Conocí a Mario Vargas Llosa a instancias de mi querida Carmen Iglesias en el verano de 2009. Cenamos alrededor de las nueve de la noche en un restaurante al aire libre en Madrid en compañía de su mujer Patricia, del escritor chileno Jorge Edwards y del jurista e historiador Feliciano Barrios. Creo que éramos algún comensal más, pero no lo recuerdo. Este condujo la conversación desde un primer momento. Eso sí, lo hizo de forma natural, sin imposiciones ni sobresaltos. Llamaron enseguida mi atención algunas de sus virtudes tan propias como ciertamente atractivas: su inconfundible acento, su enérgico tono de voz, su gentileza exquisita, su prestada atención a los detalles, sus maneras elegantes, su cuidada educación… Pero por encima de...
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