El Eternauta, de la Corte Suprema a Netflix
El Eternauta, esa historieta que forma parte del corazón cultural argentino, llegó a Netflix en forma de serie y ya es un éxito. Pero lo que muchos no saben es que, antes de aparecer en las pantallas, tuvo que atravesar un camino largo y lleno de obstáculos. No técnicos ni creativos, sino legales. Porque para que esta historia pudiera contarse de nuevo, primero había que hacer justicia.Todo empezó hace décadas, cuando Héctor Germán Oesterheld -guionista y creador de El Eternauta- fue secuestrado y desaparecido durante la última dictadura militar. También lo fueron, lamentablemente, sus cuatro hijas. Su esposa, Elsa Sánchez, quedó sola. En ese contexto de desesperación y dolor, firmó en 1982 un contrato en el que supuestamente cedía los derechos de la obra. Pero ese acuerdo, hecho sin defensa legal y en condiciones absolutamente desiguales, fue luego impugnado por la familia.En 1996, la Justicia les dio la razón: ese contrato era nulo. Lo que parecía perdido se recuperó. La familia volvió a tener los derechos sobre el guion. Años más tarde, el dibujante Francisco Solano López también recuperó los suyos sobre los dibujos. Sin embargo, la editorial que había recibido esa cesión siguió usando el nombre El Eternauta como si nada hubiese pasado. Incluso registró la marca para explotarla comercialmente.Entonces la batalla continuó. Esta vez, por la marca. Porque una cosa es el derecho de autor, y otra –aparentemente- el derecho a registrar una marca. Pero, ¿puede una empresa registrar el nombre de una obra que no le pertenece? ¿Puede apropiarse de un título sin tener ningún derecho legítimo sobre él?Esa pregunta llegó a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Y la respuesta fue clara: no. En 2018, la Corte falló a favor de la familia de Oesterheld y de Solano López. Declaró la nulidad de las marcas registradas sin consentimiento. Dijo que nadie puede registrar un título como El Eternauta sin tener los derechos de autor o la autorización expresa de sus creadores. Y que, además, no se puede ignorar la sentencia firme de 1996 que ya había reconocido quiénes eran los verdaderos dueños.En otras palabras, antes de convertirse en una serie, El Eternauta tuvo que ganar un juicio. Y no uno cualquiera: un juicio por la memoria, la dignidad y la justicia. Porque detrás de cada viñeta, de cada palabra escrita, había una historia de vida, de pérdida y de resistencia.El fallo no solo protegió los derechos de una familia. También dejó una lección: la propiedad intelectual no es solo un papel o un trámite. Es el reconocimiento de un autor. Es respetar su obra, su legado, su lucha.Sin embargo, El Eternauta no es solo un símbolo cultural. Es también un activo estratégico en una industria que representa una verdadera oportunidad para el desarrollo económico del país. Según un estudio reciente del BID y Netflix, por cada 10 millones de dólares invertidos en una producción audiovisual en la Argentina, se generan cerca de 30 millones en la economía total. Es decir, el cine no solo cuenta historias: genera empleos, moviliza servicios, impulsa el turismo y activa industrias complementarias como la publicidad, la tecnología, el diseño o la construcción. En la Argentina, según el mismo relevamiento, más del 68% del gasto de una producción audiovisual se distribuye en sectores ajenos al cine en sí. Esa es la potencia de esta industria: un motor que no solo proyecta relatos, sino también desarrollo. Que El Eternauta haya podido llegar a Netflix con su historia legal resuelta es también una señal de que, para que una industria crezca con raíces firmes, primero hay que cuidar sus cimientos: los derechos de autor, la legitimidad de las marcas y el respeto por quienes crean.Hoy celebramos que El Eternauta esté en Netflix. Que nuevas generaciones conozcan a Juan Salvo, al manto mortal de nieve y al invasor silencioso. Pero también celebramos que haya llegado allí con su identidad intacta, gracias a un camino legal que reivindicó lo que nunca debió haberse perdido: el derecho de los autores a ser reconocidos.Cuando se encienda la pantalla, no solo veremos ciencia ficción. Veremos también una verdad restituida. Porque, a veces, para que una historia pueda contarse con libertad, primero tiene que ser defendida con justicia.Director Ejecutivo de la Maestría en Propiedad Intelectual y Nuevas Tecnologías de la Universidad Austral

El Eternauta, esa historieta que forma parte del corazón cultural argentino, llegó a Netflix en forma de serie y ya es un éxito. Pero lo que muchos no saben es que, antes de aparecer en las pantallas, tuvo que atravesar un camino largo y lleno de obstáculos. No técnicos ni creativos, sino legales. Porque para que esta historia pudiera contarse de nuevo, primero había que hacer justicia.
Todo empezó hace décadas, cuando Héctor Germán Oesterheld -guionista y creador de El Eternauta- fue secuestrado y desaparecido durante la última dictadura militar. También lo fueron, lamentablemente, sus cuatro hijas. Su esposa, Elsa Sánchez, quedó sola. En ese contexto de desesperación y dolor, firmó en 1982 un contrato en el que supuestamente cedía los derechos de la obra. Pero ese acuerdo, hecho sin defensa legal y en condiciones absolutamente desiguales, fue luego impugnado por la familia.
En 1996, la Justicia les dio la razón: ese contrato era nulo. Lo que parecía perdido se recuperó. La familia volvió a tener los derechos sobre el guion. Años más tarde, el dibujante Francisco Solano López también recuperó los suyos sobre los dibujos. Sin embargo, la editorial que había recibido esa cesión siguió usando el nombre El Eternauta como si nada hubiese pasado. Incluso registró la marca para explotarla comercialmente.
Entonces la batalla continuó. Esta vez, por la marca. Porque una cosa es el derecho de autor, y otra –aparentemente- el derecho a registrar una marca. Pero, ¿puede una empresa registrar el nombre de una obra que no le pertenece? ¿Puede apropiarse de un título sin tener ningún derecho legítimo sobre él?
Esa pregunta llegó a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Y la respuesta fue clara: no. En 2018, la Corte falló a favor de la familia de Oesterheld y de Solano López. Declaró la nulidad de las marcas registradas sin consentimiento. Dijo que nadie puede registrar un título como El Eternauta sin tener los derechos de autor o la autorización expresa de sus creadores. Y que, además, no se puede ignorar la sentencia firme de 1996 que ya había reconocido quiénes eran los verdaderos dueños.
En otras palabras, antes de convertirse en una serie, El Eternauta tuvo que ganar un juicio. Y no uno cualquiera: un juicio por la memoria, la dignidad y la justicia. Porque detrás de cada viñeta, de cada palabra escrita, había una historia de vida, de pérdida y de resistencia.
El fallo no solo protegió los derechos de una familia. También dejó una lección: la propiedad intelectual no es solo un papel o un trámite. Es el reconocimiento de un autor. Es respetar su obra, su legado, su lucha.
Sin embargo, El Eternauta no es solo un símbolo cultural. Es también un activo estratégico en una industria que representa una verdadera oportunidad para el desarrollo económico del país. Según un estudio reciente del BID y Netflix, por cada 10 millones de dólares invertidos en una producción audiovisual en la Argentina, se generan cerca de 30 millones en la economía total. Es decir, el cine no solo cuenta historias: genera empleos, moviliza servicios, impulsa el turismo y activa industrias complementarias como la publicidad, la tecnología, el diseño o la construcción. En la Argentina, según el mismo relevamiento, más del 68% del gasto de una producción audiovisual se distribuye en sectores ajenos al cine en sí. Esa es la potencia de esta industria: un motor que no solo proyecta relatos, sino también desarrollo. Que El Eternauta haya podido llegar a Netflix con su historia legal resuelta es también una señal de que, para que una industria crezca con raíces firmes, primero hay que cuidar sus cimientos: los derechos de autor, la legitimidad de las marcas y el respeto por quienes crean.
Hoy celebramos que El Eternauta esté en Netflix. Que nuevas generaciones conozcan a Juan Salvo, al manto mortal de nieve y al invasor silencioso. Pero también celebramos que haya llegado allí con su identidad intacta, gracias a un camino legal que reivindicó lo que nunca debió haberse perdido: el derecho de los autores a ser reconocidos.
Cuando se encienda la pantalla, no solo veremos ciencia ficción. Veremos también una verdad restituida. Porque, a veces, para que una historia pueda contarse con libertad, primero tiene que ser defendida con justicia.
Director Ejecutivo de la Maestría en Propiedad Intelectual y Nuevas Tecnologías de la Universidad Austral