Groenlandia, ¿el ratón que ruge?
Los groenlandeses están preparando ya la independencia, pero Washington no parece haber escogido la mejor estrategia de negociación

Puestos a escribir sobre conflictos internacionales, lo primero que viene a la cabeza son las carnicerías de Gaza o Ucrania, o las guerras civiles olvidadas en Birmania o el Sudán; quizás los vaivenes del nuevo gobierno sirio. Poco se imaginaban los analistas, sin embargo, que habrían de centrarse en algo tan improbable como la posibilidad de que los Estados Unidos se apropien de Groenlandia.
Sin embargo, así ha sido. Trump ya quiso comprarle la isla a los daneses en 2019, y ahora ha vuelto para un sonoro segundo round, por medio de un aluvión algo errático de tuits y declaraciones en los que ofrece a los groenlandeses desligarse de Dinamarca para formar parte de EEUU (algo que podría equivaler a unirse como un nuevo Estado, o bien una asociación más laxa, como la que mantienen las Islas Marshall, Micronesia o Palau). Cosa más grave ha sido el hecho de que Trump afirmara que no descartaba el uso de la fuerza; aunque esto, seguramente, fuera una bravata con la que, fiel a su estilo, pretenda acelerar cualquier tipo de negociación.
Esta campaña ha sido inusitadamente agresiva (para un país aliado, al menos) y ha incluido gestos tan discutibles como la publicación en Twitter por parte de uno de los hijos de Trump de una viñeta en la que EEUU añadía Groenlandia, Panamá o Canadá a su “carrito de la compra” de Amazon, o una peregrinación de “influencers” pro-Trump que repartían billetes de cien dólares y gorras rojas en la isla. También visitas algo más oficiales -pero igualmente controvertidas-, como la que realizó el vicepresidente J.D. Vance, que se trasladó a la base que EEUU mantiene en la isla para repetir los mantras de su jefe. La comandante de la base, entonces, aseguró en un email interno que sus palabras no eran reflejo de la opinión que reinaba en la misma; no tardó en recibir la notificación de su despido fulminante.
Independentistas, pero sin prisas
Los políticos de Dinamarca y Groenlandia, han reaccionado casi al unísono (la frase más repetida es que la isla “no está en venta”) pero, cosas de los países nórdicos, han respondido a las amenazas con una sorprendente dosis de amabilidad, ofreciéndose a seguir colaborando con Washington en todos los aspectos. Menos calidez mostró el Ministro de Exteriores francés, Jean-Noël Barrot, ofreciéndose a desplegar tropas en la isla, aunque puntualizó que no veía probable que el asunto, en ningún caso, fuera a llegar a las manos.
¿Qué opinan los groenlandeses de todo esto? Lo cierto es que los groenlandeses son apenas unos 56.000 inuit (concentrados en torno a la capital, Nuuk, por ser de los pocos lugares que no están literalmente congelados) y tienen las cosas notablemente claras. El 85% no quiere unirse a los EEUU, aunque ven con buenos ojos a este país y reciben de brazos abiertos cualquier acuerdo militar o comercial. En cuanto a independizarse de Dinamarca -algo que pueden someter a referendo desde el 2009-, tampoco parecen albergar dudas: más de un 80% lo apoya.
Sin embargo, nadie parece darse mucha prisa por lograrlo. ¿El motivo? Lejos quedan los tiempos coloniales, y de las arcas danesas sale la nada desdeñable cantidad de más de 600 millones de euros (algo más de la mitad del presupuesto de Groenlandia), que entre otras cosas, cubre la Seguridad Social y la Educación en la isla. De este modo, no es de extrañar que un 45% de los encuestados puntualice que sólo desea la independencia si con ello no afecta a su estilo de vida. En otras palabras, para poder independizarse, Groenlandia necesita crear su propia economía... o convencer a alguien de que siga pagando las facturas.
Un punto clave en el Ártico
En todo caso, la pregunta salta a la vista: ¿por qué querría Washington controlar un lugar tan ignoto? En honor a la verdad, Trump no ha sido el primero en intentarlo. Andrew Johnson quiso adquirir la isla en 1867 (tras comprarle Alaska los rusos) y, en 1946, Harry Truman volvió a intentarlo. No le faltaban razones. Militarmente, si los rusos decidieran mandar de un puntapié un misil intercontinental en dirección a EEUU, la ruta más corta sería sobrevolando Groenlandia; este es, precisamente, el motivo por el que los americanos tienen allí una base de radar desde el año 51 (aunque instalaciones militares ya había desde la Segunda Guerra Mundial). La isla también resulta ser el punto idóneo para monitorear el cuello de botella desde el que la flota rusa accede al Océano Atlántico, y esto no es poca cosa, dado el empeño de Moscú en invertir en una flota que -al contrario que su ejército de tierra-, no está desgastada por la guerra de Ucrania.
Pero veámoslo -como suele hacer Trump- desde el punto de vista comercial. Groenlandia une dos rutas importantes que, de continuar el ritmo acelerado de deshielo ocasionado por la emisión de gases de efecto invernadero, podrían resultar mucho más transitables en unos años, ahorrando así tiempo y dinero a las navieras, que no tendrían que pasar sus buques acerados por el Canal de Panamá o el de Suez. El dato es más que revelador: del 2013 al 2023, el tráfico marítimo en el Ártico ha aumentado casi un 40%.
Por otro lado, no sólo se trata de hacerse con un pedazo del pastel sino de alejar los dedos rusos y chinos del mismo. Moscú ha recuperado bases soviéticas en el Ártico (cuando no ha construido directamente aeródromos o radares nuevos) y China ha espolvoreado unos 90.000 millones de dólares en proyectos económicos por toda la región. A los rusos, no obstante, no parece desagradarles la iniciativa trumpiana sobre Groenlandia. Aparte de no criticarla recurriendo a las acusaciones habituales de imperialismo, se han mostrado dispuestos a ofrecer jugosos acuerdos de explotación al respecto; generosa oferta que, con toda probabilidad, se producirá sólo si Washington se pliega a sus deseos y da carpetazo al asunto ucraniano. Precisamente fue con la guerra y el cisma entre Moscú y Occidente que los rusos hubieron de detener no pocos proyectos en el Ártico: ahora buscan revertir este parón.
Los atractivos del “cold rush”
Pero sigamos. Además de bases y buques, Groenlandia ofrece -bajo su corteza helada, eso sí- una verdadera mina; no de oro, pero conteniendo 39 de los 50 minerales considerados necesarios para la seguridad nacional y estabilidad económica de los Estados Unidos, incluidos algunos de los minerales llamados “raros”, en los que China mantiene por ahora una clara ventaja. No pocos de los que han financiado las campañas de Trump -Howard Lutnick, Marc Andreessen, Sam Altman o Jeff Bezos- son inversores de compañías mineras que ojean con interés las nieves de Groenlandia, como Critical Metals en el caso de Lutnick, o KoBold Metals en el caso de los otros tres.
Por si fuera poco, se estima que la isla está empapada en cantidades ingentes de petróleo y gas natural, cuya explotación se ve frenada por los remilgos ecológicos del gobierno danés; una explotación que podría facilitarse con el predecible aumento de las temperaturas. Dado que Trump ha autorizado en el pasado (y seguirá autorizando) la extracción de combustibles fósiles en la virginal Alaska, esta motivación encaja ciertamente en su línea de pensamiento.
Ha de decirse, eso sí, que esta fiebre del oro groenlandesa -el “cold rush” según el juego de palabras anglosajón- tiene tanto de efecto placebo como las fiebres del célebre enfermo imaginario de Molière. El pistoletazo de salida se dio en 2008 cuando diversos informes señalaron entre aspavientos las grandes reservas de minerales, pescado y combustible en territorio groenlandés. Pero la fría realidad de la isla, en todos los sentidos, es que el 80% de la misma está cubierto de hielo. Y que los famosos informes se referían más bien a recursos en potencia, cuya localización y explotación significaría invertir mucho dinero (y arriesgar vidas) en el proceso. Aparte, por mucho que la temperatura subiera los tres grados que descolocarían al resto del planeta, Groenlandia seguiría estando a decenas de grados bajo cero y la rentabilidad de estas operaciones seguiría siendo más que dudosa. Aun cuando los hielos árticos se derritieran hasta franquearle el paso a la marina mercante de turno, sería necesario comprar sistemas de predicción meteorológica, establecer bases para organizar rescates o limpiezas de vertidos en condiciones imposibles... Todo ello para transitar rutas que ni siquiera estarían operativas durante todo el año.
Cuatro escenarios ante la incertidumbre
Son cuatro los escenarios (más o menos probables) que pueden darse ahora.
Número uno: Trump habría usado el asunto para hacerse notar en el “ring” internacional, cimentar apoyos en su propia casa y/o forzar a Dinamarca a aumentar la seguridad de la isla frente a Rusia y China (algo que ya logró en diciembre de 2024, cuando Copenhague decidió hacerlo tras el susto ocasionado por sus últimas invectivas). De ser así, Trump lograría su objetivo y el tema sería prontamente olvidado.
Número dos: Groenlandia se une a los EEUU. Lo cierto es que sería prácticamente imposible convencer los daneses de vender la isla, dado que eso violaría tanto las leyes internacionales como la Ley de Autogobierno de Groenlandia (de 1979). Para hacerlo, habría que esperar a que la isla se independizara a fin de que esta solicitara luego la adhesión a las barras y estrellas norteamericanas; siempre a cambio de seguir recibiendo el abultado estipendio de rigor. Pero Dinamarca siempre podría adelantarse y ofrecer una independencia a medio gas, un nuevo régimen de asociación laxo (como el que mantienen las Islas Marshall con EEUU) a cambio de seguir poniendo el dinero.
Los siguientes escenarios son algo más problemáticos.
Número tres: Trump presiona con una guerra de aranceles a Dinamarca, lo cual afectaría a la Unión Europea en su conjunto y desataría una guerra arancelaria (adicional) de muy difícil resolución, dado que, como hemos dicho, el asunto no depende de Dinamarca. Y número cuatro, más bien inverosímil: las tropas norteamericanas ocupan Groenlandia. Dado que cuentan con la mayor instalación militar sobre el terreno, jugarían con ventaja, prácticamente a la defensiva, a lo que se añadiría el hecho de que las inclemencias climáticas de la isla probablemente no sean idóneas para la acción guerrilla. En todo caso, la invasión significaría un ataque de un país miembro de la OTAN contra otro, activando automáticamente el Artículo 5, que permite a al resto de países responder militarmente si así lo desean. En otras palabras, supondría la disolución de facto del pacto atlántico, y un brindis masivo con vodka en los despachos del Kremlin.
Los políticos locales de la isla, deseosos de aumentar la productividad de cara a su independencia, tienen no pocas ganas de abrirle la puerta a las compañías norteamericanas, como ya se acordó en el 2019. Apresurarse en esto, de hecho, sería contraproducente
Hay algo que resulta irónico en toda esta campaña, y es que, atendiendo a los objetivos estratégicos de EEUU en Groenlandia, las exigencias de Trump no parecen ser la mejor forma de lograrlos. ¿Por qué? Porque los groenlandeses, y los propios daneses, no tienen problema alguno en aumentar la presencia militar americana. Dinamarca es un aliado más que fiel, y ha enviado miles de soldados a Irak o Afganistán: cincuenta de ellos, por cierto, han hecho el viaje de vuelta en ataúd. Y los políticos locales de la isla, deseosos de aumentar la productividad de cara a su independencia, tienen no pocas ganas de abrirle la puerta a las compañías norteamericanas, como ya se acordó en el 2019. Apresurarse en esto, de hecho, sería contraproducente: el clima es aún demasiado frío para lograr rentabilidad en la minería o el comercio marítimo. Sería más inteligente enviar ayudas para que los groenlandeses los desarrollaran a cambio de tener prioridad para entrar en el negocio una vez se demostrara viable. El predecesor de Trump, Joe Biden, ya sondeó discretamente a Groenlandia para extender los intereses mineros y arrebatarle los “minerales raros” a los chinos.
De hecho, el objetivo de cerrarle el paso a Rusia o China ya había comenzado a cumplirse desde el 2018, por medio de diplomacia conjunta entre Washington, Dinamarca y Groenlandia; y para entonces, los proyectos de minería china se habían paralizado y Pekín parecía haberse olvidado de la isla, al ver que sus inversiones árticas en general no han llegado a funcionar del todo bien. En resumen, el único derecho adicional que lograría Washington controlando la isla sería más bien la obligación de rascarse el bolsillo. Y las presiones para su venta, incluso de quedar en agua de borrajas, corren el riesgo de producir el efecto contrario y acelerar la militarización rusa del ártico o las oberturas de China como posible socio comercial de los países nórdicos.
Un ratón que ruge
Mientras tanto, los groenlandeses acaban de asomarse a una nueva era. En 1959, se estrenó un filme cómico algo menor titulado The Mouse that Roared, algo así como “El ratón que rugió.” En él, una pequeña nación europea -donde todos los habitantes, a causa de la endogamia, eran interpretados por Peter Sellers- enviaba a un triste pelotón para declararle la guerra a la Gran Bretaña; todo ello con objeto de perderla rápidamente y poder optar a un plan de ayudas por parte de los Aliados. Por un casual, aquellos torpes soldados destinados al fracaso capturaban al padre de la bomba nuclear más mortífera jamás diseñada y, para sorpresa de todos, aquella ridícula nación se convertía en una potencia con quien todos habían de negociar.
Pues bien, las bravatas de Donald Trump han logrado un efecto similar en Groenlandia. Aquella remota isla puede ahora negociar su independencia, amén de todos los subsidios y acuerdos que desee, tanto con unos como con otros. Puede convertirse en un ratón que ruge, jugando a dos bandas mientras se reclina cómodamente en el sillón y espera a ver quién paga la factura más grande. Groenlandia, en suma, puede lograr lo que jamás imaginó: figurar por vez primera en el mapamundi.