Algunos malos negocios

El mundo siempre confunde. En la niñez, porque está sin estrenar. En la adolescencia, porque se vuelve un limbo no menos pueril, pero sin brújula; nos cuesta orientarnos. Luego, cuando creíamos que las cosas iban a empezar a aclararse un poco, nos vemos obligados a enfrentar tres desafíos para los que deberían habernos preparado (pero no). Independizarnos, encontrar una persona que sea, como dijo el genial Carlos Fuentes, testigo de nuestras vidas, y convertirnos en padres. No hemos terminado de comprender las lecciones de nuestros mayores y ya estamos tratando de educar a ese mocoso que, por supuesto, nos compra con una sonrisa, y entonces volvemos a ser niños. Y como la vida hace lo que se le da la gana, estos tres desafíos pueden darse, no darse o darse en cualquier orden imaginable. Finalmente, llega la madurez, que ahora se ha extendido mucho, cosa buena, porque, como dijo alguien, “envejecer es un proceso extraordinario mediante el cual te convertís en la persona que siempre deberías haber sido”. La cita se le atribuye enérgicamente a David Bowie, pero no pude confirmarlo. Es una gran idea, de todos modos, y muy cierta, y aun así el mundo no deja de confundirnos. De pronto, empezás a preocuparte por el porvenir, que es un desvelo que debería inquietar a los más jóvenes. Pero no, y lo sabés por experiencia, porque ya viste esta película una docena de veces. A los 20 no pensabas en el futuro. Ahora, sí, y te desorienta que el futuro de tus 20 –o sea, el hoy– se parezca tanto a lo que ocurría cuando tenías 20. Como si el tiempo estuviera girando en círculos. O en una espiral.Entonces, un día cualquiera, oís que un iluminado sostiene, sin ruborizarse, que la gente está decepcionada con la democracia. O que la democracia no ha sabido satisfacer las expectativas de (de nuevo) la gente. Un iluminado que parece no advertir que la democracia y la gente son sinónimos. Pero te deja pensando, porque más allá de las eternas confusiones que ofrece el mundo, hoy todo está raro. Hay algo nuevo en el aire. En rigor, no sé si es nuevo, porque no viví en el siglo X en Venecia ni en el quinto antes de Cristo en Atenas ni en la China de la emperatriz Wu. Pero, a pesar de mi corta edad (en términos históricos), tengo suficiente perspectiva para advertir que hemos hecho algunos malos negocios. No se bien por qué, pero en las últimas décadas hemos hecho algunos malos negocios. Nosotros, la gente. Cambiamos grandeza por desmesura. No son lo mismo. La primera gesta edades de oro. La segunda conduce invariablemente al desastre.Cambiamos valentía por temeridad. La primera sopesa el peligro. La segunda es por completo ciega. La primera es fruto de la integridad. La segunda es el resultado de un narcisismo de cornisa, siempre al borde de la caída y la desintegración. Desacreditamos el sacrificio en nombre de una grata pereza que nos fue reblandeciendo hasta la postración. Ni siquiera nos atrevemos a pronunciar, los que tenemos más kilometraje, la idea de que el sacrificio es inevitable. Hagas lo que hagas, la vida a veces duele, y puede doler muchísimo. La fantasía de fluir y disfrutar de la existencia como si uno fuera una madreselva es, primero que nada, falsa. Incluso para las madreselvas. Pero cada vez más preferimos la narcosis al llanto.Cambiamos mérito por indolencia, basándonos en la falacia de que como la sociedad es injusta entonces el mérito equivale a enrolarse en un juego siniestro que perdimos de antemano. Como si la indolencia no fuera rendirse sin pelear. La vida nunca ha sido justa y el mérito no es sino una forma de rebeldía. Y cambiamos verdad por relato. La verdad libera. El relato encadena. Hay mérito en la verdad, y hay en ella grandeza. Es cosa de valientes y muchas veces nos obliga a sacrificarnos en su nombre. Tiene mártires la verdad. Todo lo demás es propaganda.

May 14, 2025 - 08:28
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Algunos malos negocios

El mundo siempre confunde. En la niñez, porque está sin estrenar. En la adolescencia, porque se vuelve un limbo no menos pueril, pero sin brújula; nos cuesta orientarnos. Luego, cuando creíamos que las cosas iban a empezar a aclararse un poco, nos vemos obligados a enfrentar tres desafíos para los que deberían habernos preparado (pero no). Independizarnos, encontrar una persona que sea, como dijo el genial Carlos Fuentes, testigo de nuestras vidas, y convertirnos en padres. No hemos terminado de comprender las lecciones de nuestros mayores y ya estamos tratando de educar a ese mocoso que, por supuesto, nos compra con una sonrisa, y entonces volvemos a ser niños. Y como la vida hace lo que se le da la gana, estos tres desafíos pueden darse, no darse o darse en cualquier orden imaginable.

Finalmente, llega la madurez, que ahora se ha extendido mucho, cosa buena, porque, como dijo alguien, “envejecer es un proceso extraordinario mediante el cual te convertís en la persona que siempre deberías haber sido”. La cita se le atribuye enérgicamente a David Bowie, pero no pude confirmarlo. Es una gran idea, de todos modos, y muy cierta, y aun así el mundo no deja de confundirnos.

De pronto, empezás a preocuparte por el porvenir, que es un desvelo que debería inquietar a los más jóvenes. Pero no, y lo sabés por experiencia, porque ya viste esta película una docena de veces. A los 20 no pensabas en el futuro. Ahora, sí, y te desorienta que el futuro de tus 20 –o sea, el hoy– se parezca tanto a lo que ocurría cuando tenías 20. Como si el tiempo estuviera girando en círculos. O en una espiral.

Entonces, un día cualquiera, oís que un iluminado sostiene, sin ruborizarse, que la gente está decepcionada con la democracia. O que la democracia no ha sabido satisfacer las expectativas de (de nuevo) la gente. Un iluminado que parece no advertir que la democracia y la gente son sinónimos.

Pero te deja pensando, porque más allá de las eternas confusiones que ofrece el mundo, hoy todo está raro. Hay algo nuevo en el aire. En rigor, no sé si es nuevo, porque no viví en el siglo X en Venecia ni en el quinto antes de Cristo en Atenas ni en la China de la emperatriz Wu. Pero, a pesar de mi corta edad (en términos históricos), tengo suficiente perspectiva para advertir que hemos hecho algunos malos negocios. No se bien por qué, pero en las últimas décadas hemos hecho algunos malos negocios. Nosotros, la gente.

Cambiamos grandeza por desmesura. No son lo mismo. La primera gesta edades de oro. La segunda conduce invariablemente al desastre.

Cambiamos valentía por temeridad. La primera sopesa el peligro. La segunda es por completo ciega. La primera es fruto de la integridad. La segunda es el resultado de un narcisismo de cornisa, siempre al borde de la caída y la desintegración.

Desacreditamos el sacrificio en nombre de una grata pereza que nos fue reblandeciendo hasta la postración. Ni siquiera nos atrevemos a pronunciar, los que tenemos más kilometraje, la idea de que el sacrificio es inevitable. Hagas lo que hagas, la vida a veces duele, y puede doler muchísimo. La fantasía de fluir y disfrutar de la existencia como si uno fuera una madreselva es, primero que nada, falsa. Incluso para las madreselvas. Pero cada vez más preferimos la narcosis al llanto.

Cambiamos mérito por indolencia, basándonos en la falacia de que como la sociedad es injusta entonces el mérito equivale a enrolarse en un juego siniestro que perdimos de antemano. Como si la indolencia no fuera rendirse sin pelear. La vida nunca ha sido justa y el mérito no es sino una forma de rebeldía.

Y cambiamos verdad por relato. La verdad libera. El relato encadena. Hay mérito en la verdad, y hay en ella grandeza. Es cosa de valientes y muchas veces nos obliga a sacrificarnos en su nombre. Tiene mártires la verdad. Todo lo demás es propaganda.