Anita Ekberg, un mito erótico de los años 60
Pero hoy no vengo a hablar de la ciudad y el campo. Hoy quiero llamar la atención de los lectores sobre un detalle anterior. Recién llegados a Estocolmo, apenas comienzan a moverse con el coche por sus calles, los jóvenes, y eso que todavía no están volados, miran a través de las ventanillas fascinaditos, magnetizados... Leer más La entrada Anita Ekberg, un mito erótico de los años 60 aparece primero en Zenda.

En Midsommar (Ari Aster, 2019), una de las mejores muestras del folk horror —ese subgénero del cine de terror que suscita el miedo transportándonos a cultos ruralistas, telúricos y paganos, de los que la primera versión de El hombre de mimbre (Robin Hardy, 1973) sería uno de los mejores ejemplos— se nos cuenta la historia de unos estudiantes estadounidenses que se desplazan a un remoto lugar de Suecia para participar en la celebración del solsticio de verano referido en el título. Cuando la fiesta, que se celebra cada 90 años y arranca con la ingestión de hongos alucinógenos, comienza a descubrir sus impiedades, será demasiado tarde para marcharse y la urbe estará demasiado lejos para volver a ella.
Puesto a escribir sobre Anita Ekberg, uno de los mitos más reconocibles de la filmografía del gran Federico Fellini, pienso que el cine estadounidense ha sentido la misma fascinación por las actrices suecas que aquellos estudiantes de Midsommar recién llegados a Estocolmo. Remontándonos a Greta Garbo, si tuviera algún sentido hacer una estadística sobre el número de actrices extranjeras arribadas a Hollywood desde la pantalla silente hasta nuestros días, o tan solo desde Ingrid Bergman hasta Rebecca Ferguson, seguro que Suecia ocupaba uno de los primeros puestos. Como también es seguro que la suerte de Anita Ekberg fue una de las más esquivas de todas ellas. Su filmografía no mereció más que un Globo de Oro, el que obtuvo como Nueva Estrella del Año en Callejón sangriento (William Wellmam, 1955). Pero su célebre baño en la Fontana de Trevi de La dolce vita (Federico Fellini, 1960) dio lugar a un icono que representa por sí solo a toda la gran pantalla, a Roma y a ese modo de vida, hedonista y entre paparazzi, que la alegre colonia del cine llevó a la Ciudad Eterna de los primeros años 60. Mito erótico en los días en que las suecas eran “las suecas” —pese a que, en nuestro tiempo, toda esa mitología tenga muy mala prensa—, de las suecas de entonces yo me quedo con la Harriet Andersson de Un verano con Mónica (1953), mi cinta favorita de Ingmar Bergman. El escote de Harriet, con los ojos cerrados y la cara al sol, me recuerda poderosamente la espetera de Anita, llamando a Marcello (Marcello Mastroianni) en la Fontana de Trevi.
Tenía que ser bonito fugarse con una chica como Mónica en los días en que el sexo —primeros años cincuenta—, incluso en Suecia, no acababa de estar bien visto. No en vano ésa es una de las preguntas que gravitan en aquel Bergman. Pero todavía es ahora cuando las tiendas de souvenirs romanas venden reproducciones del baño de Anita en la Fontana junto a las miniaturas de Luperca, la loba que amamantó a Rómulo y Remo. A la larga, es toda una paradoja que un mito erótico, cuyas exuberantes formas desataron la concupiscencia de cuantos hace medio siglo admiraban a las mujeres opulentas, sea un icono de la Ciudad Santa.
Nacida en Malmö en 1931, la pequeña Anita fue una más de una familia numerosa. Comenzó a destacar a los 20 años, al ser proclamada Miss Suecia. Enviada por tanto en representación de su país al concurso de Miss Universo, aunque no lo ganó, sí fue contratada por la Universal. Ya starlette de la casa, debutó en El caballero del Mississippi (1953), un western del gran Rudolph Maté. Otro grande del cine de bajo presupuesto, Nathan Juran, la incorporó al reparto de La espada de Damasco (1953). Sin abandonar nunca su actividad como modelo —de Playboy lo fue varias veces, para solaz de sus admiradores—, tras Callejón sangriento —donde, curiosamente, interpretaba a una china—, llegó Cómicos en París (Frank Tashlin, 1955). Era aquélla una de las delicias que protagonizaron Dean Martin y Jerry Lewis, y fue Tashlin, maestro en esas comedias luminosas y en el Technicolor de antaño, quien reparó por primera vez en que Anita lo daba todo cuando interpretaba una caricatura de su mito erótico, algo a lo que el gran Fellini sabría sacar el máximo partido.
Ya instalada en Hollywood, participó en la diáspora italiana de la pantalla estadounidense. Rodó por primera vez en los estudios romanos de Cinecittà a las órdenes del gran King Vidor, para quien fue la princesa Aline Kuragina de su versión de Guerra y paz (1956). De regreso a EEUU volvió a colaborar con Tashlin en otra de esas delicias protagonizadas por Martin y Lewis. Esta vez el título español no dejaba lugar a dudas: Loco por Anita (1956). Sí señor, el poderío del escote de la actriz ya hacía suspirar a los hombres de medio mundo.
Otra vez en Europa, protagonizó a las órdenes del siempre interesante realizador inglés John Gilling Policía internacional (1957) y Conflicto íntimo (1958), dos intrigas criminales en las que hizo gala de un falso candor, en el que subyacía una auténtica ironía, que fue demostración de que la estrella también era una actriz notable. A España vino por primera vez en 1959, y la trajo una producción francesa: Los tres etcéteras del coronel, de Claude Boissol.
Ya instalada en esa Roma de los del cine y los paparazzi que Fellini retrató en La dolce vita —hasta el punto de que los paparazzi toman su nombre de Paparazzo (Walter Santesso), el fotógrafo que acompaña al periodista Marcello Rubi (Marcello Mastroianni) en la cinta—, el cineasta, siempre atento a las mujeres de poderosa espetera, confió a Anita el personaje de Sylvia, una actriz exactamente igual que ella.
Lo demás ya es historia, la que hizo una obra maestra. En una de sus primeras secuencias, en una noche de farra, Sylvia, borracha como una cuba, decide bañarse en la misma fuente a la que el común de los mortales arroja una moneda y le confía sus deseos. Aún dudo cuál de las secuencias entraña más simbolismo, si la obertura, con el Cristo suspendido del helicóptero por las alturas de Roma —que no crucificado, con gesto como de bendecir a los discípulos—, o la de Anita borracha en la Fontana de Trevi, invitando al pecado a Marcello. Fellini era católico, como el común de los italianos y españoles entonces, cuando era pecado el sexo. Por eso no acaba de estar claro si retiraba la imagen de Cristo para que no asistiera a la degradación de Roma o si se trataba de “una falta de respeto”. Esto segundo fue lo que entendieron los censores españoles, quienes, más papistas que el papa, prohibieron la película, que no pudo estrenarse en Madrid hasta comienzos de los años 80, ya inmersa mi ciudad en ese libertinaje y esa queridísima promiscuidad de mi época. Lo que sí parecía estar más claro era que Anita se bañaba para refrescar el ciego y desatar la concupiscencia de las almas. Realista u onírico, ¡qué grande fue siempre Fellini!
Muy dada al peplum, donde las túnicas potenciaban sus volúmenes, tras algunos tan agradables como Los mongoles (A. de Toth, L. Savona y R. Freda, 1961), el gran Fellini devolvió a sus admiradores a la Anita más voluptuosa en La tentación del doctor Antonio (1962), su fragmento del filme colectivo Boccaccio ’70 (1962). Regresó a Hollywood para protagonizar, junto a Sinatra y Martin, Cuatro tíos de Texas (Robert Aldrich, 1963). Ya instalada definitivamente en Italia, donde acabó naturalizándose, colaboró con Vittorio de Sica en Siete veces mujer (1967).
El resto, prácticamente, fue la decadencia, si bien se prolongó en apariciones estelares hasta 2002. Con el tiempo, sus antiguos volúmenes devinieron en una obesidad casi mórbida. Aunque colaboró con Bigas Luna en Bámbola (1996), cuantos suspiraron por ella la olvidaron como a un deseo que pasó sin cumplirse. Parece ser que su situación llegó a ser tan precaria que se vio obligada a pedir ayuda a la Fundación Fellini. Lo cierto es que tras romperse el fémur en una caída, en 2011 acabó postrada en una silla de ruedas de la que no volvió a levantarse. Triste suerte para unas piernas que hicieron suspirar a medio mundo.
Se dice que tuvo historias con muchos de los galanes con los que compartió cartel y un romance con Gianni Agnelli, el presidente de Fiat. Estuvo casada con los actores Anthony Steel (1956-1959) y Rik Van Nutter (1963-1975). Como decían los romanos a sus muertos: ¡Que la tierra le sea leve!
La entrada Anita Ekberg, un mito erótico de los años 60 aparece primero en Zenda.