El mal es más rápido que la luz
El mal es más rápido que la luz


Hay obras en el piso de abajo. Se presenta una buena mañana. Un tipo le da al martillo de un modo rítmico y uniforme. Voy al frigorífico a ponerme -como le dijo Umbral a Lola Flores- un vaso de agua con un hielo para buscar en el ritual la concentración. Abro la puerta del Edén y veo todo oscuro. Será la bombilla. No. Será el sensor. No. Se habrá ido la luz. Hace poco cambiamos el diferencial. Se va a enterar el electricista. Pero no es eso, están todos los interruptores en posición de firmes.
Salgo al rellano y es la boca del lobo. Serán unos minutos, pienso, pero no son minutos. Así que decido salir a la calle. Bajo por la escalera. Un vecino me dice que es más fácil bajar que subir. En la calle me encuentro un orden relativo en la circulación, el síndrome de la tubería rota y un viejo fantasma que recorre las aceras. Todos los locales y tiendas son túneles sin luz al fondo. Como cuando el labriego echa cubos de agua en la madriguera del topo, todos los ocupantes de los locales salen a la calle.
Escucho el primer chiste. No falta la comparación con lo que todos sabemos. Hay un miedo grabado a fuego en la conciencia colectiva. Estamos tocados y se nota. Una vecina viene con dos enormes garrafas de agua. Los trabajadores del centro veterinario comentan por lo bajo cuando ven a una señora con un gran paquete de papel higiénico. Divido a las personas en dos tipos: los tranquilos y los preocupados. Los segundos son como zombis que muerden poco a poco a los primeros.
No faltan los chistes, los idiotas faltones, la desinformación, los alarmistas y toda esa basura, que, para hacer el mal, son más rápidos que la luz.
El silbato del guardia de tráfico resuena insistente como un abejorro contra una de aquellas ventanas dobles que parecían un torno de monjas. Hay una rutina, como si los conductores y los peatones conocieran de memoria cuándo el semáforo debería estar rojo y cuándo verde. Los semáforos son ahora como esos tuertos que se levantan el parche en las películas. En un pakistaní hay una fila de personas que empieza a ser algo alarmante. El contagio. La conexión a internet va y viene. No faltan los chistes, los idiotas faltones, la desinformación, los alarmistas y toda esa basura, que, para hacer el mal, son más rápidos que la luz. En una marquesina, un anuncio de cerveza dice: “tenemos que querernos más”.
Escucho rumores extraños que prefiero no reproducir. La gente mira su teléfono con cierta desesperación. Todo el mundo tiene un plan y una imaginación que va desde las cinco horas prometidas a la distopía inmediata. Es mejor no imaginar algunas cosas. Es mejor no pensar demasiado. Que me devuelvan la corriente y no seguiré pensando en la importancia del dinero en efectivo, en poner un gallinero, en las placas solares, la comida enlatada, la rebelión o en pasar de la civilización y echarse al monte. Subo a casa y el del martillo sigue a lo suyo. Si no se ha enterado es un héroe y, si se ha enterado, es un genio y un gran trabajador. Deberíamos tomar ejemplo de él. Menos imaginar y más dar martillazos.