lugar es difícil de encontrar. En el mundo de las matemáticas, es imposible evitarlo. Se toma una esfera y se deja a cada punto de este globo terráqueo matemático sin viento: cero, nada. Luego se enciende el viento y se le asigna un valor a cada punto. Brisa, vendaval, tormenta, lo que sea; a cada punto sobre la faz de la Tierra se le asigna un viento que sopla justo a través de ese punto. Así, punto por punto, llenas el globo hasta que solo queda uno. Por mucho que te esfuerces por lograr movimiento, en el último punto no logras crear ni un atisbo de corriente. Es una imposibilidad matemática. El viento no puede soplar por todas partes en el mundo; debe haber, siempre, al menos un lugar sin viento.

La prueba está en el teorema de la bola peluda, descrito por primera vez por el francés Henri Poincaré, en 1885. Si tuvieras una bola cubierta de pelo, jamás lograrías peinarla de modo que todos los pelos quedaran planos. En uno u otro lado de esta bola se pararían a poco que tiraras de ellos hasta reducirlos a cero, a nada. Los pelos bien podrían ser las flechas de viento que observamos en un mapa meteorológico. Se pueden esparcir tantas flechas de viento como se desee por el globo terráqueo, pero, sin importar cómo las coloques, habrá al menos un punto en el que no sople el viento. Llena el globo con vientos procedentes del este; en los Polos Norte y Sur no soplará el viento. ¿Vientos procedentes del oeste? Continuará la calma en los polos. Juntas, estas flechas entrecortadas de viento representan una corriente de aire continua. Las flechas muestran velocidad y dirección, fragmentos de líneas discontinuas que siguen la corriente. Se puede dibujar intrincados patrones de flechas y obtener montones de puntos de calma, pero no se puede hacer que sople en todas partes. Si la corriente procedente de dos direcciones se encuentra, el aire es empujado hacia arriba. Pero horizontalmente, habrá calma.

Las matemáticas son más que números sobre una esfera, el fenómeno que describen es real. La última flecha de viento no tendrá espacio. En matemáticas, el lugar sin viento puede hallarse en cualquier parte, dependiendo de cómo elijamos colocar las flechas del viento. En la vida real, la teoría se ve perturbada por la física. El aire sube. El tiempo cambia. Los puntos sin viento se mueven. Sea como sea, en algunos lugares el viento sopla menos que en otros.

Si buscaras el sitio más silencioso del mundo, hallarías una caja amarilla en la nieve. Investigadores de la NASA descubrieron aquel sitio en 2009. Podrían haber navegado hacia los cinturones de calma alrededor del Ecuador, o cerca de treinta grados al norte o al sur. Podrían haberse arrastrado entre los árboles de la tupida selva del Amazonas o de África Central. En cambio, buscaron en la Antártida, el lugar considerado el más ventoso del mundo. En las laderas del hielo que cubren el continente, el aire frío se precipita hacia la costa. La ráfaga más fuerte del mundo se cierne sobre lugares como Cabo Denison, en donde una expedición austral montó su campamento base en enero de 1912. Vestidos con ropas ligeras, los hombres abandonaron el barco de la expedición en un bote más pequeño para transportar equipo a tierra firme. Había sido un día perfecto, escribe el líder de la expedición, Douglas Mawson, lleno de vida y de verano. Hacia la tarde, comenzó a correr el viento, una brisa fría proveniente del glaciar tierra adentro, un viento en contra que a cada minuto se hacía más fuerte. Antes de llegar al puerto, a uno de los hombres se le habían congelado varios dedos. Cuando el séquito de Dawson abandonó Cabo Denison la Nochebuena de 1913, llevaba casi dos años conviviendo regularmente con fuertes vendavales.

Todo tiene un inicio, y de algún sitio debe venir el aire enfurecido. Con sus laderas y corrientes descendentes, ¿qué lugar del continente resultaba natural para la búsqueda? No, los científicos de la NASA no se desplazaron hasta la Antártida; compararon investigaciones previas y mapas de vientos. Los mapas mostraban una franja de silencio en el punto más alto del glaciar, el Domo A. En la tierra sin viento, en la cima de la meseta, el viento se aquieta casi por completo. A 81,5 ˚S, 73,5 ˚E y 144 kilómetros del Domo A, este punto que podemos hallar en un mapa —un píxel blanco en una imagen de satélite— fue designado el más tranquilo; lo llamaron Cresta A. Se ubica a 4 053 metros sobre el nivel del mar, y a no menos de 1 400 metros en cualquier dirección, más o menos la distancia de vuelo entre Oslo y la localidad ártica de Kirkenes; a 1 000 kilómetros de la estación Amundsen-Scott en el Polo Sur y a casi 2 000 kilómetros de la estación noruega Troll en la Tierra de la Reina Maud. Si consiguieras llegar a la Cresta A, verías esta caja amarilla, un cubo tan alto como un hombre, sobre la superficie de la nieve.

En la cima, sobresaldría algo: una caja más pequeña, un cilindro y algunos cables. La caja amarilla es la base de telescopio. Lo que los científicos de la NASA buscaban eran estrellas y planetas, no la ausencia de viento en sí. Querían hallar un lugar que les proporcionara la mejor vista del universo, la ubicación óptima para un observatorio astronómico, con la menor interferencia de la luz y el aire invernal más claro, seco y prístino. En su búsqueda de las estrellas, se toparon con la Cresta A, un lugar que, dentro de una zona que alcanza los 90 grados bajo cero, posiblemente también sea el más frío. En 2012, una aeronave Twin Otter aterrizó con la caja amarilla a bordo. La transportaron e instalaron, junto con un panel solar, un mástil de estación meteorológica de 15 metros de altura y un semicilindro negro con un telescopio. A 60 metros, ubicaron una caja verde: un motor para alimentar a la estación, en ausencia del sol, durante el casi medio año que dura la noche invernal.

Si, tras dar tumbos, lograras llegar hasta el punto cero de la bola peluda, no habría quien te diera la bienvenida. La estación se construyó de tal forma que tres personas pudiesen instalarla en un par de días e irse. Una vez al año, desde el Polo Sur llega alguien, revisa los instrumentos y se va. En el que quizá sea el lugar más quieto y frío del mundo no hay quien viva. Y tampoco te librarías del aire. Vídeos y fotos muestran banderas ondeando al viento. Incluso en el llamado lugar más tranquilo es imposible escapar de una ligera corriente de aire.

¿Que aun así quieres ver la caja amarilla? Pues nada, en 2019 aterrizó de nuevo una Twin Otter. Las cajas, la estación meteorológica y el telescopio fueron cargados en la aeronave. Los científicos recogieron sus cosas, tal como lo exige el Tratado Antártico, con el tronido de sus huellas quebrando la superficie de la nieve a su paso mientras cargaban el equipo; huellas perecederas en el aquel sitio en el que el aire casi se detiene. Finalmente, el avión despegó, dejando un píxel blanco en una imagen satelital. Y ya no hay quien mida la calma en la Cresta A.

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Autora: Ellen Viste. Título: Historias del viento. Traducción: Alejandra Ramírez Olvera. Editorial: Barlin Libros. Venta: Todos tus libros.

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