El demente libertino

No hubo libertino mayor que Sade, pero le costó la libertad. La física, al menos, ya que pasó la mayor parte de su existencia encarcelado por numerosos delitos (los que atentaban a la moral). En sus encierros escribía, se vengaba de todos, colocando el placer como sentido último (y primero) de la vida. Lo demás quedaba subordinado a él, y se permitía cualquier cosa para obtenerlo. La entrada El demente libertino se publicó primero en Ethic.

May 14, 2025 - 18:00
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El demente libertino

Sade es un mito. Una leyenda. Un nombre que conjura la depravación, el libertinaje, la indecencia y lo escabroso. Cuanto corrompe. Sade es epítome de lo abyecto. De ahí que su apellido se sustantive: sadismo. «Perversión sexual de quien provoca su propia excitación cometiendo actos de crueldad en otra persona», recoge el DRAE. Sádico.

Existe un presunto ex libris en la colección de Agustín Arrojo Muñoz (una de las más frondosas y exquisitas de España) que perteneció al «Divino Marqués», como lo llamaban los surrealistas, o al «gran Sade», en el decir de Flaubert. Muestra una mujer desnuda, arrebatada por un estertor, mitad placentero, mitad trágico. Su corazón está traspasado por un estilete en forma de cruz. El lema reza: sursum corda, invocación previa del sacerdote al momento de la consagración durante la misa. Sea apócrifo o no el ex libris, lo cierto es que resume su cosmovisión: sexo, violencia, muerte y sacrilegio.

El universo literario y filosófico de Sade se resume en cuatro ejes: sexo, violencia, muerte y sacrilegio

La prosa de Sade es una despiadada mofa de la religión católica. La ridiculiza con tal intensidad como glorifica los vicios que la atentan. Sade se aleja tanto de los anticlericales y ateos moderados, como Voltaire, como de los ateos materialistas, como Hume. Sade ataca con una crueldad desconocida hasta entonces un imaginario (el católico) del que sabe que no puede prescindir para erigirse como tal. Sutil ironía. Lo parasita, lo gangrena, lo corrompe, pero lo necesita para ser. Por eso el cuerpo de Justine recibe inimaginables abusos y profanaciones, pero su alma permanece casta. El protagonista vive para mancillarla, pero la necesita. No puede matarla porque eso la permitiría estar más allá de él.

«El espíritu más libre que jamás ha existido», en palabras del poeta Apollinaire, hace del mal su dominio, y supera cualquier límite que intente contenerlo. Su palabra va siempre más allá. Lo cual le incita, a su vez, a transgredir con su proyecto el marco ilustrado de donde surge su vida y escritura, llevando hasta sus últimas consecuencias la «razón instrumental», ya que los textos de Sade representan la racionalidad pura. Lo dijo Goya: «El sueño de la razón produce monstruos». Sade los encarnó en sus libros.

Sade transgrede con su proyecto el marco ilustrado, llevando hasta sus últimas consecuencias la «razón instrumental»

Libros cuyo estilo tediosamente procesal, grises como lo que aburre, con una pobreza en la adjetivación y una prosa moribunda, desapasionados y macilentos, contrastan con su propuesta subversiva, con la brillantez de su mensaje (qué altura la del Sade que propone razonamientos, que surte de ideas, al Sade plúmbeo que narra). La apuesta de Sade es la de quien subvierte la norma y los valores, no al modo nietzscheano, sino conjurando un frío monstruo consciente de su deseo, ante el que nada se arredra y todo se somete.

Quién fue ese hombre

Sade fue encarcelado tanto por el rey Luis XVI (1778-1790) como durante el Terror (1793-94) como por Bonaparte (1801 hasta el final de su vida). Delitos sexuales, escándalos de diversa naturaleza, blasfemia o pornografía arrinconaron una y otra vez su cuerpo (ese mismo cuerpo al que procuraba un placer desmesurado) en celdas (o letrinas por falta de espacio) miserables, bien de cárceles (algunas insignes, como la Bastilla), bien de asilos para enfermos mentales (Charenton, donde murió, cuyos muros hospedaron también al poeta Verlaine).

Escribió Los 120 días de Sodoma o la escuela del libertinaje, una atroz crítica contra toda clase de poder, que años después llevase al cine Pasolini. La filosofía de tocador, Justine o los infortunios de la virtud, Historia de Juliette o las prosperidades del vicio o Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, entre otras. Bataille calificó su obra como «apología del crimen».

Hijo único de una familia aristocrática de sangre borbónica, de las más antiguas de la Provenza, el marqués de Sade, criado a caballo entre su abuela, sus tías paternas y su tío paterno, abad libertino de cierto predicamento, Jacques François Paul Aldonce de Sade, estudió en los jesuitas. Su madre ingresó en un convento de París. Aprendió música, danza, esgrima y escultura, y hablaba con donaire italiano, provenzal y alemán, aparte de francés.

Durante la Guerra de los Siete Años, que enfrentó a Francia contra Gran Bretaña, con apenas 16 años participa en la toma de Mahón, con grado de teniente, dirigiendo a cuatro compañías de filibusteros. Le ascienden a capitán de caballería. Se casa con Renèe Pelagie, una muchacha de la nobleza, con quien tiene tres hijos. Se trasladan al castillo de Échaffars, en Normandía, donde comienza no solo a llevar una vida disoluta, sino a gozarla en público: amantes, prostitutas, acusaciones de violencia… así inaugura su tournée de encierros. Su esposa estuvo a su lado, peleando por su libertad. Consigue escapar de uno de ellos, del castillo de Miolans, y huyen a Cerdeña.

Enterado de que su madre yace moribunda, regresa a París, donde es apresado de nuevo. Permaneció incomunicado más de cuatro años. Renèe le escribía con regularidad prusiana. Trece años duró aquel encierro. Leía a Petrarca, a Boccaccio, a Cervantes. Escribía para vengarse de todos. Desde la ventana de una de sus prisiones, la Bastilla, jaleaba a los transeúntes a favor de la revolución.

Liberado, por fin, Sade es un desconocido para sí mismo: obeso, envejecido, con una dolencia crónica pulmonar y problemas de vista… Renèe ya se ha cansado de esperar. Lo rechaza. Tramita su divorcio, uno de los primeros que se consignaron en Francia. Encuentra a una viaja amiga, la actriz Constance Quesnet, con quien permanece hasta su muerte, en Charenton.

En el entretanto, participa del proceso revolucionario, escribe discursos, panfletos, lo nombran secretario de distrito. Desde su posición, ayuda a sus antiguos suegros, los mismos que habían procurado su detención. Pero la publicación de Justine le confina, una vez más. Esta, para siempre. Se le diagnostica «demencia libertina».

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