Cuando los dentistas no solo cuidaban dientes y también diseñaban máquinas de ejecución y golosinas

Inventores - Tanto Southwick como Morrison demostraron que los dentistas del siglo XIX podían cambiar realidades sociales muy distintas, dejando un legado que hoy sigue vivo en las ferias y en la historia criminalEl Museo de Historia Natural de Nueva York puso cara a los depredadores más famosos del cine Mucho antes de que los dentistas se centraran en implantes, endodoncias y limpiezas, hubo quienes cambiaron la historia desde su consulta. En lugar de limitarse a extraer muelas, idearon inventos tan dispares como el algodón de azúcar o la silla eléctrica, dejando claro que su ingenio no terminaba en la boca de sus pacientes. Dentistas convertidos en ingenieros que, entre alambres, fórceps y anestesia, decidieron pasar de curar sonrisas a diseñar artilugios para matar... o para endulzar la vida y, de forma indirecta, seguir trayendo clientes a sus consultar. Un accidente eléctrico que cambió la pena de muerte A finales del siglo XIX, un hombre de bata blanca y vocación doble revolucionó la pena de muerte en Estados Unidos. Alfred P. Southwick, dentista en Buffalo y exingeniero naval, encontró inspiración en un accidente que había ocurrido en 1881. Un trabajador ebrio había tocado un generador eléctrico y murió en el acto. A partir de ese suceso, Southwick comenzó a trabajar en un método de ejecución mediante electricidad, convencido de que podía ser más rápido y menos doloroso que el ahorcamiento. No tardó en probar su teoría con animales, en colaboración con la Sociedad para la Prevención de la Crueldad hacia los Animales de Buffalo. Después de varios experimentos, propuso su diseño al estado de Nueva York, que aprobó el uso de la electrocución como método legal de ejecución en 1888. Dos años más tarde, el 6 de agosto de 1890, William Kemmler se convirtió en el primer condenado ejecutado en la silla eléctrica. La primera silla eléctrica fue un fracaso, pero dejó a todos contentos La idea original de Southwick, sin embargo, no fue la utilizada. En su lugar, se empleó un modelo basado en corriente alterna, impulsado indirectamente por Thomas Edison, que buscaba desacreditar a George Westinghouse en la llamada guerra de las corrientes. La ejecución no salió como se esperaba: Kemmler necesitó varias descargas y los testigos observaron cómo su cuerpo se convulsionaba mientras salía humo. Aun así, Southwick expresó su satisfacción con una frase que recogieron varios diarios de la época: “Soy el hombre más feliz del estado hoy”. Una máquina de dulces que nació gracias a la imaginación de un dentista Décadas después, en un contexto menos siniestro pero igual de peculiar, otro dentista decidió cambiar de ámbito. William J. Morrison, nacido en Tennessee en 1860, se asoció en 1897 con el confitero John C. Wharton para patentar una máquina que convertía azúcar en hilos gracias al aire caliente y la fuerza centrífuga. El aparato se presentó bajo el nombre de Fairy Floss durante la Exposición Universal de San Luis en 1904. Vendieron más de 68.000 cajas en menos de seis meses. Aunque Morrison ya había desarrollado otros inventos —uno para purificar el agua y otro para extraer aceites comestibles—, su creación más rentable fue esta nube de azúcar que pesaba menos que un sobre pero costaba 25 centavos, casi la mitad del precio de entrada a la feria. El dulce se convirtió en un éxito inmediato, y pronto se extendió por todo el país.

Abr 27, 2025 - 14:00
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Cuando los dentistas no solo cuidaban dientes y también diseñaban máquinas de ejecución y golosinas

Cuando los dentistas no solo cuidaban dientes y también diseñaban máquinas de ejecución y golosinas

Inventores - Tanto Southwick como Morrison demostraron que los dentistas del siglo XIX podían cambiar realidades sociales muy distintas, dejando un legado que hoy sigue vivo en las ferias y en la historia criminal

El Museo de Historia Natural de Nueva York puso cara a los depredadores más famosos del cine

Mucho antes de que los dentistas se centraran en implantes, endodoncias y limpiezas, hubo quienes cambiaron la historia desde su consulta. En lugar de limitarse a extraer muelas, idearon inventos tan dispares como el algodón de azúcar o la silla eléctrica, dejando claro que su ingenio no terminaba en la boca de sus pacientes.

Dentistas convertidos en ingenieros que, entre alambres, fórceps y anestesia, decidieron pasar de curar sonrisas a diseñar artilugios para matar... o para endulzar la vida y, de forma indirecta, seguir trayendo clientes a sus consultar.

Un accidente eléctrico que cambió la pena de muerte

A finales del siglo XIX, un hombre de bata blanca y vocación doble revolucionó la pena de muerte en Estados Unidos. Alfred P. Southwick, dentista en Buffalo y exingeniero naval, encontró inspiración en un accidente que había ocurrido en 1881. Un trabajador ebrio había tocado un generador eléctrico y murió en el acto. A partir de ese suceso, Southwick comenzó a trabajar en un método de ejecución mediante electricidad, convencido de que podía ser más rápido y menos doloroso que el ahorcamiento.

No tardó en probar su teoría con animales, en colaboración con la Sociedad para la Prevención de la Crueldad hacia los Animales de Buffalo. Después de varios experimentos, propuso su diseño al estado de Nueva York, que aprobó el uso de la electrocución como método legal de ejecución en 1888. Dos años más tarde, el 6 de agosto de 1890, William Kemmler se convirtió en el primer condenado ejecutado en la silla eléctrica.

La primera silla eléctrica fue un fracaso, pero dejó a todos contentos

La idea original de Southwick, sin embargo, no fue la utilizada. En su lugar, se empleó un modelo basado en corriente alterna, impulsado indirectamente por Thomas Edison, que buscaba desacreditar a George Westinghouse en la llamada guerra de las corrientes. La ejecución no salió como se esperaba: Kemmler necesitó varias descargas y los testigos observaron cómo su cuerpo se convulsionaba mientras salía humo. Aun así, Southwick expresó su satisfacción con una frase que recogieron varios diarios de la época: “Soy el hombre más feliz del estado hoy”.

Una máquina de dulces que nació gracias a la imaginación de un dentista

Décadas después, en un contexto menos siniestro pero igual de peculiar, otro dentista decidió cambiar de ámbito. William J. Morrison, nacido en Tennessee en 1860, se asoció en 1897 con el confitero John C. Wharton para patentar una máquina que convertía azúcar en hilos gracias al aire caliente y la fuerza centrífuga. El aparato se presentó bajo el nombre de Fairy Floss durante la Exposición Universal de San Luis en 1904. Vendieron más de 68.000 cajas en menos de seis meses.

Aunque Morrison ya había desarrollado otros inventos —uno para purificar el agua y otro para extraer aceites comestibles—, su creación más rentable fue esta nube de azúcar que pesaba menos que un sobre pero costaba 25 centavos, casi la mitad del precio de entrada a la feria. El dulce se convirtió en un éxito inmediato, y pronto se extendió por todo el país.

El algodón de azúcar nació de la imaginación de un dentista

En 1921, otro dentista llamado Josef Lascaux, patentó una máquina similar y fue quien acuñó el nombre cotton candy, que acabó imponiéndose al original. Vendía el producto a los niños en su consulta de Nueva Orleans, aunque sus avances técnicos no llegaron a consolidarse.

A partir de ahí, la evolución fue más industrial que creativa. En 1949, la empresa Gold Medal Products introdujo una base con resorte que estabilizaba la máquina y mejoraba su funcionamiento. Desde entonces, las ferias, los circos y hasta algunos restaurantes de lujo han acogido el algodón de azúcar como parte de su oferta. Todo gracias a un dentista que supo ver negocio donde otros solo veían caries - algo que también le beneficiaba -.

Mientras Morrison transformaba la feria en una máquina de dulces, Southwick se mantenía firme en su defensa de la electrocución como método más humano. Pese a las críticas, nunca se desligó de su invento. Murió en 1898, sin títulos universitarios en odontología reconocidos por algunas instituciones, pero con una patente que cambió el sistema penal estadounidense durante casi un siglo.

Así, entre el azúcar y la electricidad, queda claro que algunos dentistas del siglo XIX no se conformaron con empastes. Exploraron otros caminos donde menos se esperaba: en las ferias y en los pasillos de la muerte.

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